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Doe condujo unos cuatrocientos metros por una pista de tierra, entre los pinos dispersos, hasta una curva. Tuvo que apearse para abrir la endeble verja de metal, que más que un sistema de seguridad parecía un chiste. Luego se subió al vehículo, entró con el coche y volvió a apearse para cerrar la verja. La seguridad era lo más importante. Aquel grupo disperso de pinos los ocultaría, y en el improbable caso de que algún conductor perdido decidiera seguir por aquel camino y se acercara, él lo vería primero.

En el claro, la nave se alzaba como una cuadra metálica, y detrás estaba la laguna de desechos. Doe apagó el motor y, al hacerlo, se dio cuenta de que estaba sonriendo; llevaba tanto rato sonriendo que le dolían las mejillas. Jesús, debía de parecer un espectro llegado del infierno.

– Bueno, Lisa. ¿Tienes trabajo? -Se recostó en su asiento, dejando que aquella sensación tan familiar, pesada y ligera a la vez, lo invadiera. Se terminó la botella de Yoo-hoo. El bourbon le había hecho efecto y se sentía divinamente. Solo bourbon. Algunos creían que se metía speed, pero él eso no lo tocaba. Sabía lo que el speed le hacía a la gente. Joder, si no mira a Karen. La había convertido en un despojo. O a Cabrón, que se había quedado medio inútil.

En el asiento de atrás, la mujer giró la cabeza, mirando los alrededores, pensando tal vez que estaban en un descampado en medio de ninguna parte. Arrugó la nariz, y luego toda la cara, como si le hubiera llegado el olor de la laguna.

– ¿Dónde estamos?

– En la comisaría hay demasiado ajetreo. He pensado que podría hacerte el interrogatorio aquí. Estaremos más cómodos, ¿no crees?

Ella se debatió un poco, como si con aquello pudiera conseguir algo aparte de desollarse las muñecas con las esposas.

– Quiero salir de aquí. Quiero llamar a mi abogado.

– ¿Un abogado? ¿Para qué quieres un abogado, cielo? Antes has dicho que no has hecho nada. Los abogados son para los delincuentes, ¿no?

– Quiero ver a un abogado, o a un juez.

– Para mí, un juez no es más que un abogado más fino.

Doe se apeó con gran parsimonia y se tomó su tiempo para admirar el azul del cielo, los largos jirones de nube, como pedacitos de algodón de un bote de aspirinas. Luego, como si acabara de recordar dónde estaba, abrió la puerta de atrás y subió. Tuvo mucho cuidado de dejarla bien abierta, porque desde dentro no se podía abrir y, si se cerraba, estarían los dos atrapados allí dentro. Lo último que le apetecía era quedarse atrapado con aquel caballo de mujer. Se sentó junto a ella y cambió la sonrisa perversa por otra encantadora.

– Bueno, ¿en qué me has dicho que trabajabas?

– Trabajo para el Canal 8 de Miami -dijo ella tras sollozar un poco.

¿El Canal 8? No, con esa cara no podía trabajar en la tele.

– ¿En serio? ¿Y qué haces allí? ¿Eres una especie de secretaria? ¿Te sientas sobre las piernas del jefe y le apoyas? Bueno, me gustan mucho las mujeres que saben cómo se a-poya.

La mujer bajó la vista y no contestó. Qué descortesía. Le estaban hablando y ella no contestaba. ¿Qué pasa, se creía que era Miss Universo o algo así? Tendría que mirarse en el espejo de vez en cuando. Ahora que estaban tan cerca, se dio cuenta de que era peor de lo que le había parecido: el maquillaje disimulaba las marcas de acné y un bigote rubio pero perfectamente visible. Lisa no tenía por qué darse aires con él. Para dejar claro aquel punto, Doe le apoyó la mano sobre la frente, con mucha suavidad, y le dio un pequeño golpe.

Esta vez ella no profirió ningún sonido, aunque no dejaba de llorar.

– Por favor, deje que me vaya -dijo.

