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– ¿De qué se esconde?

Miró al suelo.

– Vamos. No le voy a hacer ningún daño.

– Los otros. Los otros locos.

– Nombres.

– Los que usted mencionó y otros -escupió media docena de nombres que no me sonaban.

– Seamos más específicos: ¿por locos quiere decir usted que son gente que comete abusos sexuales con niños?

– Sí, sí. Yo no lo sabía, Stuart me lo contó luego, cuando estaba en prisión. Se presentaban como voluntarios en un asilo para niños, y luego se llevaban los niños a casa. Les hacían cosas muy feas.

– Y también en su guardería.

– No, no. Allí sólo lo hacía Stuart. Los otros jamás fueron a la guardería, sólo iban al asilo de niños.

– La Casa de los Niños. Su esposo era miembro de la Brigada de los Caballeros.

– Sí. Me dijo que iba a apuntarse para ayudar a los niños; también que sus amigos eran los que le habían animado a hacerlo: el juez, el doctor, los otros. Yo pensé que había sido una idea tan buena por su parte, ya que nosotros no tenemos niños propios, que me sentí muy orgullosa de él. Nunca supe lo que realmente estaba haciendo… tal como no sabía lo que hizo en la guardería.

No dije nada.

– Sé lo que está pensando… en lo mismo que pensaron todos. Que yo lo supe todo desde el principio… ¿Cómo era posible que no supiese lo que mi marido estaba haciendo en mi propia casa? Ustedes me echan las culpas, tanto como yo se las echo a Stuart. ¡Pues se lo aseguro, yo no sabía nada!

Sus brazos se alzaron implorantes, las manos convertidas en garras color azafrán. Me fijé que se había comido las uñas hasta el límite. Había una expresión primitiva, desesperada, en su rostro.

– No lo sabía -repitió, convirtiendo aquello en una mantra de autodeprecación-. No lo sabía. ¡El era mi esposo, pero yo no sabía lo que él hacía!

Necesitaba que le dieran la absolución, pero yo no me sentía padre confesor. Me quedé con los labios apretados y la observé con forzada desenvoltura.



– Tendría que comprender el tipo de matrimonio que éramos Stuart y yo para entender cómo pudo estar haciendo todas esas cosas sin mi conocimiento.

Mi silencio decía: «Convénzame.» Bajó la cabeza y empezó:

– Nos conocimos en Seúl -me explicó -, poco después de la guerra. Mi padre fue un profesor de lingüística y nuestra familia era próspera, pero teníamos lazos con los socialistas, por lo que la CÍA coreana los mató a todos. Tras la guerra se dedicaron a hacer verdaderas matanzas, asesinando intelectuales, a cualquiera que no fuese un esclavo ciego del régimen. Todo lo que poseíamos fue confiscado o destruido. A mí me ocultaron, me entregaron a unos amigos el día antes de que los gorilas de la CÍA coreana irrumpiesen en casa y cortasen el cuello de todo lo que allí había vivo: la familia, el servicio, incluso a los animales. Las casas se pusieron peor cuando el gobierno siguió apretando los tornillos. La familia que me había recogido se asustó y me echaron a la calle. Yo tenía entonces quince años, pero era muy pequeña, muy delgadita, parecía tener doce. Mendigué, comí restos de las basuras. Me… me vendí, di mi cuerpo por dinero. Tenía que hacerlo, para sobrevivir.

Se interrumpió, miró a través de mí, reunió fuerzas y continuó:

