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– Diga.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
– ¡Ford en su carromato! Voy en seguida. -¿Qué ocurre? -preguntó Bernard. -Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco -dijo Helmholtz-. Dice que el Salvaje está allá. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
– ¿Cómo puede gustaros ser esclavos? -decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital-. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando -agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.
Los Deltas le miraban con resentimiento.
– ¡Sí, vomitando! -gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos-. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? -El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios-. ¿No lo entendéis? -repitió; pero nadie contestó a su pregunta-. Bien, pues entonces -prosiguió, sonriendo- yo os lo ensefiaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
– Está loco -susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas-. Lo matarán. Lo…
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
– ¡Ford le ayude! -dijo Bernard, y apartó los ojos.
– Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
– ¡Libres, libres! -gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
– ¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado -¡el bueno de Helmholtz!-, pegando puñetazos también.
– ¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.
– ¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud. -¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: Están perdidos, y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó ¡Socorro! varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
– ¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más encarnizados.
– ¡Rápido, rápido! -chillaba Bernard-. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les… i Oh!
Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta, a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.
– ¿Qué significa eso? -proseguía la Voz-. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos -repetía la Voz-. En paz, en paz.
– Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente-. ¡Oh, cuánto deseo veros felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y…
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
– Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…
Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica enmudeció.
– ¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? -preguntó el sargento-. ¿O tendré que anestesiarles?
Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
– No ofreceremos resistencia -contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.
Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.
Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse sin llamar la atención.
– ¡Eh, usted! -gritó el sargento.
Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.
Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.
– Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí -dijo al sargento.
– Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?
– Bueno… -dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo-. ¿Por qué no había de serlo? -preguntó.
– Pues sígame -dijo el sargento.
Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba ante la misma.