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– No, nadie más -contestó, casi con truculencia-. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
– ¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! -repitió Fa
– Imaginen un tubo que encierra agua a presión. -Los estudiantes se lo imaginaron-. Practico en el mismo un solo agujero -dijo el Interventor-. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó viente veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
Hijo mío. Hijo mío…
¡Madre!
La locura es contagiosa.
Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa…
Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?
– Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez en cuando. Esto basta. P-1 va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
– Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy quisquilloso…,
Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
– Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.
– ¿Lo ves? -Fa
– Estabilidad -dijo el Interventor-, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han perecido de hambre.
Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento.
Si gritan: Hijo mío, madre mía, mi único amor; si murmuran: Mi pecado, mi terrible Dios; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza… ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas… Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.
– Y al fin y al cabo -el tono de voz de Fa
– Estabilidad -insistió el Interventor-, estabilidad. La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.
Lenina movió negativamente la cabeza.
– No sé por qué -musitó- últimamente no me he sentido muy bien dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo has sentido así, Fa
Fa
– Pero es preciso hacer un esfuerzo -dijo sentenciosamente-, es preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.
– Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo -repitió Lenina lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después, cogiendo la mano de Fa
Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente. Y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques i
– ¡Afortunados muchachos! -dijo el Interventor-. No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.
– ¡Ford está en su viejo carromato! -murmuró el D.I.C.-. Todo marcha bien en el mundo.
– ¿Lenina Crowne? -dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Predestinador Ayudante mientras cerraba la cremallera de sus pantalones-. Es una muchacha estupenda. Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayas tenido.
– La verdad es que no comprendo cómo pudo ser -dijo el Predestinador Ayudante-. Pero lo haré. En la primera ocasión.
Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.
– Si quieres que te diga la verdad -dijo Lenina-, lo cierto es que empiezo a aburrirme un poco a fuerza de no tener más que a Henry día tras día. -Se puso la media de la pierna izquierda-. ¿Conoces a Bernard Marx? -preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era evidentemente forzada.
Fa
– No me digas que… -¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más.
Además, me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he deseado ver una Reserva para Salvajes.
– Pero ¿y su mala fama? -¿Qué me importa su reputación? -Dicen que no le gusta el Golf de Obstáculos.
– Dicen, dicen… -se burló Lenina. -Además, se pasa casi todo el tiempo solo, solo.
En la voz de Fa
Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se había mostrado Bernard! Asustado casi, como si ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.
– Consideren sus propios gustos -dijo Mustafá Mond-. ¿Ha encontrado jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?
La pregunta fue contestada con un silencio negativo.
– ¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la concierícia de un deseo y su satisfacción?
– Bueno… -empezó uno de los muchachos; y vaciló.
– Hable -dijo el D.I.C.-. No haga esperar a
Su Fordería.
– Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.
– ¿Y sintió usted una fuerte emoción?
– ¡Horrible!
– Horrible; exactamente -dijo el Interventor-. Nuestros antepasados eran tan estúpidos y cortos de miras que cuando aparecieron los primeros reformadores y ofrecieron librarles de estas horribles emociones, no quisieron ni escucharles.