– ¿Que te deje ir? Joder, que no estamos en Rusia. Aquí tenemos leyes. Hay que seguir unos procedimientos. ¿Crees que puedes pagar tu deuda con la sociedad con unas pocas palabras? -Por un momento, agitó la cabeza arriba y abajo, como si estuviera asintiendo ante las palabras de otra persona que la mujer no podía oír. Luego se volvió hacia ella-. Bueno -dijo-, con esa cara de caballo que tienes seguro que puedes dar gracias si alguien te deja que se la chupes, ¿a que sí?





– Oh, Dios -musitó ella. Trató de apartarse, como hacían todas, pero no podían ir a ningún sitio. Aquello era el asiento de atrás de un Ford LTD, por Dios. Pero eso es lo que hacían. Tratar de apartarse.

A Doe le encantaba aquella parte. Estaban muertas de miedo y habrían hecho lo que fuera. Y a ellas también les gustaba. Eso era lo más gracioso. Seguro que cuando se acordaban de aquello se ponían cachondas. A veces recibía llamadas por la noche, a deshora, llamadas en las que nadie habla, y él sabía de qué se trataba. Eran de mujeres que se había tirado en la parte de atrás de su coche patrulla. Querían más, querían volver a verle, pero les daba vergüenza. Sabían que no tenían que desearlo. Pero lo hacían. Todo aquel cuento del «Oh, no, Dios mío» formaba parte del juego.

La verdad es que todo aquello le hacía sentir pena por Je

Y allí estaba Lisa, retorciéndose, lloriqueando, debatiéndose como una rana debajo de una pala y él con un poste entre las piernas. Se bajó la cremallera y se la sacó.

– Mira esto, Lisa. Míralo. Ahora sé buena chica y haz tu trabajo, y luego ya veremos qué podemos hacer para no presentar cargos. Sé buena chica y en quince minutos volverás a estar sentada en tu coche. Un cuarto de hora y estarás conduciendo por la autopista de vuelta a Miami.

Eso siempre ayudaba. Darles algo sólido a lo que aferrarse, hacerles pensar en el futuro. Solo tenían que hacer aquello y podrían irse. Y era verdad. Él no era ningún monstruo.

Doe supo que la tenía. La mujer se volvió lentamente hacia él. Sus pequeños ojos de cerdo estaban enrojecidos, llenos de miedo, pero en ellos también vio algo parecido a la esperanza. La feroz determinación de chupar y aguantar. Y un destello, como si supiera que tenía suerte de tener a alguien como Jim Doe. Tal vez no fuera como siempre lo había soñado, pero el caso es que había soñado con tener a alguien como él.

– Muy bien -susurró ella. Con suavidad. Para sí misma, supuso Doe. Tenía que controlar los nervios. ¿Por qué? A saber. Seguro que se la había chupado a otros. Y si alguna chiquita lo hubiera encerrado a él en el asiento de atrás de un coche y le hubiera dicho que le comiera el conejo, él no se lo habría pensado dos veces. Pero claro, cada persona es un mundo.

– Muy bien -volvió a repetir, aunque esta vez lo decía para él-. ¿Dejarás que me vaya?

– Ya te lo he dicho -dijo él con tono apremiante. Con tanta cháchara se le estaba enfriando la cosa-. Y ahora chupa.

– Muy bien -repitió ella-. Pero primero tendrás que quitarme las esposas.

– Buen intento, Lisa.

– Por favor -dijo ella-. Me hacen daño. Seré buena.

Seré buena. Era como una niña. Bueno, y ¿por qué no? No sería la primera vez que lo hacía. A veces lo único que necesitaban era que las tranquilizara un poco, y sabía que aquella no haría ninguna tontería.

– Muy bien. Pero sin trampas. Mantén las manos donde pueda verlas.

Doe le abrió las esposas y pestañeó al oír el clic del metal y el suspiro de alivio de ella.

– Gracias. Gracias. -Y se sorbió los mocos con muy poca delicadeza. A Doe no le hizo mucha gracia, porque ¿a quién le gusta que se la chupen con un montón de mocos de por medio? Pero qué coño, pensó.

– Bueno, yo he hecho algo por ti -dijo él-. Ahora te toca a ti.