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Saqué la cabeza por la esquina y la volví a meter. Estaba a media manzana de distancia. Me preparé para recibirlo. Cuando comenzó a cruzar en frente del callejón, le dije con un susurro muy teatral:
– Hey, tío. Tengo lo que necesitas.
Eso le hizo pararse. Me miró con gran amor, creyendo que había logrado la salvación. Esto le dejó sin equilibrio cuando lo agarré por el enjuto brazo y tiré de él hacia el callejón. Le arrastré varios metros, hasta que hallamos refugio tras un viejo Chevy con la pintura cayéndosele a placas y dos ruedas deshinchadas. Sus manos se alzaron defensivamente. Yo las empujé hacia abajo y las atrapé ambas con una de las mías. Se retorció, pero no tenía fuerzas. Era como pelearse con un bebé.
– ¿Quéslo quequieres, tío?
– Respuestas, Rafael. ¿Me recuerdas? Te visité hace unos días. Con Raquel.
– Hey, esoseguro -dijo, pero sólo había confusión en los acuosos ojos color avellana. Los mocos le caían de una de las ventanillas de la nariz hasta su boca. Los dejó estar allí un rato antes de sacar la punta de la lengua y tratar de apartarlos -. Sime acuerdo, tío. Con Raquel, claro tío.
Miró arriba y abajo por el callejón.
– Entonces, también recordarás que estoy investigando la muerte de tu hermana.
– Ohsí, claro, Elena. Malacosa, tío.
Lo dijo sin sentimiento. Su hermana había sido rajada a rebanaditas y en lo único en que él podía pensar era en que necesitaba un paquete de polvo blanco que pudiera ser convertido en su tipo especial de leche. Había leído docenas de tomos sobre la adicción, pero fue allí, en el callejón, que me quedó bien claro el verdadero poder de la jeringuilla.
– Ella tenía unas cintas, Rafael. ¿Dónde están?
– Hey, tío, nosenada de cintas, ni mierda -luchó por soltarse, pero yo le aplasté de nuevo contra la pared-. Oh, tío meduele. Déjame ir a darme un pico y luegoblamos de cintas. ¿Vale, tío?
– No. Lo quiero saber ahora. Rafael. ¿Dónde están las cintas?
– ¡No lo sé, tío! ¡Telodicho! -estaba gimoteando como un crío de tres años, con la cara llena de mocos y poniéndose más frenético a cada segundo que pasaba.
– Pues yo creo que sí, y quiero saberlo.
Daba saltitos para soltarse de mi mano, sonando como un saco de huesos.
– ¡Jameir, mamón! -jadeó.
– A tu hermana la asesinaron, Rafael. La dejaron como una hamburguesa. Vi fotos del aspecto que tenía. Quien quiera que lo hiciese se tomó su tiempo. Para hacerle daño. Y tú estás dispuesto a tratar con ellos.
– Nosé dequéstas hablando, tío.
Más forcejeo, otro empellón contra la pared. Esta vez se dejó caer, cerró los ojos por un momento y pensé que lo había dejado sin sentido. Pero los abrió de nuevo, se lamió los labios y lanzó una tos seca y estremecida.
– Te habías bajado del caballo, Rafael. Y de pronto empezaste a chutarte de nuevo. Justo después de la muerte de Elena. ¿De dónde has sacado la pasta? ¿Por cuánto la vendiste?
– Nosé nada -se estremecía como con epilepsia -. ¡Jameir, no sé nada!
– A tu propia hermana – insistí -. Y la vendiste a sus asesinos por el precio de una pápela.
– Porfa, tío. Jameir.
– No hasta que hables. No tengo tiempo para perderlo contigo. Quiero saber dónde están esas cintas. Si no me lo dices en seguida, te llevaré a casa conmigo, te ataré y te dejaré en un rincón hasta que te venga el mono. ¡Imagínate eso, Rafael… piensa lo que ya te duele ahora, Rafael… piensa lo mucho peor que será luego!
Se derrumbó.
– Selasdí aun tío -tartamudeó.
– ¿Por cuánto?
– Pasta no, tío. Me dio nieve. Bastante para una semana de picos. Buena nieve. Ahora jameir, tengo una cita.
– ¿Quién era el tío?
– Un tío cualquiera. Un anglo comotú.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Nosé tío. No puepensar.
– En un rincón, Rafael. Atado.
– Veinticinco, oséis. Bajo. Fuerte. Sólido. Pinta cabezacuadrada. Cabello claro, sóbrela frente. ¿Vale?
