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—¡Se llevó el coñac consigo! ¡Eso era lo único que faltaba!

Se sentó en la butaca durante un rato, terminó su copa. Por la ventana entraban ruidos de la calle, y la puerta abierta dejó pasar voces de chicos y los gruñidos del ascensor en el pozo de la escalera. Se levantó, se arrastró a través del vestíbulo, golpeándose contra el marco de una puerta, salió al descansillo y se detuvo delante de la puerta del departamento de Snegovoi. En la cerradura había un gran sello de lacre. Lo tocó con cautela, con la yema de un dedo, y apartó la mano. Era todo cierto. Todo lo sucedido había sucedido de verdad. El ciudadano de la Unión Soviética Arnóld Snegovoi, coronel y hombre de misterio, ya no existía.

CAPÍTULO 4

EXTRACTO 7…lavó las copas y las guardó, limpió los restos en la habitación de Bóbchik y le dio a Kaliam un poco de pescado. Luego tomó el vaso de leche de Bóbchik, echó tres huevos crudos en él, añadió trozos, de pan, agregó mucha sal y pimienta a la mezcla, y la revolvió. No tenía hambre; funcionaba en piloto automático. Y comió la bazofia, de pie ante la ventana del balcón, mirando el patio desierto, inundado por el sol. ¿No podían plantar árboles? ¿Ni siquiera uno?

Sus pensamientos avanzaban en un hilo débil; y en verdad no eran pensamientos, apenas trozos y retazos. Quizás éstos sean los nuevos métodos de investigación, pensó. La revolución científica y tecnológica, y todo eso. Una conducta libre y fácil, y ataque psicológico. Pero el coñac, eso no estaba claro para nada. Igor Petróvich Zíkov. ¿O era Zíkin? Bien, de cualquier modo ese dijo que era su nombre, ¿pero qué decía en sus documentos? ¡Esos tramposos! pensó de pronto. ¿Habían planeado toda la travesura nada más que por una piojosa media botella de coñac?

No, Snegovoi estaba muerto. Eso resultaba claro. Nunca más volveré a ver a Snegovoi. Era un buen hombre, pero desorganizado. Siempre parecía enfermo, en especial el día anterior. Y sin embargo llamaba a alguien; quería decir algo, explicar, prevenir acerca de algo. Maliánov se estremeció. Dejó el vaso sucio en el fregadero. El embrión de la futura pila de platos sucios. Lídochka había hecho un buen trabajo en la cocina, todo brillaba. Me previno sobre Lídochka. De veras, todo lo de Lídochka era muy extraño.

Maliánov se precipitó al vestíbulo y buscó la nota de Irina. No, era sólo su imaginación. Todo estaba en orden. No cabía duda de que se trataba de la letra de Irina, y de su estilo… y de cualquier modo, ¿por qué una asesina habría de quedarse a lavar los platos?

EXTRACTO 8…El teléfono de Val daba ocupado. Maliánov cortó y se tendió en la otomana, con la nariz pegada a la manta, que picaba. Algo también andaba mal en la casa de Val. Algo así como histeria. Ya sucedió otras veces. Una pendencia con Svetlana, o con su suegra. ¿Qué me preguntó, algo raro? ¡Ah, Val, que yo tenga tus problemas! No, que venga él. Está histérico; yo estoy histérico… tal vez entre los dos encontremos una solución. Maliánov volvió a discar, y seguía ocupado. ¡Maldición, qué pérdida de tiempo! Debería estar trabajando, pero todo este embrollo…

De pronto oyó que alguien tosía detrás de él, en el vestíbulo.

Maliánov salió volando de la otomana. Por nada, es claro. No había nadie en el vestíbulo. Ni en el baño. Revisó la cerradura y volvió a la otomana, y descubrió que le temblaban las rodillas. Cuernos, tengo los nervios a la miseria. Y el infeliz me decía a cada rato que era como el hombre invisible. ¡Te pareces a una lombriz con anteojos, infeliz, no al hombre invisible! Canalla. Disco otra vez el número de Val, colgó y comenzó a ponerse los calcetines con decisión. Llamaré desde la casa de Viecherovski. Yo tengo la culpa de estar perdiendo tiempo. Se puso una camisa limpia, confirmó que tenía las llaves en el bolsillo y corrió escaleras arriba.

