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El teléfono me sacó de las profundidades unas diez horas más tarde. Lotty entró y me tocó el brazo con suavidad. Abrí los ojos soñolientos.
– Es para ti, querida. Janet nosequé. Era la secretaria de Boom Boom.
Sacudí la cabeza aturdida y me senté para coger el teléfono en la habitación de invitados.
La voz familiar de Janet me despertó completamente. Estaba trastornada.
– Señorita Warshawski, me han echado. El señor Phillips me ha dicho que era porque ya no tenían trabajo para mí, ahora que ya no está el señor Warshawski. Pero creo que ha sido por haber mirado en los archivos. No creo que me hubieran echado si no lo hubiese hecho. Quiero decir que antes siempre había bastante trabajo…
Corté el flujo repetitivo de palabras.
– ¿Cuándo ha sido?
– Anoche. Anoche me quedé después del trabajo para ver si podía encontrar la nómina del señor Phillips, ya sabe, como usted me pidió. Lo estuve pensando y pensé que, la verdad, si el señor Warshawski fue asesinado como dijo usted y que si eso iba a servir de algo, tendría que encontrarla. Pero vino Lois a ver lo que estaba haciendo. Creo que estaba dispuesta a espiarme si me quedaba a la hora de comer o después del trabajo, y entonces llamó al señor Phillips. Bueno, todavía no estaba en casa, claro. Pero siguió llamándole y a eso de las diez él me llamó y me dijo que no me necesitaban más y que me mandaría dos semanas de salario. Y, la verdad, no me parece justo.
– No, no lo es -admití con calor-. ¿Qué le dijo usted que estaba haciendo?
– ¿A quién?
– A Lois -le dije con paciencia-. Cuando entró y le preguntó lo que estaba haciendo usted, ¿qué le dijo?
– ¡Oh! Le dije que había escrito una carta personal y no podía encontrarla, así que estaba mirando a ver si la había tirado.
Me pareció que había reaccionado muy rápido y así se lo dije.
Se rió un poco, encantada con el cumplido, pero añadió desanimada:
– No me creyó, porque no había ninguna razón para que estuviera en la papelera del señor Phillips.
– Bueno, Janet, no sé qué decirle. Hizo usted lo que pudo. Siento muchísimo que haya perdido su empleo para nada, pero…
– No fue para nada -interrumpió-. Encontré la copia de su nómina, como usted me dijo.
– ¡Oh! -me quedé mirando el auricular incrédula. Por una vez, algo en aquella investigación disparatada había funcionado de la manera que yo quería-. ¿Y a cuánto asciende?
– Cobra tres mil quinientos cuarenta y seis dólares y quince centavos cada dos semanas.
Intenté multiplicar mentalmente, pero aún estaba demasiado aturdida.
– Lo calculé anoche con la calculadora. Eso supone noventa y dos mil dólares al año -hizo una pausa, pensativa-. Es mucho dinero. Yo no ganaba más que siete mil doscientos. Y ahora, ni eso.
– Mire, Janet. ¿Querría usted trabajar en el centro? Puedo conseguirle algunas entrevistas: en la Compañía de Seguros Ajax y en un par de sitios más.
Me dijo que lo pensaría, pero preferiría encontrar algo en su vecindario. Si aquello no funcionaba, me llamaría para que le concertase una entrevista. Le di las gracias profusamente y colgué.
Me tumbé en la cama y me puse a pensar. Noventa y dos mil dólares eran mucho dinero. Para mí o para Janet. Pero, ¿para Phillips? Digamos que tuviese pocas deducciones y un buen asesor. Pero aun así, no podría llevarse más de sesenta mil más o menos a casa. Los impuestos sobre su propiedad debían ser unos tres mil. Una hipoteca, puede que otros mil quinientos. La cuota del Club Náutico y las clases de tenis, veinticinco mil. La enseñanza, etc., en Claremont. El barco. El Alfa. La comida. Los vestidos de Massandrea para Jea
Después de desayunar, caminé la milla que separa el apartamento de Lotty del mío en Halsted. Estaba perdiendo la forma de tanto andar tumbada por ahí, pero no estaba segura de poder correr todavía, y sabía que no podría levantar mis pesas de diez libras.
