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Delante del motel había un taxi amarillo, pero cuando nos dirigíamos hacia allí percibí con el rabillo del ojo el destello de las luces de un coche policial.

Empezaba a procesar los detalles con rapidez, y enseguida me di cuenta de que era un coche de la policía del condado, marrón, no el azul de Meadowbrook Grove. Algo era algo. Noté un hormigueo en el estómago, como si estuviera sujeto a la silla eléctrica con una capucha negra sobre la cabeza. Por un instante sentí, movido por mis pies y un instinto puramente animal, el impulso de correr. Echaría a correr y me iría. Pero no lo hice.

Aimee Toms, la mujer del día anterior, se apeó del vehículo. Su expresión era de indiferencia, impasible, y extrañamente atractiva y autoritaria.

– Tengo que hablar contigo -me dijo-. Quiero que me acompañes.

– ¿Estoy arrestado?

– Solo quiero hacerte unas preguntas.

Me volví hacia Chitra.

– Vete -le dije-. Ve a la estación de autobuses y vete a casa. Te llamaré. Iré a verte.

– No me iré sin ti.

– Tienes que hacerlo. Créeme, yo estoy hasta el cuello, pero tú estarás a salvo si no estoy contigo y estaré más tranquilo si no tengo que preocuparme por ti.

Ella asintió. Y entonces me besó. No puedo deciros exactamente cuál fue el significado de aquel gesto, pero me gustó mucho, mucho.

Y entonces la agente Toms me hizo subir en la parte de atrás de su vehículo y nos fuimos.

35

Aimee Toms miraba al frente, o eso me parecía, pero no estaba seguro porque las gafas de sol de espejo le ocultaban los ojos. Y cuando me hablaba, ni siquiera movía la cabeza. Yo, desde atrás, veía su poderosa mandíbula mascando un chicle que, sin necesidad de preguntar, supe que sería sin azúcar.

– Bueno, ¿cuál es tu historia, chico? -me preguntó cuando salimos del motel.

«Yo no les maté. Estaba allí pero no lo hice y no pude hacer nada por evitarlo.» Las palabras estaban ahí, me atraían a su pozo de gravedad, trataban de dar forma a mi respuesta como las vías determinan el camino del tren. Pero no pensaba rendirme. Me resistiría. Y si las cosas se ponían feas, siempre podía ceder más adelante.

– Yo solo quiero reunir dinero para pagar la universidad. Me han aceptado en Columbia, pero no me lo puedo permitir.

– ¿En Carolina del Sur?

– En Nueva York.

– No la conozco. La universidad, no la ciudad. Sí, tienes aspecto de universitario -comentó-. Por eso justamente no entiendo que te hayas metido en esto.

– ¿En qué? -Mi voz chirriaba como su goma de mascar.

– Dímelo tú.

– Siento mucho haber entrado en una propiedad privada, pero ayer no le pareció tan importante. ¿Por qué ahora sí?

– Entrar en una propiedad privada no es importante -concedió la agente Toms-. En cambio, las drogas y el asesinato… eso ya es otra cosa.

– No la entiendo -dije. No soné convincente, el miedo oscilaba en mi boca, el vapor caliente del miedo flotaba en el frío del aire acondicionado del coche.

– Escucha, Lemuel. ¿Lem?

– Lem -confirmé.

– Escucha, Lem. Se me da muy bien juzgar el carácter de la gente. Te miro, hablo contigo y sé que no eres una mala persona. Créeme, llevo haciendo esto lo bastante para saber que la buena gente a veces acaba metida en cosas malas. A veces no entienden muy bien lo que hacen. Otras simplemente están en el lugar equivocado en el momento equivocado. Pero, en vez de salir, se esconden, mienten y violan más leyes para encubrir lo que han hecho.

Aquello se acercaba desagradablemente a la realidad, y nada de lo que yo dijera lo cambiaría. Así que miré por la ventana.

– Lo único que digo -añadió- es que si me explicas qué pasa, haré lo que pueda por ayudarte y evitar que te castiguen porque has sido víctima de las circunstancias. Incluso si crees que es demasiado tarde para hablar, no lo es.

– No sé a qué se refiere -dije-. Lo único que hice fue acercarme demasiado a una granja. No entiendo a qué viene tanto revuelo.

