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En una ocasión tuvo una pelea con mi madre, una de esas aparatosas y muy gritonas. Lleno de ira, había ido a la vitrina y había tomado lo primero que le había venido a mano… una Luger. Teutónicamente eficiente. La había apuntado con ella. Aún lo podía ver: ella gritando, «¡Harry!»; y él dándose cuenta de lo que estaba haciendo… horrorizado, dejando caer el arma como si fuera un ser marino venenoso; abrazándose a ella, tartamudeando excusas. Nunca volvió a hacerlo, pero el recuerdo de aquello le cambió, los cambió… y me cambió. Yo, con mis cinco años de edad, agarrado a mi mantita, que lo había visto todo, medio oculto por la puerta. Desde entonces he odiado las pistolas. Pero, en aquel momento, me encantaba la sensación de agarrar el revólver calibre 38 mientras lo hundía contra la tela del blasier de Towle.
– Entre en el coche – susurré-. Siéntese tras el volante y no se mueva o le reviento las tripas a balazos.
Me obedeció. Rápidamente corrí hasta el asiento del pasajero y me senté junto a él.
– ¡Usted! -exclamó.
– Ponga en marcha el motor -le clavé la pistola en el costado, con más fuerza de lo necesario.
El cochecito tosió, poniéndose en marcha.
– Llévelo al costado de la ruta, de modo que la puerta del conductor quede pegada contra aquella roca. Luego apague el motor y tire las llaves por la ventana -hizo lo que le ordenaba, con su noble perfil sereno.
Salí y le ordené que hiciera lo mismo. Del modo en que le había hecho aparcar, la salida por su lado quedaba bloqueada por quince metros de granito. Se deslizó hasta el lado del pasajero y se quedó, quieto y estoico, junto al camino.
– Las manos arriba.
Me dio una mirada de superioridad y obedeció.
– Esto es indignante -se quejó.
– Use una mano pasa sacar sus llaves del coche del bolsillo, y tírelas suavemente al suelo, hacia aquí -apunté a un lugar a unos tres metros de distancia. Manteniéndole apuntado con el revólver, las recogí.
– Camine hacia su coche, coloqúese en el asiento del conductor. Ponga las dos manos en el volante, donde yo las pueda ver.
Le seguí hasta el Lincoln. Me metí en la parte de atrás, justo detrás de él y le coloqué el cañón de la pistola en la parte hueca que hay en la base del cráneo.
– Usted conoce la anatomía humana -le dije suavemente-. Una bala en la medulla oblongata y las luces se apagan para siempre.
No dijo nada.
– Ha hecho usted un trabajo excelente para echar a perder su vida y la de un montón de gente. Y ahora todo eso le va a caer encima. Lo que le voy a ofrecer es una posibilidad de redimirse, en parte. Por una vez salvar una vida, en lugar de destruirla.
– He salvado muchas vidas en el curso de la mía. Soy médico.
– Lo sé. Es usted un santo sanador. ¿Dónde estaba usted cuando había que haber salvado a Cary Nemeth?
Un sonido seco, como un graznido, surgió de muy dentro de él. Pero mantuvo su compostura.
– Lo sabe todo, ¿no es así?
– Casi todo. El primo Tim puede ser un verdadero charlatán cuando las circunstancias lo requieren -le di algunos ejemplos de lo que sabía. Seguía sereno, estoico, con las manos fundidas al volante, como un maniquí de cabello cano, colocado para una exhibición. Seguí-: Usted ya conocía mi nombre antes de que fuera a verle, por lo de Hickle. Así que, cuando le llamé me invitó a ir a su consulta, para ver cuánto me había contado Melody. Entonces aquello no tuvo sentido para mí, el que un pediatra muy atareado buscara el tiempo necesario para recibirme y tener una charla cara a cara. Todo lo que hablamos allá lo podríamos haber dicho por teléfono. Pero usted quería sonsacarme. Y luego trató de bloquear mi camino.
