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— Está bien, entonces — dije—. ¿Pero adonde llevas tu premio Nobel? Habrías debido llevarlo al cuarto de calderas; en cambio lo acarreaste cinco pisos, hasta mi casa.

— Se lo llevo a Viecherovski.

Me asombré.

—¿Qué hará él con tu obra para el premio Nobel?

— No lo sé. Pregúntaselo.

— Espera — dije—. ¿Te llamó?

— No, yo lo llamé a él.

—¿Y?

—¿Qué, y? — Se enderezó en el asiento y se abotonó la chaqueta—. Lo llamé esta mañana, y le dije que elijo el pájaro en mano.

—¿Y?

—¿Qué, y? Y… me dijo, bueno, tráeme tus materiales.

Guardamos silencio.

— No entiendo por qué quiere tus materiales.

—¡Porque es un Don Quijote! — ladró Weingarten—. ¡Porque nunca lo picoteó ni una gallina asada! Porque nunca mordió un bocado más grande del que puede tragar.

De pronto entendí.

— Escucha, Val — dije—. No lo hagas. ¡Al demonio con él, se ha vuelto loco! ¡Lo hundirán a martillazos en el suelo, hasta el cuello! ¿Quién lo necesita?

—¿Y qué, entonces? — preguntó Weingarten con avidez—. ¿Qué?

—¡Quémala, tu maldita revertasa! Quemémosla ahora mismo. En la bañera.

— Es una pena, — dijo Weingarten, y apartó la mirada—. Qué pena. El trabajo… es de primera clase. Especial, extra. De lujo.

Callé. Y él abandonó de nuevo la silla, corro de un lado a otro por la habitación, salió al pasillo y volvió, y su cinta también comenzó a escucharse otra vez. Es una vergüenza sí. El honor sufre, sí. Su orgullo está herido. En particular cuando no se puede hablar a nadie de eso. Pero si se lo piensa, el orgullo es pura demencia, y nada más. Se estaba enloqueciendo él mismo. ¡Pero si la mayoría de la gente no lo pensaría dos veces, en nuestra situación! ¡Y nos llamarían idiotas! Y tendrían razón. ¿Nunca tuvimos que transigir? ¡Por supuesto, cientos de veces! ¡Y lo haremos otros cientos! Y no con los dioses, sino con piojosos burócratas, con bichos demasiado repugnantes para tocarlos.

Sus correteos frente a mí, su sudar y justificarse, comenzaban a enfurecerme, y dije que una cosa era transigir y otra capitular. ¡Ah, ahí le dolió! Fue un golpe fuerte. Pero no lo lamenté para nada. En realidad no era a él a quien golpeaba en el plexo solar, sino a mí mismo. De todos modos, tuvimos una reyerta, y se fue. Se llevó sus maletas y subió al departamento de Viecherovski. En la puerta dijo que volvería después, pero yo le respondí que Irina estaba de regreso, y se derrumbó por completo. No le gusta no agradarle a la gente.

Me senté al escritorio y me puse a trabajar. Es decir, no a trabajar, sino a organizar. Al principio esperaba que una bomba estallara debajo de la mesa, o que ante mi ventana apareciese una cara azul con un dogal en el cuello. Pero nada de eso sucedió, y el trabajo me atrapó, y entonces volvió a sonar el timbre de la puerta.

No fui a atender enseguida. Primero me dirigí a la cocina y tomé el martillo de la carne… una cosa ominosa: un lado tiene esas puntas, y el otro es un hacha. Si algo iba mal, se la daría entre los ojos. Soy un hombre pacífico, no me agradan las peleas o las discusiones, ni tampoco Weingarten, pero ya había tenido bastante. Bastante.

Abrí la puerta. Era Zájar.

— Hola, Dmitri. Por favor, perdóname — dijo con negligencia artificial.

Miré por el corredor, contra mi voluntad, pero no vi a nadie más. Zájar estaba solo.

— Entra, entra. Me alegro de verte.

—¿Sabes? resolví visitarte. — Siempre con el mismo tono artificial, que no combinaba con su sonrisa tímida y su aspecto altamente inteligente—. Weingarten desapareció no sé dónde, maldito sea. Estuve llamándolo todo el día, salió. Y como yo venía a ver a Filíp, pensé que podía pasar por aquí, a ver si estaba.

—¿Filíp?

— No, no… Valentín… Weingarten.





— Está en la casa de Filíp — declaré.

—¡Ah, ya veo! — exclamó Zájar con gran alegría—. ¿Fue hace mucho?

— Hace más de una hora.

