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– No.

– ¿Elena Gutiérrez? ¿Morton Handler… el doctor Morton Handler?

– No.

– ¿Maurice Bruno? Ella negó con la cabeza.

– No. ¿Quién son esa gente?

– Víctimas.

– ¿Violados como los otros?

– Con la mayor de las violaciones: la muerte. Asesinados.

– ¡Oh, Dios mío! -se llevó las manos a la cara.

El contar su historia la había hecho sudar. Tenía mechones de negro cabello pegados a la frente.

– Así que todo continúa – dijo gimoteando.

– Para eso es para lo que yo estoy aquí. Para ponerle fin a todo esto. ¿Qué más me puede decir que me sea de ayuda?

– Nada. Ya se lo he dicho todo. Ellos le mataron. Son hombres malvados, que ocultan su sucio secreto tras un manto de respetabilidad. Huí para escapar de ellos.

Mire en derredor de la destartalada habitación.

– ¿Cuánto podrá seguir viviendo de este modo?

– Por siempre, si nadie me descubre. La isla está aislada, esta propiedad está oculta. Cuando tengo que ir a tierra firme de compras me visto como si fuera una de las mujeres de la limpieza. Nadie se fija en mí. Almaceno tanto como me es posible, para evitar tener que hacer demasiados viajes de compras. El último que hice fue hace un mes. Vivo de un modo simple. Las flores son la única extravagancia que me permito. Las planté a partir de paquetes de semillas y bulbos. Me ocupan el tiempo al tener que regarlas, abonarlas, podarlas, replantarlas. Los días pasan rápidos.

– ¿Pero hasta qué punto está usted segura…? Towle y Hayden tienen aquí sus raíces.

– Lo sé. Pero desde hace una generación sus familias no viven aquí. Lo comprobé. Incluso fui a sus viejas mansiones. Hay nuevas caras, nuevos apellidos. No hay razón para que ellos me busquen por aquí. No la hay, a menos que usted se la dé.

– No lo haré.

– En mi próximo viaje me compraré un arma de fuego. Estaré preparada por si vienen. Me escaparé y me iré a cualquier otro lugar. Estoy acostumbrada a hacerlo. El recuerdo de Seúl regresa en mis sueños, eso me mantiene alerta. Lamento oír de otros asesinatos, pero no quiero saber nada de ellos. No hay nada que yo pueda hacer.

Me puse en pie y ella me ayudó a colocarme la chaqueta.

– Lo más divertido es – añadió -, que probablemente esta propiedad me pertenezca. Tal como la propiedad en Brentwood y el resto de la fortuna Hickle. Soy la única heredera de Stuart… escribimos nuestros testamentos hace muchos años. Nunca hablaba de temas financieros conmigo, así que no sé cuánto me dejó, pero tiene que ser una suma considerable. Había bonos de caja, otras propiedades a todo el largo de la costa. En teoría soy una mujer rica. ¿Tengo aspecto de ello?

– ¿No hay modo de entrar en contacto con los albaceas de su testamento?

– El albacea es un socio de la firma legal de Edwin Hayden. Por lo que sé, podría ser uno de ellos. Puedo pasarme sin esa riqueza, si lo único que significa es un lujoso funeral.

Usó la silla para salir por la ventana. La seguí. Caminamos en dirección a la gran y oscura casa.

– Usted trabajó con los niños de mi jardín ¿Qué tal les va?

– Muy bien. La prognosis es buena. Son asombrosamente resistentes.

– Eso es bueno.

Unos pasos más tarde:

– Y los padres… ¿me odian?

– Algunos. Otros se mostraron sorprendentemente leales y la defendieron. Eso creó una división en el grupo. Al final lograron superarla.

– Me alegro. Pienso a menudo en ellos.

Me acompañó hasta el borde del barrizal que estaba en la parte delantera de la mansión.

– Mejor será que siga solo el resto del camino. ¿Qué tal tiene el brazo?

– Envarado, pero no es nada grave. Sobreviviré.

Tendí mi mano y ella la estrechó.



– Buena suerte -me dijo.

– Lo mismo le deseo.

Caminé entre hierbajos y barro, congelado y cansado. Cuando me volví para mirar, ella había desaparecido.

