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– Buen consejo cuando estás ante un hombre armado al borde de un lago de desechos -dijo Melford. Dio unas zancadas en la dirección que Doe le había indicado, de modo que se convirtió en el tercer vértice de un triángulo equilátero. Seguramente Doe pensaba que ahí podía controlarlo, pero no matarlo accidentalmente si surgía la necesidad de dispararme a mí. Algo así.
Traté de no establecer contacto visual con Melford. La rabia y la impotencia que sentía eran tan grandes que no podía soportar la idea de mirar al causante de aquellos sentimientos. Me había colado en la habitación de un criminal, había fisgoneado en el patio trasero de Jim Doe, había estado en un laboratorio de experimentación animal, había plantado cara a Ro
A pesar de mis deseos, establecí contacto visual con Melford. Un destello indecente le pasó por la cara. Me guiñó un ojo al tiempo que señalaba al suelo con un dedo.
Sentí emoción, entusiasmo. Una señal, aunque no muy clara. Lo del guiño lo entendía, después de todo, era una señal universal. Pero ¿qué significaba lo del dedo? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Me había traicionado o no? Y si no lo había hecho, ¿qué hacía allí? ¿Qué pensaba hacer con Doe? No, aquello solo podía ser un truco, un engaño para que bajara la guardia, pero ¿con qué propósito?
– ¿Qué te parece ese pozo de mierda? -me preguntó Doe.
– ¿Comparado con otros pozos de mierda o, no sé…, con un campo de naranjos?
– Te crees muy duro, ¿eh?
Tuve que contener el impulso de reír. Doe se estaba tragando mi papel de duro. Algo era algo. No mucho, pero algo.
– Estoy tratando de afrontar una situación difícil -dije.
Melford ladeó ligeramente la cabeza. La mirada picara, el guiño cómplice habían desaparecido. Parecía un ave estudiando el bullicio de los humanos de lejos, con una mezcla de curiosidad e indiferencia. A la luz del sol tenía un aire menos infernal que en la granja, pero solo un poco. Ahora solo parecía cadavérico y mezquino.
– Siempre he querido ver a alguien ahogarse en un pozo de mierda -dijo Doe-. Desde pequeño.
– También te gustaría ver a alguien devorado por los cerdos. En esta vida siempre hay que elegir.
– Bueno, parece que hoy al menos cumpliré un deseo. Antes de que nos pongamos a negociar, quiero que te metas ahí hasta que la mierda te llegue a la cintura. -Y se rió.
Yo miré la laguna. Quería seguir con vida, lejos de las balas, pero no me metería allí. Además, si entraba, estaría más muerto que vivo. No podría escapar. Tenía que huir, pero si lo intentaba acabaría muerto en cuestión de segundos. Mi determinación de morir en la huida se desvaneció como una gota de colorante en la superficie lisa de un lago. Haría lo que me pedía. Trataría de ganar tiempo y cada segundo que pasara esperaría un milagro: un policía del condado, un helicóptero, una explosión… lo que fuera.
– Vamos -dijo Doe-. Muévete.
– Un momento -intervino Melford-. Primero déjale que conteste a unas preguntas.
Doe se volvió bruscamente para mirarle. Por un momento pensé que los puños iban a volar.
– ¿Te me estás volviendo blando? -dijo desafiándolo.
– No es mi blandenguería lo que debería preocuparte -le explicó él-, es el fondo de la laguna. Ahí todo es mierda sedimentada, no hay un fondo sólido. Antes de que nos diéramos cuenta podría haberlo succionado, y entonces nos quedaríamos sin respuestas. Y si no hay respuesta, no hay dinero.
– Bueno, pronto lo sabremos, ¿eh? -Y me hizo un gesto con el arma-. Entra. Quiero ver cómo te hundes en la mierda.
– Pero ese es justamente el motivo por el que no debo entrar -dije, tratando débilmente de utilizar mis técnicas de venta.
Doe se limitó a mirarme con desagrado.
Yo miré la laguna, tan muerta como un agujero negro. Tenía que ir a la universidad, tenía que acostarme con Chitra, tenía que vivir lejos de Florida. No podía morirme en un pozo de excrementos de animales. Era demasiado patético. Pero lo único que se me ocurrió fue el truco más viejo del mundo. Era ridículamente estúpido, pero era lo único que tenía, y lo utilicé.
