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Era mejor dejar que sonara, pero tenía responsabilidades para con la comunidad, así que cogió el auricular.

– Policía de Meadowbrook Grove.

– Quería hablar con el jefe Doe. Soy el oficial Álvarez, de la patrulla de carreteras de Florida.

– Doe al habla.

Con un nombre como Álvarez, Doe habría esperado que tuviera acento o algo, pero el tipo hablaba el inglés bastante bien.

– Sí, mire, estábamos investigando el informe que hizo. Hemos hablado con la mujer en cuestión y dice que la dejó marchar con un aviso y nada más.

– ¿Cómo? -Doe bajó las piernas demasiado deprisa y tuvo que controlarse para no gritar al teléfono.

– Sí, dice que la hizo detenerse, que le entregó un aviso y la dejó marchar.

¿Cuándo coño había dejado él marcharse a nadie con un aviso? Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero se contuvo.

– ¿Y ya está?

– Bueno, parece que uno de los dos no dice la verdad.

– Eh, un momento -empezó a decir Doe, y entonces sonó el otro teléfono. El dolor en las pelotas, el timbrazo de la otra línea. Iba a volverse loco.

– No, ni un momento ni nada -dijo el otro-. Uno de los dos no ha dicho la verdad. Si quiere podemos abrir una investigación, o dejar las cosas como están. ¿Qué quiere que hagamos?

¿Cómo podía saber lo que quería con aquel dolor de huevos y el otro teléfono sonando? Ya había sonado una docena de veces. ¿Quién sería para insistir tanto?

Pero la cuestión era que la mujer no había querido presentar cargos. Lo que quizá significaba que se estaba guardando la munición para el reportaje. No, no podía ser. Ella misma había negado ante la policía del estado que se hubiera producido ningún incidente. Si ahora presentaba una alegación pública sería como reconocer que había mentido. No, tendría la boca cerrada.

– Entonces, déjelo -dijo Doe.

– ¿Está seguro, jefe? Tengo entendido que un agente de la ley ha sido agredido.

– Ya me ha oído, señor. -Doe supuso que ya había acabado con aquel imbécil, así que colgó golpeando con el dedo la luz de la otra línea, que no dejaba de parpadear-. Policía de Meadowbrook Grove. ¿Qué coño pasa?

Un sollozo, luego una pausa.

– Jim?… Jim, ¿eres tú?… Oh, Dios, Jim.

La voz sonaba rota y confusa, llorosa. Un accidente de coche tal vez. Si se producía en los límites del municipio, era asunto suyo, y eso siempre era un fastidio. Quizá tendría que comprar una grúa y montarse un lucrativo servicio de remolque, así al menos los accidentes le permitirían ganar unos dólares. O, mejor, remolcar los coches hasta los límites del municipio y dejar que el condado se ocupara.

Y entonces reconoció la voz: Laurel Vieland. Mierda, hacía cinco o seis años que no hablaba con ella, desde que se mudó a Tallahassee. Pero su hija… eso ya era otra cosa. Antes de que se aficionara al speed, Karen estaba muy bien. Y si en aquella época no había querido que lo dejaran, ahora menos. Nada de inhibiciones.

Laurel y Karen eran el único dúo madre-hija que se había tirado. No a la vez, claro… y desde luego ahora tampoco lo haría. Pero ya era algo. Y Karen tenía una hija. La cría vivía en el norte, con el padre, y Doe sabía que el padre no quería que viera a su madre desde que se le fue la olla por culpa del speed hacía un par de años. Pero algún día habría una reunión familiar. Cuando tuviera trece o catorce años, la niña volvería a casa, a Meadowbrook Grove, y Doe ejercería su magia con ella. Y entonces se habría tirado a tres generaciones de una misma familia. No conocía a nadie que pudiera decir lo mismo.

– Laurel, ¿eres tú, cielo?





Más sollozos.

– Jim. Están muertos. -Sonó como el suspiro de un fantasma-. Cabrón y Karen. Están muertos.

– Jesús -dijo él-. ¿Dónde ha sido el accidente?

– No, no es eso.

Más lagrimitas. Lágrimas, lágrimas, lágrimas. Joder, escúpelo de una vez. Esas cosas no se dicen, claro, porque la gente se ofende, incluso si eso era lo que necesitaban. Incluso si en el fondo es lo que querían, no podías decirlo.

