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– ¿Y el dinero? Están buscando un montón de dinero. Quizá también tendríamos que investigar eso.

Él meneó la cabeza.

– Olvídate del dinero. Es un callejón sin salida. Concentrémonos en el cuerpo.

– ¿Y cómo lo vamos a hacer?

– Lo primero es registrarlo. Quién sabe. A lo mejor se han dejado algún tipo de identificación encima. Seguramente no, ya lo sé, pero vale la pena comprobarlo.

– Claro -dije yo-. Andar toqueteando un cuerpo en busca de una cartera parece una idea genial. Pero, y perdona que sea tan obtuso, ¿primero no tendríamos que saber dónde están los cuerpos?

– Resulta, amigo mío, que tengo una idea bastante aproximada de dónde han ido a parar. ¿No notas ese olor tan espantoso del parque de caravanas? ¿Sabes qué es?

– ¿El olor de las caravanas? No, no sé.

– Es una granja de cerdos, Lemuel. La localidad de Meadowbrook Grove consiste básicamente en ese parque de caravanas, que consigue la mayor parte de sus ingresos con las multas por exceso de velocidad. Y detrás está esa pequeña granja industrial donde crían cerdos. La cría intensiva de animales genera una gran cantidad de desechos, y esos desechos tienen que ir a parar a algún sitio. El olor del parque de caravanas viene de la laguna de desechos, un pozo horrible y muy dañino para el entorno, lleno de orines, mierda y restos de cerdo. Y resulta que también es el único sitio que se me ocurre para esconder cadáveres. Así que allí es donde vamos.

– O sea, que entramos como si nada en una propiedad privada y nos ponemos a escarbar en la mierda sin que nadie nos diga nada. ¿Es eso?

– No habrá nadie. No hay ningún viejo señor MacDonald. No oiremos ningún oink oink por aquí y por allá. Lo más brillante y perverso de todo esto es que prácticamente no necesita mantenimiento. Basta con que una persona se pase una vez al día para asegurarse de que los cerdos tienen comida.

– ¿Y cómo sabes que el tipo que les da de comer no estará allí?

Melford encogió los hombros.

– Porque le maté ayer.

Aspiré con fuerza. Sentí una dolorosa sacudida al comprender.

– ¿Por eso mataste a Cabrón? ¿Porque trabajaba en una granja de cerdos?

– Relájate. No soy tan arbitrario. Eso no tuvo nada que ver. La mayoría de personas que trabajan en esos sitios me dan pena, las explotan a ellas tanto como a los animales. Tienen salarios muy bajos y la gente que les paga no se preocupa ni por su salud ni por su segundad. Son víctimas. Los propietarios merecen morir, los trabajadores no. No, eso fue una coincidencia. -Hizo una pausa, con gesto pensativo-. Más o menos.

Melford abandonó la calle principal y salió a la parte posterior del parque de caravanas, y luego giró hacia la derecha por un camino de tierra en el que no habría reparado ni aunque hubiera pasado por allí mil veces. Discurría entre una zona tupida de pinos, arbustos caprichosos y roca blanca. Seguimos el camino durante kilómetro y medio más o menos. El fuerte hedor del sulfuro y el amoníaco era cada vez más intenso, tanto que me sentía como si alguien hubiera hecho un punzón para romper el hielo con malos olores y me lo estuviera clavando en las sienes.

Llegamos a una verja. Melford detuvo el coche, se apeó y se sacó una llave del bolsillo, que utilizó para abrir un candado. Cuando volvió al vehículo, seguía sonriendo.

– ¿De dónde has sacado la llave? -pregunté.

– Tengo mis métodos.

Continuamos avanzando y, después de seguir un rato por un tramo del camino bordeado por pinos, salimos a un claro. Delante había un edificio enorme sin ventanas y de aspecto endeble. Tendría una altura de unos dos pisos y parecía hecho con láminas de aluminio. Aquello recordaba vagamente un almacén, un almacén de pesadilla, aislado en un claro. O una cárcel.