El rostro se le heló por un segundo cuando vio el martillo en mi mano.

—¿Preparando el almuerzo? — preguntó, y agregó, sin esperar contestación—: Bueno, no molestaré. Me voy. — Se dirigió hacia la puerta, y se detuvo—. Ah, sí, casi me olvidaba… Quiero decir, no me olvidé, sólo que no sé. ¿Cuál es el departamento de Filíp?

Se lo dije.

— Ah, gracias. ¿Sabes? él llamó y yo… no sé por qué, me olvidé de preguntarle… durante la conversación.

Retrocedió hasta la puerta y la abrió.

— Entiendo — dije—. ¿Y dónde está tu chico?

—¡Eso ya terminó para mí! —gritó, gozoso, traspuso el umbral, y…

CAPÍTULO 11

EXTRACTO 20…quiso obligarme a limpiar esta porqueriza. Apenas pude librarme de eso. Convinimos en que yo terminaría mi trabajo, e Irina, como no tenía otra cosa que hacer y enloquecía de deseos de moverse — era incapaz de remojarse en la bañera y leer el último número de Literatura extranjera—, bueno, Irina se dedicaría a la ropa y ordenaría la habitación de Bóbchik. Y yo prometí arreglar nuestro cuarto, pero no hoy, sino mañana. Morgen, margen, nur nicht heute. Pero quedaría inmaculado, brillante.

Me acomodé a mi escritorio, y durante un rato todo estuvo pacífico y tranquilo. Trabajé, y trabajé con placer, pero era un placer poco común. Nunca había experimentado nada semejante. Sentí una satisfacción rara, seria. Me enorgullecía de mí, y me respetaba. Pensé que un soldado que permanecía ante su ametralladora para cubrir la retirada de sus compañeros debía de sentir lo mismo. Sabe que estará ahí para siempre, que nunca verá otra cosa que el campo fangoso, las figuras que corren, con uniforme enemigo, y el cielo bajo, torvo. Y también sabe que está bien, que no puede ser de otro modo. Y no sé qué vigía de mi cerebro escuchaba y miraba, con cuidado y sensibilidad, mientras yo trabajaba, y me recordó que nada había terminado, que todo seguía, y que en el cajón del escritorio se encontraba el temible martillo con la hoja de hacha de un lado y las puntas del otro. Y el vigía me hizo levantar la vista, porque algo ocurría en la habitación.

En rigor, no había sucedido nada especial. Irina se hallaba delante del escritorio, mirándome. Y al mismo tiempo había pasado algo, algo inesperado y demencial, porque los ojos de Irina estaban cuadrados, y sus labios hinchados. Antes que pudiese decir nada, tiró un trapo rosa sobre mis papeles, y cuando lo recogí vi que era un corpiño.

—¿Qué es esto? — interrogué, desconcertado, mirando a Irina y al corpiño.

— Es un corpiño — respondió ella con voz extraña, me volvió la espalda y fue a la cocina.

Helado por las premoniciones, jugueteé con la rosada prenda de encaje, y no pude entender. ¿Qué demonios? ¿Qué tiene que ver un corpiño con nada? Y entonces recordé a las mujeres de Zájar. Me asusté por Irina. Dejé caer el corpiño y corrí a la cocina.

Irina se encontraba sentada en un banquillo, apoyada en la mesa, la cabeza entre las manos. Un cigarrillo ardía entre los dedos de su mano derecha.

— No me toques — me dijo con tono calmo y cortante.

—¡Irina! — exclamé, patético—. ¿Estás bien?

— Pedazo de animal… — masculló, apartó las manos de su cabello y chupó el cigarrillo. Vi que lloraba.

¿Una ambulancia? Eso no serviría, ¿quién necesita una ambulancia? ¿Gotas de valeriana? ¿Bromuro? Dios mío, mírenle la cara. Tomé un vaso y lo llené con agua del grifo.

— Ahora lo entiendo todo — afirmó Irina, inhalando, nerviosa y apartando el vaso con el codo—. El telegrama, y todo. Aquí estamos. ¿Quién es ella?

Me senté y bebí un trago de agua.

—¿Quién? — pregunté atontado.

Durante un segundo pensé que iba a golpearme.

— Muy bonito, noble canalla — dijo con disgusto—. No quisiste contaminar el lecho conyugal. ¡Cuan noble! De modo que te diviertes en la cama de tu hijo.

Terminé el agua y traté de dejar el vaso, pero la mano no me obedecía. ¡Un médico! Seguía pensando. ¡Mi pobre Irina, debo llamar a un médico!