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– ¡Oh maravilloso nuevo mundo…!

Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:

– ¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!

– Y le aseguro -concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos…

Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.

En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita-cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.

El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.

– ¿Tienen aquí muchos mellizos? -preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.

– ¡Oh, no! -contestó el Preboste-. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.

Y suspiró.

Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.

– Si está usted libre algún lunes, miércoles -a viernes por la noche -le decía-, puede venir a mi casa. -Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió-: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.

Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).

– Gracias -dijo-. Me encantará asistir a una de sus fiestas.

El Preboste abrió la puerta.

Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un tanto confuso.

– ¿Qué es la relatividad elemental? -susurró a Bernard.

Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.

Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:

– Uno, dos, tres, cuatro. -Y después, con irritación fatigada-: Como antes.

– Ejercicios malthusianos -explicó la Maestra Jefe-. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. -Sonrió a Bernard-. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no estirilizadas que necesitan ejercicios constantes.

En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.

– Pero ¿por qué se ríen? -preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.

– ¿Por qué? -El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa-. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.

En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.

– Tal vez será mejor que sigamos -dijo Miss Keatte.

Y se dirigió hacia la puerta.



Un momento más tarde, el Preboste dijo:

– Ésta es la sala de Control Hipnopédico.

Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.

– Basta colocar el rollo aquí -explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney-, pulsar este botón…

– No, este otro -le corrigió el Preboste, irritado.

– O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…

– Y ya está -concluyó el doctor Gaffney.

– ¿Leen a Shakespeare? -preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela

– Claro que no -dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.

– Nuestra Biblioteca -explicó el doctor Gaffney- contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.

Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.

– Vuelven del Crematorio de Slough -explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche-. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.

– Como cualquier otro proceso fisiológico -exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.

Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.

De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.

– ¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? -preguntó Bernard.

El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.

Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:

– ¿Qué hay en esas cajitas?

– La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que le había regalado Benito Hoover-. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.

Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.

Lenina entró canturreando en el Vestuario.

– Pareces encantada de la vida -dijo Fa

Y se dirigió corriendo hacia el baño.

Es una chica con suerte, se dijo Fa

El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador-Diputado del Banco de Europa.