– Usted tenía la reputación de ser un joven muy persistente – me explicó-. Y las cosas se estaban acumulando.
– ¿Las cosas? ¿No querrá decir los cadáveres?
– No hay necesidad de ser melodramáticos -hablaba como uno de esos androides que tienen en Disneylandia: con una voz plana, sin inflexiones, desprovista de toda duda.
– No estoy intentándolo ser. Pero sucede que aún me ponen nervioso los asesinatos múltiples: el niño Nemeth, Elena Gutiérrez, Morry Bruno. Y ahora Bonita Qui
A la mención de este último nombre tuvo un pequeño, pero visible sobresalto.
– ¿Acaso la muerte de Ro
– No conozco ese nombre. Eso es todo.
– Ro
– ¡Ah! -dijo, complacido de que las cosas volvieran a tener sentido de nuevo-. Un tipo repugnante. No se lavaba. Recuerdo haberle visto una o dos veces.
– Protoplasma- que- no- vale- una- mierda, ¿no es así?
– Es usted quien lo ha dicho.
– Era uno de los matones de McCaffrey de los tiempos de Méjico, lo había traído aquí para que le hiciera uno o dos trabajillos sucios. Probablemente quería ver a su hija, así que McCaffrey la halló a ella y a Bonita, para tenerlo contento. Luego se le ocurrió cómo podría encajarla a ella también. No era muy brillante esa Bonita, ¿verdad? Seguro que pensó que usted era Santa Claus, cuando le consiguió aquel trabajo de encargada en la propiedad de Minassian.
– Estaba agradecida -dijo Towle.
– Le estaba haciendo un gran favor. La puso allí para así poder tener acceso al apartamento de Handler. Siendo la encargada, ella tenía una llave maestra. Y entonces, la siguiente vez que está en su consulta para la visita de Melody, va y «pierde» su bolso. Es fácil hacerlo, la señora tiene la mente a pájaros. Siempre estaba en las nubes, así es como me lo dijo la recepcionista de su consultorio. Siempre estaba perdiendo cosas. En tanto, usted se hace con la llave, y los monstruos de McCaffrey pueden entrar a por todo lo que buscan: mirar de encontrar las cintas, hacer unos cuantos cortes y rajas. Y todo sin que la pobre Bonita abra boca, ni siquiera cuando ya no sirve para nada más y acaba como abono para la cosecha de verduras de la próxima temporada. Una mujer sin importancia. Más protoplasma- que- no- vale- una- mierda.
– No tenía que haber sucedido así. Eso no estaba en los planes.
– Ya sabe lo que dicen: incluso los planes mejor trazados, y todas esas cosas.
– Es usted un joven muy sarcástico. Espero que no lo sea con sus pacientes.
– Ro
– Es usted muy brillante, Alex -me dijo -, pero ciertamente ese sarcasmo es una faceta muy poco atractiva de su personalidad.
– Gracias por el consejo. Sé que es usted todo un experto en buenos modales.
– De hecho lo soy. Y me enorgullezco de ello. Obtengo rápidamente una buena relación con los niños y su familia, por muy distinto que sea su medio ambiente del mío. Ése es el primer paso para poder facilitar un buen cuidado médico. Esto es lo que les digo a los estudiantes, cuando doy mi clase de Introducción a la Medicina Clínica en la sección pediátrica.
– Fascinante.
– Los estudiantes hablan muy bien de la forma en que les enseño. Soy un buen maestro.
Le presioné un poco más con el 38. Separé sus cabellos plateados, pero él no se inmutó. Olía su tónico capilar, a clavos y lima.
– Ponga en marcha el coche y llévelo al borde de la carretera. Justo detrás de ese eucalipto gigante.
El Lincoln rugió y rodó, luego se detuvo.
– Apague el motor.
– No sea rudo -me dijo-. No tiene necesidad de intentar intimidarme.
– Apagúelo, Will.
– Doctor Towle.
– Doctor Towle.