Había descrito a Tim Kruger.
– ¿Por qué te dijo que quería las cintas?
– Nolo dijo, tío, y yo nole pregunté. Tenía nieve buena, ¿tiendes?
– ¿Y no te preguntaste el porqué? Tu hermana estaba muerta y tú no te preguntas por qué aparece un desconocido y te da heroína por sus cintas.
– Hey, tío, nome lo pregunté, nome lo pregunto. No pienso. Tengo quirme volando. Me duele, tío, suelta.
– ¿Sabe esto tu hermano?
– ¡No! ¡Memataría, tío! ¡Tú maces daño, pero él memataríal ¿Tiendes? ¡Nose lo digas!
– ¿Qué había en las cintas, Rafael?
– Nosé. ¡Noscucho, tío!
Por principio me negaba a creerle.
– En el rincón. Atado. Con el mono.
– Sólounos crios hablando, tío, lojuro. Noscuché todo, pero cuando mofreció la nieve por ellas lascuché antes de dárselas al tío. Un crío hablando con mirmana. Ella lescucha y diciéndole dimemás y él habla.
– ¿Acerca de qué?
– Nosé, tío. Empezó ser plasta, con Elena llorando y elcrío. Lapagué. No quise saberlo.
– ¿Qué más?
– Namás.
Le sacudí lo bastante como para que le castañeasen los dientes.
– Si quieres minvente algo, lo hago, tío. Peroes todo lo que sé.
Lloriqueó, sorbiéndose los mocos y jadeando por respirar.
Lo mantuve tan lejos como permitía mi brazo, luego lo solté. Me miró con incredulidad, reptó contra la pared, halló un espacio entre el Chevrolet y una oxidada camioneta Dodge. Sin dejar de mirarme, se secó la nariz, pasó entre los dos vehículos y corrió hacia la libertad.
Fui hasta una gasolinera en la esquina de Vigil con Sunset, llené el depósito y usé el teléfono de pago para llamar a la Casa de los Niños. La recepcionista con la voz chillona me contestó. Usando un acento del sur, le pregunté por Kruger.
– El señor Kruger no está aquí hoy, señor. Volverá mañana.
– ¡Anda, claro, es verdad! Me dijo que él no estaría el día que yo llegaba.
– ¿Quiere dejarle un mensaje, señor?
– Cielos, no. Soy un viejo compañero suyo de la escuela. Tim y yo nos conocemos desde siempre. Acabo de llegar en pleno viaje de negocios… vendo máquinas herramientas de la Becker Machine Works, de San Antonio, Texas… y se suponía que tenía que encontrarme con el bueno de Tim. Me dio su número de casa, pero debo de haberlo perdido. ¿Lo tiene usted?
– Lo lamento, señor. Se supone que no debemos dar información personal.
– Lo tengo claro, pero como ya le he dicho, Tim y yo somos como uña y carne. ¿Por qué no le llama a casa, le dice que el viejo Jeff Saxon está al aparato, justo dispuesto a pasar a verle, pero que he perdido la dirección.
Al fondo sonó el timbre de otro teléfono.
– Un momento, señor. Cuando volvió, le pregunté:
– ¿Le ha llamado ya, señora?
– No… no… estoy bastante ocupada ahora, señor…
– Saxon, Jeff Saxon. Llame al bueno de Tim y dígale que el viejo Jeff Saxon está en la ciudad para verle. Le garantizo que…
– ¿Y por qué no me limito a darle a usted su número de teléfono? -recitó siete dígitos, los dos primeros indicándome una localización en las playas.
– Muchas, muchas gracias. Creo que Tim me dijo que vivía en la playa… ¿es eso lejos del aeropuerto?
– El señor Kruger vive en Santa Mónica. Eso representa unos veinte minutos en coche.
– Hey, eso no está mal… quizá me deje caer por allí, como una sorpresa. ¿Qué le parece?
– Señor, tengo que…
– ¿Por casualidad no tendrá la dirección? Le aseguro que hoy he tenido un día infernal, con esa maldita compañía aérea perdiendo mi maleta con el muestrario y yo con dos visitas concertadas para mañana. Creo que metí la agenda en el maletín, pero no estoy seguro, y…
– Aquí tiene la dirección, señor.
– Muchas gracias, señora. Me ha sido usted de una gran ayuda Y tiene usted una voz muy agradable.
– Gracias, señor.
– ¿Está libre esta noche?
– Lo lamento, señor. No.
– Uno tiene que intentarlo, ¿no?
– Sí, señor. Gracias, señor.