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Entretanto, él debía encontrar a alguien, y pronto, porque si la producción paraba, iban a tener problemas. Él sabía más o menos cómo se hacía, pero no pensaba arriesgarse a que aquel gas le saltara en la cara. Así que, mientras encontraban a alguien que supiera prepararlo, seguirían como hasta entonces. Buena parte del trabajo de distribución pasaba por los chicos de las enciclopedias -esos dos idiotas que el Jugador siempre llevaba con él-, así que por ahí no habría problema. Como siempre. Venían a la localidad una vez al mes, pasaban por el vecindario, contactaban con los distribuidores. Todo correcto y limpito. Los polis no se paraban a mirarlos dos veces.

Ellos no eran el problema. El problema era el producto extracurricular del que B. B. y el Jugador no sabían nada. El negocio había ido creciendo, y Doe había empezado a moverse al margen de la tapadera de los vendedores de enciclopedias. Ahora tenían otros distribuidores y, si no les daba lo que querían, se quejarían. Y si sus compradores adictos no teman lo que querían, harían mucho más que quejarse. Causarían problemas, entrarían por la fuerza en las casas y atracarían las tiendas y a las viejecitas en la calle para conseguir sus diez jodidos dólares para una dosis. Harían que les arrestaran y cuando estuvieran en la mesa de interrogatorios con la poli, esos gilipollas, demasiado estúpidos para llamar a un abogado, hablarían.

Doe condujo hasta la granja y aparcó en la parte de atrás. Estaba solo, seguro, pero aun así miró con atención a su alrededor. No vio más que los pinos, las ondas de la superficie de la laguna, unas garzas que pasaban por el cielo y un trío de patos, de los feos, con protuberancias rojas en el pico. Una rana enorme, casi del tamaño de un plato, estaba sentada con aire triste en su camino. Era bajita y chata, y estaba despatarrada, como si su peso fuera un terrible error. Doe calculó la distancia hasta la laguna. Quizá, solo quizá, podría lanzarla hasta allí de una patada y ver cómo aterrizaba en aquella muerte mierdosa. Pero no lo hizo. Dejar que viviera ya era suficiente castigo.

Mitch había diseñado la puerta del laboratorio de forma que fuera prácticamente invisible desde fuera. Solo se veían unas tablillas en el exterior de metal corrugado de la nave. Doe introdujo los dedos y abrió el cerrojo interior. La puerta se abrió y notó una bofetada de aire frío. Aquello siempre le hacía pestañear. Siempre. Como si aquel aire pudiera llevar la nube tóxica que mató a Mitch. No, solo era el aire acondicionado, que estaba muy fuerte. La parte de los cerdos la mantenía refrigerada lo justo para que no se murieran, pero en el laboratorio se estaba fresquito. Si la temperatura pasaba de dieciocho grados, las alarmas saltaban. Doe tenía un receptor en su casa, en el coche y en la oficina. Era lo mejor, habida cuenta de lo que tenían allí. Si la temperatura subía demasiado, todo el lugar se convertiría en un hongo tóxico. Por eso lo mantenía siempre por debajo de los dieciocho grados.

Dios, detestaba aquel sitio y lo evitaba cuanto podía. Con Cabrón era fácil. Aquel mierda era bueno en su trabajo, siempre se aseguró de que todo fuera como la seda y sabía preparar la mercancía. Lo cual significaba que él podía limitarse a hacer solo alguna que otra visita ocasional. Ya podía ir despidiéndose por un tiempo. Mientras no tuvieran un nuevo responsable y sintiera que podía confiar en él, prácticamente tendría que instalarse allí.

Aparte del frescor, lo primero que llamaba la atención era el olor. Un buen truco, si tenemos en cuenta que acababa de pasar junto a la laguna de desechos. Pero para eso estaba la laguna, para disimular aquel olor acre y nauseabundo, como a pis de gato, que se te metía hasta el cerebro desde el momento en que cruzabas la puerta. Doe cogió una mascarilla que había colgada cerca de la puerta, de las que usan los que trabajan con amianto. Ayudó un poco, pero aún notaba el olor, y oía el gemido bajo y patético de los cerdos.

