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Al pie del camastro había una bandeja de plástico que contenía un no comido y ya coagulado huevo frito, unas patatas fritas mustias, lechuga amarronada y un tetrabrik abierto con leche dentro.

– Desátela -señalé con la pistola.

Towle se inclinó, trabajando en la semioscuridad para soltar las correas.

– ¿Qué es lo que le ha dado?

– Valium, una dosis alta. Y encima de eso, Torazina. El elixir mágico del doctor Towle.

Logró soltar las ataduras y echó a un lado la manta. Ella vestía unos tejanos sucios y una camiseta a rayas rojas y blancas, con Snoopy delante. Levantó la camiseta y le palpó el abdomen, le tomó el pulso, puso su mano sobre la frente de ella: jugó a doctor.

– Parece delgada, pero por lo demás sana – pronunció su veredicto.

– Vuélvala a tapar. ¿Puede llevarla en brazos?

– Ciertamente -me contestó, molesto porque pusiera en duda su fuerza.

– De acuerdo, pues vamos.

La alzó en sus brazos, con todo el aspecto del Gran Padrecito Blanco. La niña lanzó un suspiro, tuvo un estremecimiento, y se apretó a él.

– Manténgala totalmente cubierta cuando salgamos fuera. Comencé a darme la vuelta. Una voz, suave y musical, dijo a mis espaldas, con acento del Sur:

– No se mueva, doctor Delaware, o perderá su jodida cabeza.

Me quedé quieto.

– Deja a la niña, Will. Coge su pistola.

Towle me miró con los ojos en blanco, yo me alcé de hombros. Depositó suavemente a Melody en el camastro y la tapó. Le entregué el 38.

– Contra la pared, con las manos en alto, doctor. Regístralo, Will.

Towle me palpó.

– Dése la vuelta.

McCaffrey estaba allá, sonriente, llenando la abertura entre las dos habitaciones, con una 357 magnum en una mano, una cámara Polaroid en la otra. Vestía una especie de chandal iridescente de color verde lima, decorado con multitud de bolsillos con cierres y correas, y unos zapatos de piel a tono, color lima. A la escasa luz su tez también tenía color verdoso.

– Vaya, vaya, Willie. ¿Qué maldad andabas planeando para esta noche?

El gran doctor dejó caer la cabeza a un lado y se agitó nervioso.

– ¿No estás nada locuaz esta noche, Willie? No importa, ya hablaremos luego -los ojos incoloros se estrecharon-. Ahora mismo tenemos asuntos a los que atender.

– ¿Ésta es su idea de altruismo? -Miré a la inerte forma de Melody.

– ¡Cállese! -me espetó. Y, a Towle-: Quítale la ropa a la niña.

– Gus… yo… ¿por qué?

– Haz lo que te digo, Willie.



– Ya no más, Gus – suplicó Towle-. Ya hemos hecho bastante.

– No, so idiota. No hemos hecho aún bastante. Este chico listo tiene la posibilidad de causarnos… a ti y a mí, montones de problemas. He hecho planes para eliminarlo, pero aparentemente voy a tener que hacer el trabajo por mí mismo.

– ¡Planes! -resoplé-. Halstead está pudriéndose en un terreno en construcción, con una barra de hierro clavada en la garganta. Era un chapuzas, como lo son todos sus esclavos.

McCaffrey ahuecó sus gruesos labios.

– Le advierto que tenga cuidado con lo que dice – me amenazó.

– Ésa es su especialidad, ¿no es así? -continué, tratando de ganar tiempo. Vi cómo su masiva silueta se movía, mientras trataba de mantenerme apuntado. Pero la oscuridad hacía esto difícil, tal cual lo hacía el cuerpo de Towle, que se había puesto entre los dos, mientras temblaba bajo la mirada airada de su amo -. Tiene usted un don para encontrar metepatas y perdedores, paralíticos emocionales y marginados. El mismo don que tienen las moscas para encontrar la mierda. Usted se lanza sobre sus heridas abiertas, les clava los colmillos en ellas, les chupa la sangre hasta dejarlos secos.

– ¡Qué literario! -me contestó con una voz más aguda, obviamente luchando por mantener el control. Estábamos cerca el uno del otro, y el obrar de un modo impulsivo podía resultar peligroso.

– La ropa, Will -dijo-. ¡Quítasela toda!

– Gus…

– ¡Hazlo, so mierda pinchada a un palo!

Towle alzó las manos frente a su rostro, como un niño que quiere parar un golpe. Cuando no llegó ninguno, se fue hacia la niña.