Doe ya estaba pensando en el dinero. Y puede que un poco en Karen, pero sobre todo pensaba en el dinero. Cabrón había vuelto a su caravana. No podía creer que le estuviera pisando a Karen. Él lo sabía, sabía que Doe se la tiraba, y aun así se había metido de por medio. Esa noche lo había visto por sí mismo. Karen había visto que los vigilaba, como él quería. Quería que supiera que tenía un problema. Y entonces aquel estúpido crío de las enciclopedias entró y Karen lo retuvo todo el tiempo que pudo, como si eso pudiera impedir que intentara algo.

Pero nada de eso importaba tanto como el hecho de que Cabrón acababa de volver con la recaudación, y que debía de tener cerca de cuarenta mil dólares para entregarle. Eso es mucho dinero pero, si realmente estaba muerto, ¿sería capaz de encontrarlo? ¿Y si lo llevaba en el coche con él y había quedado desparramado por todas partes? ¿Y si lo había escondido?

Doe trató de tranquilizarse. A lo mejor no estaba muerto. A lo mejor solo se estaba muriendo. Estúpida Laurel. Seguro que no estaba muerto. Moribundo tal vez, pero no muerto. Si consiguiera llegar a tiempo… se arrodillaría junto a él, Cabrón le pondría un brazo ensangrentado en el hombro para que se acercara y le susurraría sus últimas palabras: «Está en el cobertizo de las herramientas». O lo que fuera. Bueno, en el cobertizo de las herramientas no, porque no tenía.

Apretó los dientes y movió la mandíbula adelante y atrás, como una sierra para metales.

– ¿Dónde ha sido el accidente, Laurel? Iré enseguida. -Y se terminó lo que quedaba de la botella.

Más sollozos. Sollozos y más sollozos aderezados por una especie de sacudidas, luego unos pocos gemidos. Y más sollozos. El cable del teléfono era lo bastante largo para permitirle llegar hasta la nevera, así que cogió otra botella de Yoo-hoo. Bebió un poco y, sujetando el auricular entre el hombro y la oreja, echó con un embudo unos cuatro tragos de bourbon. Volvió a sentarse y puso los pies en alto.

– No ha sido un accidente -dijo por fin la mujer-. En la caravana de Karen. Les han disparado.

Doe se levantó de un brinco. Aquel movimiento tan brusco fue un terrible error. Notó una sacudida de dolor.

– ¿Estás ahí ahora?

– Sí -dijo ella.

– Quédate donde estás y no llames a nadie.

Colgó el auricular con un golpe y derribó la botella de Yoo-hoo, empapando con el líquido marrón la mesa y sus pantalones. Ahora tendría que ponerse el uniforme… y apretar sus pelotas. Aquella semana estaba resultando un auténtico desastre.

El coche patrulla se metió en el pequeño camino de acceso a la caravana de Karen, iluminando con los faros a Laurel, que estaba allí con los ojos hinchados y las manos sobre la boca. Doe apagó las luces de forma instantánea. Normalmente le encantaba llevar las sirenas encendidas, que todos supieran quién ponía las normas allí, pero aquella vez algo le decía que era mejor no llamar la atención. Cabrón estaba muerto y habían desaparecido cuarenta mil dólares.

Solo había dado un par de pasos cuando Laurel se abalanzó sobre él y lo abrazó. Sollozaba, como un rato antes al teléfono, solo que ahora Doe notaba sus lágrimas en el cuello y se sintió obligado a ponerle el brazo en la espalda, todo hueso y carne, como arcilla húmeda envuelta en tela. Y pensar que se había tirado a aquella mujer cuando era una señora madurita y excitante… Ahora era vieja, nada más, tenía unos cincuenta y cinco años, y seguía vistiéndose como una puta, aunque todo el mundo veía que tenías las tetas como salamis sobre el mostrador de un delicatessen.

– Vamos, nena -dijo-. Dime qué ha pasado.

Doe sabía que aquello era lo que tocaba, así que las lágrimas y los sollozos no le alteraron demasiado. Finalmente, la mujer se serenó lo bastante para hablar.

– El molde para el horno. Para Acción de Gracias le dejé mi molde para el horno. Y este fin de semana tengo invitados.