Aparcó detrás de unos pinos para que el coche no se viera si por casualidad alguien pasaba por allí -mejor asegurarnos que tener que lamentarnos después, explicó-, nos apeamos y empezamos a caminar hacia el edificio. En el coche ya me había parecido que olía mal, pero había empezado a acostumbrarme. Ahora el olor era cada vez más fuerte y horrible. Como un peso físico en el ambiente. Adentrarnos en él era como caminar contra un túnel aerodinámico. ¿Cómo podía trabajar nadie allí? ¿Cómo podía vivir nadie por la zona? Y los cerdos… no, mejor no pensar en eso. Tenía cosas más importantes de que preocuparme y estaba decidido a que la obsesión de Melford no se convirtiera en mi obsesión.

En la parte de atrás de la nave, la hierba y la maleza desaparecían, sustituidas por una tierra gruesa y negra de la que brotaban briznas de hierba de forma intermitente, hasta el borde de la laguna, un borde tan abrupto que pensé que no solo era obra del hombre, sino que seguramente estaba recubierto de hormigón. Era más pequeño de lo que había imaginado, porque la palabra «laguna» sugiere abundancia tropical, vegetación exuberante, cataratas, bandadas de estridentes aves que levantan el vuelo. Lo de laguna de desechos resultó ser un eufemismo, y cuando en un eufemismo utilizas la palabra «desechos», mal vamos. Lo que tenía ante mí no era una laguna, sino un pozo, el pozo más espantoso que podía imaginar, de unos noventa metros de diámetro tal vez. Alrededor no crecía nada, salvo algunas malas hierbas de aspecto astroso y, la excepción milagrosa, un mangle solitario cuyas raíces retorcidas entraban y salían de la tierra y se sumergían en la laguna.

Pensé que al acercarnos los zapatos se me mancharían de fango, pero la tierra estaba tan seca y grumosa como un paisaje lunar. Sin embargo, a cada paso, el olor era más fuerte, imposible y exponencialmente más fuerte. Para mi sorpresa, aquel tufo parecía alterar las facultades físicas. La cabeza se me iba, mi paso era inestable. Extendí las manos para mantener el equilibrio.





No quitaba el ojo de la laguna, como si esperara que saliera un monstruo y nos devorara. Al principio pensé que era por efecto de la luz, pero no, la laguna no se veía oscura porque hubiera sombra, es que era marrón. Estaba ante un estanque de un fango viscoso que enviaba pesadas ondas contra la orilla resbaladiza. Un estanque es a una laguna de desechos, pensé creando una analogía como las de los exámenes de acceso, lo que el humano es al zombie.

Un halo bullicioso de insectos se cernía sobre nuestras cabezas zumbando como una amenaza mutante.

Melford se detuvo en el exterior del perímetro, señalado por una serie de varas metálicas unidas entre sí por una cinta fosforescente de plástico que aleteaba débilmente bajo la brisa.

– Seguramente están ahí -dijo señalando el estanque.

– Vaya, ¿así que esto es la laguna de desechos?

Melford asintió.

– ¿Y eso es mierda y pis de cerdo?

Melford volvió a asentir.

– ¿Son todas igual de asquerosas?

– Seguramente. Nunca había visto ninguna de cerca.

Me lo quedé mirando.

– ¿Nunca habías visto una?

– Nunca. Es peor de lo que pensaba. Más grande. Más impenetrable.

– Parece un buen sitio para esconder un cadáver -dije-. ¿Cómo los vamos a encontrar?

Melford se encogió de hombros.

– No lo haremos. Era una idea estúpida.

– Siento lo de la laguna -dijo Melford-. Me pareció buena idea.

Yo me encogí de hombros, sin saber muy bien qué se supone que dice uno cuando un asesino reflexivo se disculpa porque su plan para exhumar el cadáver de la única persona a la que él no ha matado acaba tan mal.

Al acercarnos al extremo más alejado de la nave vimos dos grandes puertas dobles, imponentes y macizas en comparación con el resto del edificio, que visto de cerca parecía de latón. Un enorme candado mantenía las puertas unidas.

– Próxima parada -dijo Melford. Sacó un juego de ganzúas y abrió la cerradura.

– ¿De dónde sacas esas llaves?

Él meneó la cabeza sin levantar la vista de la cerradura.

– Lemuel, Lemuel, Lemuel. ¿Es que aún no sabes que Melford es un hombre que hace cosas asombrosas? Todas las puertas ceden ante Melford.