– Bueno, si lo prefieres así -dijo ella, y no añadió nada más hasta que llegamos a la comisaría.

El lugar parecía un viejo edificio de oficinas y, con la salvedad de los uniformes, los policías de dentro podrían haber sido unos empleados municipales cualesquiera. El aire acondicionado borboteaba poderosamente pero no acondicionaba mucho, y en el techo unos ventiladores eléctricos giraban despacio para no volar los papeles de las mesas.

Toms me había puesto una mano en la parte superior del brazo y apretaba con una mezcla de compasión y firmeza. Yo llevaba los brazos a la espalda. No me había esposado, pero me pareció buena idea ponerlos a la espalda, por respeto, para que supiera que era consciente de que podía esposarme y que no quería hacerme el gallito. Cuando avanzábamos por un pasillo de color verde claro con paredes de hormigón que parecía el anexo olvidado de mi antiguo instituto, vimos a un oficial de paisano que conducía a un individuo negro esposado en la dirección contraria. No era más que un adolescente, alto y delgado, con la cabeza afeitada y vello en el bigote. Quizá fuera de mi misma edad, pero sus ojos tenían la expresión endurecida de un criminal, violenta, apática. Cuando nos cruzamos, le eché una mirada con la que pretendía decirle que los dos éramos víctimas de un sistema opresivo, pero el chico me miró con rabia; creo que de haber tenido ocasión me habría matado.

Toms meneó la cabeza.

– George Kingsley. ¿Le has visto bien?

– Lo bastante para saber que me rebanaría el pescuezo solo para divertirse.

– Exacto. Mira, Lem, el caso es que conozco a ese chico desde que tenía doce años. Su padre tenía muchos problemas con la ley, por eso le conocí, pero la madre era una buena mujer que se ocupó de que fuera a la escuela y no se metiera en problemas. Sin embargo el chico hizo más que limitarse a seguir las normas. Siempre estaba leyendo y hablando. Era un chaval de solo doce o trece años y tenía ya unas ideas políticas… Quería arreglar todos los problemas del mundo. Quería ser político y ayudar a los negros. Y sabía qué leyes revocaría y cuáles aprobaría. Era increíble.

– Pues no parece que le haya ayudado mucho.

– Por lo que sé, un día estaba en compañía de gente poco recomendable cuando uno de ellos decidió que fueran a un supermercado. Kingsley pensó que iban a por golosinas. Pero el otro fue y sacó una pistola. Fue una estupidez. No creo que los otros supieran que planeaba nada, pero no quisieron dejar tirado a un amigo. Así que Kingsley acabó en un correccional por haber ido a comprar chocolatinas con quien no debía. Solo estuvo dieciocho meses, pero cuando salió ya no era el mismo. Fue como si le hubieran destrozado el corazón a palos. Cuando entró, era un joven lleno de vida, comprometido, alguien que quizá habría podido hacer del mundo un lugar mejor; cuando salió, era un matón más salido de la fábrica de matones.

– Una tragedia -dije tratando de sonar convincente. Pero tenía tantos problemas que me costaba concentrarme en los problemas de George Kingsley.

– Sí, una verdadera tragedia. ¿Quieres acabar igual? Dices que quieres ir a la Universidad de Columbia, ¿no? ¿Y qué tal una universidad donde te violan todas las noches?

Estaba tratando de desquiciarme, pero ¿para qué? Ya estaba bastante desquiciado. No era ningún niño duro que necesitara que lo asustaran. Pero sí seguía siendo un listillo.

– Si todo el mundo sabe que violan a los prisioneros más débiles -dije-, ¿por qué nadie hace nada?

– No lo sé -dijo ella-. Quizá puedas preguntárselo a los guardas cuando te encarcelen.

No quería pensar en el dilema que Melford me había planteado sobre las prisiones porque por fin conocía la respuesta. Por fin entendía lo que quería decirme. Entendía por qué tenemos prisiones aunque todo el mundo sabe que no funcionan. Si metemos a la gente que viola las leyes en las academias de criminales es para convertirlos en criminales aún más peligrosos, sanguinarios y enajenados. Sabía por qué Kingsley había entrado siendo una víctima y salió convertido en un verdugo. Las cárceles estaban montadas de aquella forma porque funcionaban, solo que lo hacían de una forma mucho más siniestra de lo que habría creído jamás.