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Me enderecé y lo miré fijamente.

– ¿Usted insinúa que hubo cohecho?

Torció la boca con gesto sardónico.

– Quizá sólo sea que Le

– Creo que se equivoca -dije-. Conocí a Terry Le

Lo

– Ninguna posibilidad. Si le hubiera disparado un tiro o le hubiera roto el cráneo, tal vez. Pero hubo demasiada brutalidad. Su cara quedó transformada en una masa sanguinolenta. Lo más que podría conseguir es homicidio con atenuantes, y aun así el fallo produciría revuelo.

– Quizá tenga razón -dije.

Me miró de nuevo.

– Usted dice que conocía al hombre, ¿qué piensa de todo el escenario? ¿Le convence?

– Estoy cansado. Esta noche no estoy con ánimo de pensar.

Se produjo una larga pausa. Entonces Lo

– Si yo fuera un tipo realmente inteligente, en lugar de ser un pobre periodista mercenario, pensaría que después de todo, tal vez él no la matara.

– No deja de ser una idea.

Morgan se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con un fósforo que frotó contra el tablero del coche. Comenzó a fumar en silencio, con el ceño fruncido y la mirada fija en el camino. Llegamos a Laurel Canyon y le indiqué dónde debía doblar para tomar mi calle. El coche ascendió por la colina y se detuvo al pie de la escalera de pino colorado.

Bajé del coche.

– Gracias por el viaje, Morgan. ¿Quiere tomar una copa?

– Me imagino que preferirá estar solo.

– Tengo mucho tiempo para estar solo. Demasiado tiempo.

– Tiene que decirle adiós a un amigo. Debe haberlo sido para que a causa de él usted haya dejado que lo zarandeen y lo metan adentro.

– ¿Quién dice que les dejé?

Morgan sonrió débilmente.





– No crea que porque no puedo publicarlo, eso signifique que no lo sepa, amigo. Hasta luego. Espero verlo pronto.

Cerré la puerta del coche y vi como daba la vuelta y descendía por la colina. Cuando los faros posteriores desaparecieron, subí las escaleras, recogí los periódicos y entré en la casa vacía. Encendí todas las luces y abrí todas las ventanas. El ambiente era sofocante.

Preparé un poco de café, lo tomé y luego saqué del tarro los cinco cheques. Estaban muy enrollados. Terry los había empujado adentro del café y a un lado. Comencé a recorrer la habitación de uno a otro extremo, con la taza de café en la mano, conecté el aparato de TV, lo cerré, me senté, me puse de pie y me volví a sentar de nuevo. Pasé revista a todos los diarios que se habían ido amontonando en la escalera. El caso Le

En la cárcel había visto todo eso, pero lo volví a ver y a leer con ojos diferentes. No me dijo nada, excepto que una joven rica y hermosa había sido asesinada y que la prensa lo había ido dejando casi de lado. De modo que las influencias habían comenzado a trabajar muy pronto. Los muchachos de la sección policial de los diarios debieron haber hecho rechinar los dientes y rechinaron en vano. Se leía entre líneas. Si Terry habló con su suegro en Pasadena la misma noche que Sylvia fue asesinada, debió haber habido una docena de guardias en la residencia antes de que siquiera se notificara a la policía.

Pero había algo de lo que no se decía ni una sola palabra… la forma en que la habían golpeado. Nadie me haría creer que Terry hubiera hecho una cosa semejante.

Apagué las luces y me senté al lado de la ventana abierta. Afuera, en un arbusto, un mirlo lanzó unos trinos, admirándose a sí mismo antes de posarse para pasar la noche.

Me dolía el cuello. Me afeité, tomé una ducha y me fui a la cama. Permanecí acostado de espaldas, escuchando, como si muy lejos, en la oscuridad, pudiera oír una voz, una de esas voces calmas y pacientes que aclaran todo. No la escuché, y sabía que no la escucharía nunca. Nadie iba a explicarme el caso Le

Muy conveniente, como había hecho notar Lo

Capítulo XI

Por la mañana me afeité de nuevo, me vestí, y me dirigí con el coche por el camino habitual para estacionarlo en el lugar de costumbre; si el cuidador de la playa de estacionamiento sabía que yo era un personaje público importante, lo disimuló en forma magistral. Subí las escaleras, atravesé el corredor y saqué las llaves para abrir la puerta. Un hombre de tez morena y aspecto tranquilo me estaba observando.

– ¿Usted es Marlowe?

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Espere un momento -me dijo-. Alguien vendrá a verlo.

Se separó de la pared en la que estaba apoyado y empezó a andar arrastrando los pies.

Entré en la oficina y recogí la correspondencia. Sobre el escritorio había cartas recogidas por la encargada de la limpieza. Después de abrir las ventanas, leí las cartas y tiré las que no me interesaban, que constituían la mayoría.

Conecté el llamador con la otra puerta, llené la pipa, la encendí y entonces me senté a esperar que alguien gritara pidiendo ayuda.

Pensé en Terry Le

Al diablo si fue un hermoso viaje. Estabas mortalmente aburrido. Sólo comenzaste a hablar con aquel tipo porque no había nadie interesante a tu alrededor. Tal vez sucedió así con Terry Le