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Los Braves dieron una paliza a los Cubs. Sólo Keith Moreland, golpeando con un porcentaje del 35 por 100, hizo algo que mereciese la pena, mandando la pelota a las manos de un niño muy animado de unos nueve años sentado delante de mí. De todos modos, el día era soleado, aunque frío, la multitud entusiasta y Murray y yo disfrutamos de unos cuantos perritos calientes. Dejé que él bebiese la cerveza; a mí no me gusta.

Mike Silchuck me había hecho una docena de fotos ante la taquilla. Por desgracia, todas mis cicatrices estaban en lugares que no quería airear en pleno Addison, así que tuvieron que contentarse con un aspecto de noble valentía. Murray me hizo preguntas sin parar durante los tres primeros i

En medio del sexto, mientras los Braves hacían cinco carreras, le pregunté a Murray por Mattingly.

– Es un rufiancillo, Vic. ¿Qué quieres saber de él?

– ¿Quién le mató?

Como Mallory, supuso inmediatamente que Mattingly o su esposa-madre-hermanos eran mis clientes. Le conté lo mismo que le había contado a Bobby.

– Además, aunque creo que Boom Boom le odiaba, sentía lástima por la pequeña Elsie. Sé que solía pasarle unos cuantos dólares para estirar su economía doméstica, mientras que Mattingly le escatimaba el dinero porque lo necesitaba para sus deudas de juego.

– ¿Por qué seguía con él? -preguntó Murray irritado.

– Oh, Murray, espabila. ¿Por qué cualquiera sigue con cualquiera? Es una niña, un bebé. No debía tener ni dieciocho años cuando se casó con él, y toda su familia está en Oklahoma… Bueno, no nos metamos en la psicología del matrimonio. Dime sólo si hay pistas en su asesinato.

Sacudió la cabeza.

– Llevaba tres o cuatro días fuera de la ciudad. Elsie no sabe a dónde había ido ni cómo llegó hasta allí, y la policía no ha encontrado a nadie que pueda ayudar. Han interrogado a todo el equipo de hockey, claro, pero, que yo sepa, todos sienten del mismo modo que tu primo.

Así que la conexión con Bledsoe seguía oculta. O al menos, la conexión con su avión.

– ¿Llevaba por casualidad unas botas Arroyo talla doce?

Murray me miró de un modo extraño.

– ¿La huella que había en el apartamento de Boom Boom? No lo sé, pero lo averiguaré.

Me concentré en el partido. A mi héroe, Bill Buckner, le eliminaron. Así es la vida. Me imaginaba lo que sentía.

Después del partido, Murray me acompañó paseando hasta casa para tomar algo más sólido que un perrito caliente. Rebusqué en mi vacía despensa y aparecí con atún, tallarines congelados y aceitunas. Nos bebimos una botella de Barolo y dejamos a un lado la delincuencia durante unas cuantas horas, en las que descubrí la cantidad de ejercicio que mi hombro dislocado era capaz de hacer.

Murray y yo hemos sido rivales en las escenas del crimen, amigos y amantes ocasionales desde hace varios años. Pero, no sé por qué, nuestra relación no acaba de desarrollarse. Puede que nuestra rivalidad en la investigación criminal se meta por medio siempre.

Alrededor de medianoche, el Star le llamó a través de su busca personas y se marchó a ocuparse de un tiroteo de la Mafia en River Forest. Los buscapersonas son uno de los inventos más inútiles del siglo veinte. ¿Qué diferencia hay en que tu oficina te encuentre ahora o una hora más tarde? ¿Por qué no concederte un descanso?



Se lo pregunté a Murray mientras se estiraba la camiseta sobre los rizos cobrizos de su pecho.

– Si no supieran dónde encontrarme, el Sun Times o el Trib me pisarían la información -murmuró a través de la tela.

– Sí -gruñí, tumbándome en la cama-. Los americanos temen que si se desconectan de sus juguetes electrónicos durante cinco minutos van a perdérselo… todo. La vida. Imagina que no hubiera televisión, ni teléfonos, ni buscapersonas, ni ordenadores durante tres minutos. Te morirías. Serías como una ballena varada en la playa.

Me estaba lanzando en una apasionada crítica contra los aparatos de los que dependemos y Murray me tiró una almohada a la cara.

– Hablas demasiado, Vic.

– Eso es lo que le pasó a la chica de Buscando a Mr. Goodbar -me tambaleé desnuda detrás de él hasta el vestíbulo para correr los cerrojos cuando se fuera-. Se lleva al chico a casa y él la ahoga con su propia almohada… Espero que escribas la crónica definitiva sobre la Mafia en Chicago y consigas echarlos de la ciudad.

Cuando Murray se marchó, no pude volver a dormir. Nos habíamos acostado temprano, alrededor de las siete y media, y habíamos dormido un par de horas. En aquel momento sentía los cabos sueltos dándome vueltas en la cabeza como tiras de tallarines. No sabía dónde encontrar a Bledsoe. Era demasiado tarde para llamar a casa de los Phillips de nuevo. Demasiado tarde para llamar a Grafalk y averiguar si había ido solo a aquella fiesta de Navidad. Ya me había colado en las oficinas de la Eudora. Incluso había limpiado mi apartamento. A menos que quisiera ponerme a lavar platos por segunda vez en veinticuatro horas, no tenía nada que hacer más que ir y venir.

Alrededor de la una y media las paredes empezaron a caérseme encima. Me vestí y cogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte de mi armario. Salí a Halsted, desierta a aquellas horas de la mañana, excepto por unos cuantos borrachos. Entré en el Omega y me dirigí a Lake Shore Drive. Fui hacia el sur durante unas cuantas millas, atravesé el Loop y me metí por Meigs Field, el pequeño aeropuerto de Chicago que está a la orilla del lago.

Las luces azules de aterrizaje no iluminaban nada en la densa oscuridad. Parecían como puntos sin sentido, no parecían formar parte de una organización humana. Tras la pequeña pista de aterrizaje se veía el lago “Michigan, una presencia oscura”. Ni siquiera un buscapersonas me unía al resto del mundo.

Crucé la pista y paseé por las rocas llenas de algas hasta llegar al borde del agua, temblando ante la amenaza i

El rugido de un motor me devolvió a la realidad. Un avión biplaza estaba aterrizando. Parecía una criatura viviente, con sus luces destellando alegres y las alas batiendo al descender, como un insecto ruidoso posándose para descansar un poco.

Volví por encima de las rocas hasta la pequeña terminal. No había nadie en la sala de espera. Volví a salir y seguí a los dos hombres que acababan de llegar hasta una oficina. Allí, un joven delgado con pelo color paja y nariz muy puntiaguada se puso a ver con ellos sus hojas de vuelo. Hablaban de cierto viento que les había cogido cerca de Galena y los tres se enzarzaron en animada discusión acerca de lo que podía haberlo provocado. Aquello continuó durante unos diez minutos más, mientras yo vagaba por la habitación mirando diversas fotografías aéreas de la ciudad y el campo circundante.

Por fin, el joven delgado se separó a regañadientes del mapa meteorológico y me preguntó si podía servirme en algo.

La lancé mi sonrisa más zalamera: Lauren Bacall intentando convencer a Sam Spade de que le hiciera el trabajo sucio.

– Vine en el avión del señor Bledsoe el viernes pasado por la noche y creo que he perdido allí un pendiente -saqué el diamante de mi madre del bolsillo de la cazadora-. Es como éste. Debió salirse el cierre.

El joven frunció las cejas.

– ¿Cuándo llegó usted?

– El viernes. Creo que fue alrededor de las cinco.