En el sexto piso una pareja se dedicaba a sus cosas junto a la boca del incinerador. El tipo usaba gafas para el sol, pero Maliánov conocía al mocoso… Era un aspirante a haragán del Departamento 17. Estaba en su segundo año de desempleo, y se dedicaba firmemente a no buscar trabajo. No se tropezó con nadie, camino del octavo piso. Pero a cada instante tenía la sensación de que toparía con alguien. Lo tomarían del brazo y le dirían con suavidad:

— Un segundo, ciudadano.

Gracias a Dios, Fil estaba en casa. Como de costumbre se encontraba vestido como a punto de salir para una recepción a Su Alteza Real en la embajada de Holanda, su coche lo recogería dentro de cinco minutos. Llevaba puesto un traje color crema fantásticamente espléndido, zapatos livianos que superaban los sueños de cualquier mortal, y corbata. La corbata siempre deprimía a Maliánov. No podía entender cómo nadie fuese capaz de trabajar en su casa de corbata.

—¿Estás trabajando? — preguntó Maliánov.

— Como de costumbre.

— No me quedaré mucho tiempo.

— Es claro. ¿Un poco de café?

— Espera. No, ¿por qué no? Por favor.

Fueron a la cocina. Maliánov ocupó una silla, y Viecherovski inició el ritual con el equipo para preparar café.

— Haré café vienés — dijo sin volverse.

— Magnífico — dijo Maliánov—. ¿Tienes crema batida?

Viecherovski no respondió. Maliánov miró sus salientes omóplatos por debajo de la tela color crema.

—¿El investigador en lo criminal vino a verte? — inquirió.

Los omóplatos se detuvieron un segundo, y luego el largo rostro pecoso, con la nariz caída y las cejas rojizas, enarcadas sobre los anteojos con armazón de carey, apareció lentamente por encima de su hombro redondo, caído.

— Perdón. ¿Qué dijiste?





— Dije: ¿el investigador en lo criminal vino a verte hoy?

—¿Por qué un investigador en lo criminal?

— Porque Snegovoi se mató. Ya hablaron conmigo.

—¿Quién es Snegovoi?

— Tú Sabes, el tipo que vive enfrente de mi departamento. El de la cohetería.

— Oh.

Viecherovski se volvió y sus omóplatos subieron de nuevo.

—¿No lo conocías? Pensé que te había presentado.

— No — repuso Viecherovski—. Por lo que recuerdo, no.

Un maravilloso aroma de café llenó la cocina. Maliánov se acomodó en la silla. ¿Debía decírselo o no? En esa aromática cocina, fresca a despecho del sol enceguecedor, donde todo estaba en su lugar y todo era de la mejor calidad — lo mejor del mundo, o más aún—, los sucesos de la víspera parecían especialmente locos e improbables, y en cierto modo, inclusive malsanos.

—¿Conoces el chiste de los dos gallos? — preguntó Maliánov.

—¿Dos gallos? Conozco uno sobre tres gallos. Un chiste tremendo.

— No, no. Es sobre dos gallos — dijo Maliánov—. ¿No lo conoces?

Y contó el chiste de los dos gallos. Viecherovski no reaccionó. Cualquiera habría creído que se veía ante un terrible problema, no ante un chiste… tan serio y pensativo estaba cuando dejó la taza de café y la cremera delante de Maliánov. Luego se sirvió una taza a su vez y se sentó enfrente, sosteniendo la taza en el aire, bebiendo un sorbo y pronunciando por último:

— Excelente. No tu chiste. Me refiero al café.

— Ya me había dado cuenta — dijo Maliánov, torvo.

Gozaron en silencio del café vienes. Luego Viecherovski quebró el silencio.

— Ayer pensé un poco en tu problema. ¿Probaste con las funciones de Hartwig?

— Lo sé, lo sé. También yo lo pensé.

Maliánov apartó la taza vacía.

— Escucha, Fil. ¡No puedo pensar en esa maldita función! Mi cerebro está hecho un embrollo, y tu…

EXTRACTO 9…nada, durante un minuto se frotó con los dedos la mejilla afeitada, y después declamó:

— No podíamos mirar la muerte a la cara, nos vendaron los ojos y nos llevaron a ella. — Y agregó—: Pobre tipo.