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Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera.

– ¿Yo le traigo mala suerte? -le grité-. ¡Mentiroso, ladrón! Usted me había jurado…

Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de su silla y me dio un empellón, indiferente al tumulto que se armaba.

– ¡Déjeme tranquilo! -exclamó á gritos-. ¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome… tome… tome su dinero!… -y con furia me lanzó un par de billetes de cien francos-. ¡Ahora, déjeme tranquilo!

Estas últimas palabras las vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos, de la sala vecina acudieron algunos Curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en plena sala…

– S Sílence, madame, s'Íl vous plait rogó con voz clara y solemne el "croupier” mientras golpeaba en la mesa con la raqueta. ¡Aquello iba por mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mi! Roja de verguenza, indigna; a, corno una infeliz prostituta a la que se arroja un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien, doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento:… cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas, mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa… Eran los de mi prima que, estupefacta, con la boca abierta. levantaba la mano en acción de terror.

Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi ser. Antes que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo y fui a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas,-extenuada, me desplomé en el duro asiento.

Desde entonces acá, han transcurrido veinticinco años, y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma fui humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu, sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aun manifestándose en un grado extremo, no logra destruir el cuerpo ¡acerado… ¡Cuando se sobrevive a horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por el rayo!… Sólo por breves momentos el dolor me atenazó los miembros, una vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto, pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso imperativo de la oída que parece juntarse a muestra carne más intensamente que todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu. Automáticamente, fui recobrando las fuerzas; mas me levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huir de aquel maldito antro infernal.



Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y una vez en ella, me informe de la hora de salida de.¡ primer tren para París. Me dijeron que a las diez. Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez… Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi vida anterior, a mi verdadera vida!

Realicé de noche el viaje a París. Una vez allí me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra: "¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente, penetré en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo había en mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse sin vida, tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor. Me avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos, olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante.

Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto.

El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda y la vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y, entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente llegué a cumplir los sesenta años…

Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco "attaché" de la Embajada austríaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y -¿para qué disimular nuestro egoísmo?- la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mí sino mis propios recuerdos. A partir de aquel instante sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.

Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado; inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parecía haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso, se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca más. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted eso: me siento más ágil, casi gozosa… y le doy las gracias por ello.