– Usted es un doctor -le dije-. Un médico respetado. No le escuche…

De prisa, mucho más de prisa de lo que hubiera creído posible, McCaffrey se movió hacia adelante en el vacío que había creado Towle. Lanzó un golpe con un brazo elefantino y me rasgó el lado de la cara con la pistola. Caí al suelo, mientras el rostro me estallaba en dolor, con las manos protegiéndome de nuevos golpes, la sangre corriendo por entre mis dedos.

– Ahora quédese ahí, señor, y mantenga cerrada su jodida boca.

Towle le quitó a Melody la camiseta. Su pecho era cóncavo y blanco, con las costillas como dos parrillas de sombras gris azuladas.

– Ahora los pantalones. Y las bragas, todo.

– ¿Por qué estamos haciendo esto, Gus? -quería saber Towle. A mis oídos, que distaban mucho de estar perfectamente, uno de ellos rasgado y ensangrentado, el otro repleto de ecos acuosos, su voz sonaba arrastrada. Me pregunté si el estrés podría romper la barrera bioquímica que había erigido en torno de su mente.

– ¿Por qué? – McCaffrey se echó a reír-. No estás acostumbrado a ver personalmente este tipo de cosas, ¿verdad, Willie? Hasta ahora has tenido un papel perfectamente aséptico, disfrutando del lujo del distanciamiento. Bueno, no importa, te lo explicaré.

Alzó despectivo una ceja al mirar a Towle, luego bajó la vista para mirarme a mí y se rió de nuevo. El sonido reverberó dolorosamente en el interior de mi cráneo maltratado. La sangre seguía corriéndome cara abajo. Notaba mi cabeza como esponjosa y separada de su unión con el cuerpo. Comencé a sentirme más y más mareado y lleno de náuseas, y el suelo subió hacia mí. Me dominó el terror al pensar si me habría golpeado lo bastante fuerte como para causarme daños en el cerebro. Sabía lo que le podía hacer un hematoma subdural a la frágil gelatina gris que hacía que valiese la pena vivir la vida… Alocadamente, luchando por mantener mi fuerza y claridad, me imaginé mi cerebro en la mesa del anatomista, clavado y abierto, y traté de localizar el punto dañado. La pistola había pegado contra mi lado izquierdo… el hemisferio dominante, pues yo soy diestro… eso era malo. El lado dominante controla los procesos lógicos: el razonamiento, el análisis, la deducción… las cosas a las que me había ido aficionando a lo largo de treinta y tres años. Pensé en cómo sería el perder todo aquello, el perderme entre la confusión y la estupidez, y entonces pensé en el pequeño de dos años, Willie hijo, al que le habían golpeado de un modo similar. Lo había perdido todo… lo que quizá hubiera sido lo más misericorde para él. Pues si hubiese sobrevivido, el daño hubiera sido muy grande. Lado izquierdo/lado derecho… las mareas…

– Vamos a representar una pequeña obra de teatro, Willie – le explicó McCaffrey -. Yo seré el productor y el director. Tú serás mi ayudante, serás el que moverás las cosas en el escenario.

Hizo un gesto en arco con la cámara.

– Las estrellas del espectáculo serán la pequeña Melody y nuestro amigo el doctor Alex Delaware. El título de la obra será… «La muerte de un comecocos», subtitulada «Atrapado con las manos en la masa». Una obra con mucha moraleja.

– Gus…

– El guión es como sigue: el doctor Delaware, nuestro recién hallado villano, es muy conocido como un psicólogo infantil dedicado y sensible. No obstante, lo que tanto sus colegas como sus pacientes desconocen, es que su elección de profesión no ha surgido de una virtud interna, el altruismo. No, el doctor Delaware ha elegido convertirse en un comecocos de niños porque así estará más cerca de ellos. Para poderles manosear los genitales, para poder abusar de ellos sexualmente. En resumen, es un degenerado, un oportunista, lo más bajo de todo lo bajo. Un hombre malo y terriblemente enfermo.

Hizo una pausa para mirarme, riendo entre dientes, respirando muy fuerte. A pesar del frío, estaba sudando, con sus gafas cayéndole bajas en la nariz. La coronilla de su extraña cabeza era un halo de humedad. Miré a la 38 en la mano de Towle, y medí la distancia que había entre ella y el punto en el que yo yacía. McCaffrey me vio, negó con la cabeza y pronunció la palabra no, enseñándome los dientes.