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Bebí un poco más de vino y me recliné en el asiento. No había podido comerme más que la mitad de aquel excelente chuletón.

Hice un ademán con el vaso de vino en la mano.

– Todo el asunto de los cargueros y las esclusas parece ser algo aparte. Ni siquiera me habría interesado en ello si no hubiera parecido tener relación con lo que le sucedió a mi primo.

Acabé el vino y me serví otro vaso. A ese paso, iba a acabar medio trompa; después del día que había tenido, me apetecía. Ferrant pidió otra botella.

– Ahora mismo tengo un par de problemas. Uno es que, aunque la propia Jea

El camarero se llevó mi plato con una mirada desdeñosa al filete sin terminar mientras el encargado del vino nos abría la segunda botella de St. Émilion. Como muchos hombres sumamente delgados, Ferrant comía muchísimo. Se tomó un chuletón de dieciséis onzas mientras hablábamos, junto con unas ostras a la florentina, las patatas especiales Filigree y un plato de tomates. Pidió tarta de queso y chocolate; yo pasé de postre y tomé un poco más de vino.

– Lo único de lo que podría acusar a Grafalk es de asesinar a Phillips.

Ferrant se enderezó en su silla.

– ¡Vamos, Vic! ¿Grafalk, asesinar a Phillips?

– Se le vio vivo por última vez el domingo a la una. La policía piensa que cayó a las bodegas y se ahogó hacia las ocho de la mañana como muy tarde. Así que, entre la una y las ocho, alguien le golpeó en la cabeza y le echó a un carguero de los Grandes Lagos. La policía tiene a un guardia de servicio a la entrada del puerto. No entra mucha gente en el puerto a esas horas y tienen una lista de las personas que han entrado. Estoy segura de que deben de haber revisado a fondo los coches de esas personas. Si alguna de ellas hubiera llevado el cuerpo de Phillips al puerto, le habrían detenido. Pero no han hecho ningún arresto.

– Puede que lo llevase a bordo en una bolsa de plástico y el coche no se manchase de sangre… ¿Estuvo Grafalk en el puerto aquella noche?

– No fue conduciendo.

– ¿Y cómo iba a ir? ¿Volando?

– No creo. Un helicóptero haría mucho ruido…

– ¿Entonces cómo pudo ir allí?

– Por Dios, Roger, me avergüenzo de usted. Viene del paísisla famoso por sus cuatro centurias de proezas navales. Tendría que ser lo primero que se le viniese a la cabeza.

Alzó las cejas.

– ¿Por barco? Debe estar de broma. -Se quedó pensándolo-. Supongo que pudo hacerlo. ¿Pero puede usted demostrarlo?

– No lo sé. Las pruebas son circunstanciales. Va a ser difícil convencer a la gente. Usted, por ejemplo. ¿Ve usted a Grafalk como criminal?

Sonrió a medias.

– No lo sé. Estuvimos viendo las cuentas de Grafalk esta tarde… y aun así, no es lo mismo meter a una persona en un carguero para que muera… ¿Qué hay de Bledsoe?

Negué con la cabeza.

– Bledsoe estaba en el Soo y su avión estaba en Chicago. No sólo eso; alguien había mandado aquí su avión para implicarlo en otro asesinato.

Me preguntaba qué harían los camareros si me acurrucaba en los blandos cojines de felpa y me dormía. Bostecé.

– Si no puedo convercerle a usted, que ha visto las pruebas financieras, sé que nunca podré convencer a la poli de que manden una orden judicial. Ir a registrar el yate de un hombre muy rico es un paso difícil de dar. Tienen que estar convencidos de verdad antes de dar un paso semejante.

Me recliné hacia atrás en mi asiento y cerré los ojos, sujetando aún el vaso de vino.

– No puede escapar como si tal cosa -murmuré para mí. Pero me parecía que sí iba a poder. Incluso aunque volase el Lucelia, porque nadie sabe de dónde provenían las cargas de profundidad. Si tuviese alguna prueba, alguien que hubiese visto a Grafalk y a Phillips en el barco el domingo por la mañana… o unas manchas de sangre en la cubierta del yate de Grafalk…



Abrí los ojos y miré a Ferrant.