Me quedé en el restaurante del transbordador durante buena parte del viaje de regreso, bebiendo café y repasando todo lo que acababa de enterarme. Cuando llegué al hotel llamé a Milo a la comisaría, pero me dijeron que no estaba allí. Probé con el número de su casa. Me contestó Rick Silverman.

– Hola, Alex. Se oye mucho ruido de estática. ¿Es una llamada de mucha distancia?

– Lo.es. Desde Seattle. ¿No ha regresado Milo aún?

– No. Lo espero de vuelta mañana. Se fue a Méjico a unas supuestas vacaciones, pero a mí me suenan a trabajo.

– Lo és. Está estudiando la vida pasada de un tipo llamado McCaffrey.

– Lo sé. El religioso que tiene el asilo para niños. Me dijo que tú le habías puesto sobre su pista.

– Quizá yo despertase su interés, pero cuando hablé con él del asunto me echó a un lado. ¿Mencionó qué fue lo que le llevó a hacer ese viaje?

– Déjame ver… recuerdo que dijo haber telefoneado a la policía de allá abajo, es un pueblecito, no me acuerdo qué nombre tiene. Y ellos le dieron un buen sobresalto. Implicaron que tenían algo fuerte sobre el tipo, pero que para conseguirlo tendría que irles a ver con algo de pasta. Esto me sorprendió… yo creía que los polis cooperaban entre sí, pero él me dijo que siempre funciona así.

– ¿Y eso es todo?

– Eso es todo. Me invitó a acompañarle, pero no me iba bien por el trabajo… tenía una guardia de veinticuatro horas en este momento y hubiera tenido que hacer muchos cambios con los demás.

– ¿Has tenido noticias suyas desde que se marchó?

– Sólo una postal desde el aeropuerto de Guadalajara. Un viejo campesino tirando de un burro junto a un cactus saguaro que parece de plástico. Vaya, algo de muy buen gusto. Y escribió detrás: «Ojalá estuvieras aquí.»

Me eché a reír.

– Si te llama, dile que también me llame a mí. Tengo algo más de información.

– Lo haré. ¿Le digo algo concreto?

– No. Simplemente que llame.

– Vale.

– Gracias. Y a ver si nos vemos algún día, Rick.

– Lo mismo digo. Quizá cuando él vuelva y arregle este asunto.

– Me parece bien.

Me quité la ropa y examiné mi brazo. Supuraba un poco, pero no era nada malo. Kim Hickle había hecho un buen trabajo de reparación. Hice media hora de ejercicios de desentumecimiento y un poco de karate, luego me empapé durante cuarenta y cinco minutos en un baño caliente, mientras leía el ejemplar de la guía de Seattle facilitada por el hotel.

Llamé a Robin, no obtuve respuesta, me vestí y salí a cenar. Recordaba un lugar de mi anterior visita, un comedor encofrado en cedro con una vista sobre el Lago Union, donde hacían salmón a la barbacoa, sobre brasas de madera de aliso. Lo hallé usando mi memoria y un mapa, llegué lo bastante pronto como para obtener una mesa con buena vista, y me dediqué a engullir una gran ensalada con roquefort, un hermoso filete de pescado, justo a su punto, acompañado por patatas y judías, un cesto de pan de centeno aún caliente y dos cervezas Coors. Lo coroné con helado de moras casero y café y, con la tripa bien llena, contemplé cómo el sol se ponía en el lago.

Husmeé por un par de librerías en el distrito universitario, no hallé nada excitante o animador, por lo que volví al hotel. En el vestíbulo había una tienda de importaciones de Oriente, que aún estaba abierta. Entré, le compré un gran collar de cloiso

– ¡Alex! Esperaba que fueras tú.

– ¿Cómo estás, muñeca? Te llamé hace un par de horas.

– Me fui a cenar fuera. Yo solita. Me comí una tortilla en un rincón del Café Pelican. No había nadie más en el local. ¿No resulta una imagen patética?

– Yo también he cenado solo, dama mía.

– ¡Qué tristeza! Vuelve pronto a casa, Alex. Te noto mucho a faltar.

– Yo también a ti.

– ¿Ha resultado productivo el viaje?

– Mucho – le conté los detalles, con mucho cuidado de excluir mi encuentro con Otto.