El material necesario para la preparación del speed estaba por todas partes… garrafas de combustible, fluido acelerador, amoníaco, yodo, lejía, desatascador de tuberías, propano, éter, aguarrás, freón, cloroformo y botes de ácido clorhídrico; en resumen, había más dibujos de calaveras que en un escondite de piratas. Había cajas abiertas de medicamentos para el resfriado y el asma, que compraban a montones en México. En un rincón se amontonaban cientos de cajetillas de cerillas vacías y por el suelo había miles, puede que millones, de palitos cuyo fósforo rojo Cabrón rascaría durante horas en un cuenco para las mezclas mientras escuchaba a Molly Hatchet. Se suponía que de vez en cuando tenía que destruir parte de aquellos desechos, sacarlos fuera y quemarlos. No podían arriesgarse a tirarlos, claro, pero por lo visto últimamente Cabrón se había vuelto un poco dejado. Y aquella dejadez indicaba que habría sido dejado con otras cosas. Un pensamiento de lo más perturbador.

Doe rodeó una larga mesa de madera donde había tres bandejas, media docena de cafeteras y una enorme caja volcada de sal de roca. Evitó el hoyo -un agujero de unos tres metros de diámetro y puede que dos de hondo, excavado directamente en la tierra- donde echaban la lejía y el ácido que utilizaban. Y luego pasó ante la enorme y vieja máquina de hielo. El proceso de congelación exigía gran cantidad de hielo, y Doe había decidido que parecería sospechoso si seguían comprándolo ellos. Había oído decir que en California, donde la policía ya estaba en guardia con el speed, habían pillado a dos tipos simplemente porque compraron un pack de doce de cervezas y veinte bolsas de hielo para acompañar. Un policía muy astuto presenció la transacción y supuso que se llevaban algo entre manos, y los siguió hasta su laboratorio. Por eso Doe había comprado fuera del estado aquella máquina de segunda mano. Otra razón por la que él aguantaría en el negocio mientras los demás iban cayendo.





Detrás de la máquina de hielo, que Doe apartó, encontró el lugar sobre la tabla de conglomerado que cubría la pared. Tras un empujón, la cubierta se abrió y dejó al descubierto la caja de seguridad. Dos pensamientos se le pasaron por la cabeza. El uno era que el dinero estaría allí, que Cabrón lo había estado guardando en la caja fuerte, por mucho que se supusiera que no debían tener juntos el dinero en efectivo y el material. El otro era que la caja estaría vacía. Ninguno de los dos resultó ser correcto.

En la caja encontró una bolsa marrón de Publix llena de docenas de bolsitas de plástico con un polvo amarillo. En conjunto, alrededor de unos cuatrocientos gramos de metadrina diluida. Sin contar los gastos generales, preparar aquello había costado unos doscientos dólares. Y lo vendería por cerca de cinco mil.

Doe hizo otro rápido repaso. Quería asegurarse de que no había nada en marcha, nada caliente, nada a medias cuando mataron a Cabrón.

Ese era el problema con aquello. Era oro, todo beneficios, y a los policías les daba igual. Pero te podía explotar en las narices. La preparación consistía en empapar medicamentos de farmacia en productos químicos tóxicos y reducir la efedrina; y el proceso requería y generaba unos desechos tan potentes que podrías hacer una guerra con ellos. Había oído montones de historias: los laboratorios estallaban y los que preparaban la droga aparecían muertos, o peor que muertos, por las quemaduras del ácido y la lejía, con los pulmones llenos de unos productos que hacían que morir de un tiro fuera una bendición.

Todo parecía apagado, frío y no explosivo, no se veían reacciones químicas por ningún lado, ni humo, ni olía a quemado, ni se oía el siseo de algún producto. Doe salió, salió rápidamente, apagó la luz y no se quitó la mascarilla hasta que estuvo fuera y pudo respirar el hedor puro de la laguna.

Ya en su camioneta, supuso que en unas horas lo tendría todo arreglado. Iría a Jacksonville y entregaría el producto a los distribuidores. En un par de sitios tendría que recoger unos contenedores de orina. Fue Mitch, el idiota de Mitch, el que descubrió que los adictos no procesan bien la metadrina y que su orina podía reciclarse. Hasta entonces habían dado un trato preferente a los que suministraban una cantidad importante de aquello, y tenía su gracia conseguir que la gente se enganchara y luego recoger su orina para que siguieran enganchados.