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Yo seguía de pie.

– Creo que es mejor que sigamos esta conversación a solas. ¿Podemos ir a alguna otra habitación, señora Phillips?

– ¿De qué está usted hablando? Clayton tenía un buen sueldo en la Compañía Eudora. Cuando le hicieron directivo hace cinco años, él y Jea

– Está bien, mamá -Jea

Paige nos obsequió con su sonrisa triangular.

– Sé algo -levantó sus esbeltos hombros-. Pero ¿quién soy yo para tirar la primera piedra? -recogió un jersey que estaba en la mesa, junto a ella-. Mejor será que hables con Vic, Jea

– No, querida, no hace falta -dijo la madre de Jea

Me quedé mirándolas confundida. Al principio había pensado que Paige podía haber conocido a Jea

– ¿De qué conoce a Paige? -pregunté.

Jea

– ¿Que de qué la conozco? ¡Es mi hermana! ¿Por qué no iba a conocerla?

– ¡Su hermana! -parecíamos un par de loros chiflados-. Ya entiendo. Hermanas. -La verdad es que no entendía nada. Me senté-. ¿Fue usted la que la llevó a la fiesta en que conoció a mi primo?

Pareció sorprendida.

– ¿De qué fiesta habla?

– No sé quién la dio. Probablemente, Guy Odinflute. Vive cerca de aquí, ¿no es verdad? Niels Grafalk estaba interesado en comprar unas acciones de los Halcones Negros. Mi primo fue con algunos de los otros jugadores. Paige estaba allí y conoció a mi primo. Quiero saber quién la llevó.

Jea

– Aquella fiesta. No, nosotros no fuimos.

– ¿Pero estaban invitados?

– Puede que el señor Odinflute nos lo dijera… Nos invitaron a muchas fiestas estas Navidades. Si quiere saber con quién fue Paige, creo que debería preguntárselo a ella.

La miré fijamente; lo sabía, pero no me lo iba a decir. Me concentré en el asunto del dinero.

– Hábleme de las facturas, Jea

– No sé de qué está hablando.

– Desde luego que sí. Acaba de decir que él le prometió que nadie se enteraría. Les llamé para hablar de ello el sábado por la noche. Contestó su hijo Paul. ¿Qué es lo que su marido hizo a continuación?

Soltó unas cuantas lágrimas más, pero al final resultó que no lo sabía. Habían vuelto tarde. Paul dejé el mensaje junto al teléfono de la cocina. Cuando Clayton lo vio, se fue a su estudio y cerró la puerta. Hizo una llamada telefónica y se marchó unos minutos más tarde. No, en el Alfa no. ¿Le había recogido alguien? No lo sabía. Estaba muy alterado y le había dicho que le dejase en paz. Era sobre la una y media de la madrugada del domingo cuando se marchó. Fue la última vez que le había visto.

– Hábleme ahora de las facturas, Jea

Ella no contestó.

– La gente le hacía ofertas para los cargamentos de la Eudora y él anotaba las órdenes a un precio y las facturaba a otro. ¿No es eso?



Se puso a llorar de nuevo.

– No lo sé, no lo sé.

– No sabe cómo lo hacía, pero sabe que lo hacía, ¿verdad?

– No se lo preguntaba, mientras pudiese pagar las cuentas -sollozaba cada vez más fuerte.

Yo estaba empezando a perder la paciencia.

– ¿Sabe cuál era el sueldo de su marido?

– Claro que sabía lo que ganaba Clayton -sus lágrimas se detuvieron el tiempo suficiente como para que se me quedase mirando.

– Claro que lo sabía. Y sabía que noventa y dos mil dólares, aunque esté bien, comparado con lo que tenían las otras chicas de Park Forest South High, o de donde demonios fuese, no era bastante para pagar el barco. Y esta casa. Y la ropa de firma. Y el colegio. Y los coches caros. Y las camisetas de Izod que lleva la pequeña Terri. Las mensualidades del Club Náutico. Por cierto, sólo por curiosidad, ¿cuánto vale el Club Náutico al año? Yo diría que unos veinticinco mil.

– ¡Usted no entiende nada! -se enderezó y me miró con ojos orgullosos y airados-. No sabe lo que es tener que aguantar que todas las demás chicas tengan todo lo que quieren y que una tenga que seguir con la ropa del año pasado.

Eso me sonó fatal.

– Tiene razón; no lo sé. En mi colegio la mayoría de las chicas teníamos un par de vestidos cuando empezábamos y aún los llevábamos al graduarnos. Park Forest South es un poco más fino que el sur de Chicago… pero no mucho.

– ¡Park Forest South! Mi madre se mudó allí más tarde. Nosotras crecimos aquí, en Lake Bluff. Teníamos caballos. Mi padre tenía un barco. Vivíamos cerca de aquí. Luego él lo perdió todo. Todo. Yo estaba en primero de la universidad. Paige sólo tenía ocho años. Ella es demasiado joven para acordarse de la humillación. El modo en que la gente nos miraba en la escuela. Mamá vendió la plata. Sus propias joyas. Pero no sirvió de nada. Mi padre se suicidó disparándose un tiro y nos mudamos. Mi madre no podía soportar la piedad que la gente como la vieja señora Grafalk nos dispensaba en el club de campo. Y yo tuve que ir a Roosevelt en lugar de ir a Northwestern.

– Así que decidió usted venirse a vivir aquí, costara lo que costase. ¿Y su marido? ¿También es un exiliado de Lake Bluff que volvió?

– Clayton vino de Toledo. La Compañía Eudora le trajo aquí cuando tenía veinticinco años. Alquiló un apartamento en Park Forest y allí nos conocimos.

– Y usted pensó que tenía posibilidades, que podía abrirse camino para usted. ¿Cuándo descubrió que eso no iba a ocurrir?

– Cuando nació Terri. Seguíamos viviendo en aquella casa cochambrosa de tres dormitorios -estaba chillando-. Terri y A

– ¿Qué sabía, Jea

Recuperó en parte su control.

– Sabía cómo conseguir que la ayudasen otros -dijo tranquilamente.

– Ya. Y no quería que Paige la vistiera. Así que presionó usted a su marido para que trajese más dinero a casa. Él sabía que nunca iba a tener bastante si se limitaba a manejarse con su sueldo. Así que decidió sacarse alguna cosa antes de que llegase a los libros de la Eudora. ¿Manipuló algo más que las facturas?

– No, fueron sólo las facturas. Podía sacar… unos cien mil dólares extra al año con ellas. No… no lo hacía con todas las órdenes de compra, sólo con el diez por ciento más o menos. Y pagaba impuestos sobre ello.

– ¿Impuestos? -repetí incrédula.

– Sí. No queríamos… no queríamos correr los riesgos de una auditoría. Lo llamábamos comisiones. Los de Hacienda no saben cómo es este trabajo. No sabían si podía cobrar comisiones o no.

– Y entonces mi primo lo descubrió. Estaba revisando los papeles para ver lo que tenía que hacer un director regional en una oficina así, y acabó comparando algunas facturas con las órdenes de venta originales.

– Fue terrible -suspiró-. Le amenazó con contárselo a David Argus. Aquello habría significado el fin de… de la carrera de Clayton. Le hubieran echado. Habríamos tenido que vender la casa. Habría sido…

– Ahórremelo -dije, bruscamente. Me latía la sien izquierda-. Había que escoger entre el Club Náutico y la vida de mi primo.

Ella no dijo nada. La agarré por los hombros y la sacudí.