El buzón estaba rebosante. Recibo el Wall Street Journal todos los días. Cinco números se amontonaban con las cartas y un paquetito en el suelo. Lo cogí todo con los dos brazos y subí los tres pisos hasta mi apartamento.
– Nada como el hogar -murmuré para mí, mirando con ojos amargados el polvo, las revistas tiradas por la sala y la cama, que llevaba ya más de dos semanas sin hacer. Dejé el correo a un lado y me lancé a uno de mis raros ataques de limpieza hogareña, pasando la aspiradora, limpiando el polvo y colgando la ropa. Como me había cargado un traje, un par de vaqueros, un jersey y una blusa desde que me marché de casa, había menos que recoger.
Resplandeciente de virtud, me senté con una taza de café para mirar el correo. La mayoría eran facturas, que tiré sin abrir. ¿Para qué mirarlas si lo único que iba a conseguir era deprimirme? Un sobre contenía un cheque de tres mil quinientos dólares de la Ajax para comprarme un nuevo coche. Agradecí al servicio postal de los Estados Unidos sus cuidados. Me habían dejado el cheque en el suelo del vestíbulo, para que cualquier drogadicto de Halsted se lo encontrara. También, metidas en una cajita, estaban las llaves del apartamento de Boom Boom con una nota del sargento McGo
Me serví más café y pensé en lo que tendría que hacer. El primero en la lista era Mattingly. Llamé a Pierre Bouchard y le pregunté dónde podría encontrar a Mattingly si estaba en la ciudad pero no en casa.
Chasqueó la lengua.
– No sé decirte, Vic. Siempre he evitado a ese hombre. Pero preguntaré por ahí y veré qué puedo averiguar.
Le dije que Elsie estaba a punto de dar a luz y volvió a chasquear la lengua.
– ¡Ese hombre! ¡Menudo tipejo!
– Por cierto, Pierre, ¿sabes si Howard sabe bucear?
– ¿Bucear? -repitió-. No, Vic, ya te digo que no le conozco bien. No conozco sus costumbres personales. Pero preguntaré… Ah, no cuelgues. Tengo el nombre ése para ti.
– ¿Qué nombre?
– ¿No llamaste a A
– Ah, sí. -Me había olvidado completamente. El hombre que estaba interesado en comprar unas acciones de los Halcones Negros, el hombre para el que Odinflute había organizado aquella fiesta.
– Se llama Niels Grafalk. Myron dice que decidió no comprar al final.
– Ya -dije débilmente. No dije nada más y, después de un momento, Bouchard dijo:
– ¿Vic? ¿Vic? ¿Sigues ahí?
– ¿Qué? Ah, sí, Pierre… Avísame si sabes algo de Mattingly.
Aunque distraída, me fui con mi cheque a Humboldt Olds, donde compré un Omega, un modelo rojo de 1981 con cincuenta mil millas y dirección y frenos hidráulicos. Tuve que firmar un contrato de financiación de ochocientos dólares, pero no me resultaría imposible de pagar. No tenía más que alquilar el apartamento de Boom Boom por una buena cantidad en cuanto todo el lío estuviese aclarado. Si es que se aclaraba alguna vez.
Así que Niels Grafalk estuvo interesado en los Halcones Negros. Y Paige había ido a la misma fiesta. ¿Y a quién conocía ella? ¿Quién la había llevado? Era una coincidencia interesante. Me preguntaba si me lo diría si la llamaba.
Conduje en un estado de semiinconsciencia y llegué al apartamento de Boom Boom a las tres y media, aparcando el Olds frente a una señal de PROHIBIDO APARCAR entre Chestnut y Séneca. Después de dos semanas de abandono, incluyendo un robo y una investigación policial, el lugar tenía un aspecto mucho peor que el que tenía el mío aquella mañana. El polvo gris de los detectores de huellas cubría todos los papeles. La tiza blanca marcaba aún el contorno del cuerpo de Henry Kelvin junto al escritorio.