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El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.

– Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso-. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.

– Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.

– Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.

– ¡Hombre, me gusta eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.

Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.

El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.

En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.

– Fue por unos versos -le explicó Helmholtz-. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. -Se echó a reír-. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además -agregó, con más gravedad-, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Fordi -Volvió a reír-. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.

– Pero, ¿qué decían tus versos? -preguntó Bernard.

– Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. -Si quieres, te los recito. Y Helmholtz empezó:

El comité de ayer, bastones, pero un tambor roto, medianoche en la City, flautas en el vacío labios cerrados, caras dormidas, todas las máquinas paradas, mudos los lugares donde se apiñaba la gente… Todos los silencios se regocijan, lloran (en voz alta o baja) hablan, pero ignoro con la voz de quién. La ausencia de los brazos. los senos y los labios y los traseros de Susan y de Egeria forman lentamente una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto, ¿de qué esencia tan absurda que algo que no es puebla, sin embargo, la noche desierta más sólidamente que esotra con la cual copulamos y que tan escuálida nos parece?

– Bueno -prosiguió Helmholtz-, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.

– No me sorprende -dijo Bernard-. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.

– Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.

– Bueno, pues ya lo has visto.

Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.

Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.

En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.



– ¿Qué te parecen? -le preguntó luego.

El Salvaje movió la cabeza.

– Escucha esto -dijo por toda respuesta.

Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó: Que el pájaro de voz más sonora pasado en el solitario árbol de Arabia sea el triste heraldo y trompeta…

Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.

La propiedad se asustó al ver que el yo no era ya el mismo; dos nombres para una sola naturaleza, que ni dos ni una podía llamarse.

La razón, en sí misma confundida, veía unirse la división…

– ¡Orgía-Porfía! -gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable-. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.

Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.

El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!

– Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.

El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes que lea en el fondo de mi dolor?

¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!

Aplaza esta boda por un mes, por una semana, o, si no quieres, prepara el lecho de bodas en el triste mausoleo donde yace Tibaldo…cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroíco, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.