– Necesito una prueba. Y las circunstancias no van a estar siempre a su favor. No puede ser. Aunque sea tan rico como Rockefeller.

Tras esta dramática declaración, me levanté de la mesa y caminé hacia la puerta con cuidada dignidad. El maitre d'hótel me echó una mirada desdeñosa. Las mujeres no sólo son incapaces de apreciar las grandes cosechas; además, se las beben a grandes tragos y se ponen repugnantemente borrachas.

– Gracias, buen hombre -le dije mientras sujetaba la puerta para que saliese-. Su desprecio por las mujeres le proporcionará más placer que cualquier miserable propina que yo pueda darle. Buenas noches.

En el vestíbulo del hotel había un teléfono público. Me acerqué a él, sorteando con cuidado las columnas griegas distribuidas aquí y allá, e intenté llamar a la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos. La operadora y yo tuvimos nuestros más y nuestros menos hasta que conseguí hacerle entender lo que quería y me encontró el número. El teléfono sonó unas veinte veces, pero no contestó nadie. Un viejo reloj que estaba sobre la puerta de entrada mostraba que ya era cerca de la medianoche.

Ferrant se encontraba por allí cerca sujetándome el bolso, que me había dejado en la mesa.

– ¿Quién defiende el país a medianoche? -le pregunté mientras recogía mi bolso-. Si nadie contesta al teléfono, ¿cómo van a saber si nos atacan los rusos?

Ferrant me cogió por el brazo.

– ¿Sabe, Vic? Creo que debería esperar hasta mañana para conseguir su prueba.

– Si espero hasta mañana, él escapará -protesté terca-. ¡Pídame un taxi! -le chillé al portero.

– ¿A dónde va? -preguntó Ferrant.

– A mi coche. Y luego, al yate de Grafalk. Voy a por las pruebas.

El portero nos miraba dudando.

– ¿Me está buscando el taxi? -le dije. Él se encogió de hombros y salió con su silbato.

Ferrant me siguió a la fría noche. Seguía tratando de mantener agarrado mi brazo y yo intentando apartarle. Cuando llegó el taxi, me metí dentro y le dije al taxista que me llevase a mi coche.

– Sí, bueno, ¿y dónde está su coche?

– En el garaje -musité, y me dormí.

27

Cuando me desperté, me zumbaba la cabeza y me sentía fatal. La luz del sol entraba por una ventana y me cegaba. Aquello no tenía sentido; duermo con las cortinas echadas. Alguien debía de haberse colado en mi casa mientras dormía y había abierto las cortinas.

Sujetándome la cabeza con una mano, me senté. Estaba en un sofá, en una habitación desconocida. Mis zapatos, mi bolso y mi chaqueta se hallaban en una mesilla junto a mí con una nota.

Vic

No pude conseguir que se mantuviese despierta el tiempo suficiente como para que me dijese su dirección, así que me la he traído al Hancock. Espero que se encuentre a gusto.

R. F.

Fui dando tumbos por la habitación hasta salir a un pasillo enmoquetado, buscando el baño. Me tomé cuatro aspirinas de un bote que encontré en el botiquín y me preparé un baño caliente en la larga bañera amarilla. No encontré paños en los estantes, así que mojé una toalla de manos y me la enrollé en la cabeza. Después de media hora en el agua, empecé a sentirme más como si fuese yo misma y no una alfombra tras una limpieza primaveral. No podía creer que me hubiera emborrachado tanto con una sola botella de vino. Debieron ser dos.

Me envolví en una bata que encontré detrás de la puerta del cuarto de baño y salí por el pasillo a buscar la cocina, pequeña pero bien equipada, con sus cromados y blancas superficies brillando. Un reloj colgaba de la pared junto al frigorífico. Cuando vi la hora, acerqué la cara para ver si estaba funcionando. Las doce y media. No me extrañaba que Ferrant se hubiese marchado.