– Oh, Dios, menos mal -dije señalando por detrás de Doe-. La policía del condado.
El cuello de Doe giró y escudriñó el vacío. No tuve tiempo de ver qué hacía Melford porque me abalancé sobre Doe. No tenía ni idea de lo que haría si conseguía llegar a él. Incluso si lo derribaba y le arrebataba la pistola, seguía quedando Melford. Bueno, me enfrentaría a él cuando llegara el momento. Aún no sabía si viviría tanto.
Calculé que estaba a unas diez zancadas de Doe y ya había dado dos de ellas cuando este comprendió que le había engañado como a un chino. Se dio la vuelta y me miró. Movió el arma.
A los tres pasos empezó a levantarla. Iba a dispararme. Ni siquiera habría conseguido acercarme y ya me habría derribado. Había sido una locura, pero al menos no moriría en el lago. Al menos moriría con dignidad.
Zancada cuatro y apuntó. Pero no me apuntaba a mí. Eché un rápido vistazo y vi que Melford miraba a Doe y también estaba levantando una pistola.
El guiño había sido auténtico. El resto había sido una farsa. Melford no me había traicionado. No. Seguía sin entender de qué iba todo aquello, ni el porqué, pero sabía que Melford no era mi enemigo y que me salvaría.
Entonces oí el disparo. La explosión no procedía del arma de Melford, sino de la de Doe. Había llegado a creer hasta tal punto en la magia de Melford que no se me había ocurrido que Doe pudiera ganar. Cuando Melford entró en la batalla, no dudé en ningún momento que él ganaría.
Seis pasos y lancé otra mirada atrás. Vi un chorreón de sangre saltar hacia el sol ardiente en el cielo despejado. Melford, con los brazos extendidos, caía hacia atrás, trastabillaba con la raíz del mangle, caía en el lago.
Las aletas de la nariz de Doe se hinchaban con rabia.
– Joder, lo sabía…
Pero no le dio tiempo a decir más porque entonces se dio cuenta de que me tenía encima. Estaba solo a tres zancadas.
En su irritación con Melford y su complacencia conmigo, Doe perdió un segundo antes de mover su arma hacia mí, y cuando lo hizo estaba descentrada. Yo sabía que Doe era un buen tirador, y rápido, pero si le obligaba a disparar a la desesperada quizá fallaría.
Solo nos separaban dos pasos. Di una zancada larga, dolorosamente larga. Vi que Doe entrecerraba un ojo, vi el movimiento de su muñeca. Me desvié hacia la izquierda. Doe no llegó a disparar, así que no hubo necesidad de que evitara la bala. Me arrojé hacia delante. Una zancada más y salté en el aire. No había jugado al rugby en mi vida, lo más que había hecho era participar en los brutales partidos de touch football en las clases de gimnasia, y no sabía nada, absolutamente nada, sobre las teorías del placaje. No sabía dónde golpear ni cómo, pero supe lo que tenía que hacer en aquel momento. Cuando me guiñó el ojo, Melford no estaba señalando el suelo, se estaba señalando la entrepierna, quería que pensara en la entrepierna de Doe.
Orientándome con instinto, impulso y escasas nociones de física, aterricé sobre el hombro, con fuerza, y descargué todo mi peso contra sus testículos.
Caímos juntos al suelo. Yo dejé escapar un gemido, pero él aulló tan lastimeramente que casi sonó como un canto tribal. No me pareció que le hubiera golpeado tan fuerte. Sentía que la fuerza del impacto se diluía, se perdía. Pero Doe se encogió en posición fetal. Sus manos, incluida la que sujetaba el arma, volaron a la entrepierna.
Melford tenía razón. Mi placaje debía de haberle dolido, pero no le había dejado fuera de combate. Recuperé el equilibrio, acuclillado y tenso, listo para saltar. A mi lado, inofensivo, Doe se mecía adelante y atrás con la boca abierta, aunque no profería ningún sonido. Las lágrimas brotaban de sus ojos. Eché el brazo atrás y, con toda la fuerza que pude reunir por la rabia, la ira y la frustración, disparé el puño contra el espacio que tenía entre las piernas.