– Cuando Stuart me halló, estaba presa de la fiebre, llena de parásitos y con una enfermedad venérea, cubierta de pústulas. Era de noche, yo estaba tapada con periódicos en un callejón de la parte trasera de un café al que iban los soldados americanos a comer y beber y a buscar chicas. Yo sabía que era bueno aguardar en lugares como aquél, porque los americanos tiraban bastante comida como para alimentar a familias enteras. Estaba enferma y apenas si me podía mover, pero aguardé durante horas, obligándome a permanecer despierta, para que los gatos no se comieran los restos antes que yo. El restaurante cerraba poco después de la medianoche. Los soldados salieron, gritones, borrachos, tambaleándose por el callejón. Luego salió Stuart, solo y sobrio. Después me enteré que jamás bebía alcohol. Yo traté de permanecer callada, pero el dolor me hizo gemir. Él me oyó, se acercó, tan grande, un gigante de uniforme, inclinándose sobre mí, y diciéndome: «No te preocupes, niñita.» Me alzó en sus brazos y me llevó a su apartamento. Tenía montones de dinero, lo bastante como para tener su propio alojamiento, fuera del cuartel. Los soldados americanos estaban de permiso, celebrándolo, haciendo un montón de niños no deseados. Stuart no hacía nada de eso; él usaba ese sitio para escribir poesía, y trastear con sus camaradas. Para estar solo.

Pareció perder la noción del tiempo y el lugar, y se quedó mirando con aire ausente a las oscuras paredes de madera.

– Le llevó a su casa – la urgí.

– Me cuidó durante cinco semanas. Me trajo médicos, me trajo medicinas. Me alimentó, me bañó, estuvo sentado junto a mi cama leyéndome cómics americanos… a mí me encantaban los cómics americanos, porque mi padre siempre me los había traído a casa cuando volvía de viaje: Anita la Huerfanita, Terry y los Piratas, Dagwood, Blondie… me los leía con su voz amable y suave. Era diferente a todo otro hombre que yo hubiera conocido. Delgado, silencioso, como un maestro con aquellas gafas que hacían parecer tan grandes sus ojos, como los de un enorme pájaro.

«Hacia la sexta semana yo ya estaba bien. Vino a la cama y me hizo el amor. Ahora sé que todo aquello formaba parte de su enfermedad… debió haber pensado que yo era una niña pequeña, esto debió de haberle excitado. Pero yo me sentía una mujer. Y al pasar los años, cuando me convertí en una mujer, cuando ya claramente no era una niña, él perdió todo el interés en mí. Acostumbraba a vestirme con ropa infantil… y como soy pequeña, podía ponérmela. Pero, cuando crecí y vi lo que era el mundo exterior, yo ya no quise saber nada de aquello. Me puse dura en mi postura y él se echó hacia atrás. Quizá fue entonces cuando empezó a actuar movido por su enfermedad…»

Siguió con voz dolida:

– Quizá fuera mi falta. Por no satisfacerle.

– No. Él era un hombre turbado. No tiene usted que cargarse con esa responsabilidad -le dije, no con total sinceridad. No quería que aquello degenerase en una llantina y una sesión de autorrecriminaciones.

– No sé. Incluso ahora me parece irreal: los periódicos, los artículos acerca de él. Acerca de nosotros. Era un hombre tan amable, gentil, tranquilo.

Había oído pintar retratos similares de otras personas que se habían dedicado a abusar de menores. A menudo eran hombres excepcionales, bien educados, con una habilidad natural para establecer una buena relación con sus pequeñas víctimas. Pero, naturalmente, no podía ser de otra manera: los niños no se arremolinan en derredor de un ogro sin afeitar, vestido con una gabardina sucia. Pero se sentirán atraídos por el Tío Wally, que es mucho más bueno que los malvados Papá y Mamá y los otros mayores que no entienden nada. Tío Wally con sus trucos mágicos y su maravillosa colección de cromos de jugadores de fútbol y juguetes increíbles en casa, y bicicletas, y videocassettes, y cámaras e increíbles y extraños libros…

– Tiene usted que comprender lo mucho que yo le amaba -me estaba diciendo ella-. Me salvó la vida. Era americano. Era rico. Y además me decía que me amaba. «Mi pequeña geisha», me llamaba. Yo me reía y le decía: «No, yo soy coreana, so tonto, ¡Los japoneses son unos cerdos!» Y él sonreía y volvía a llamarme pequeña geisha de nuevo.

«Vivimos juntos en Seúl, durante cuatro meses. Esperaba que saliese del cuartel con permiso, le cocinaba, limpiaba, le llevaba sus zapatillas. Era su esposa. Cuando llegaron los papeles de licenciamiento, me dijo que me iba a llevar a los Estados Unidos. Me sentía en el cielo. Naturalmente su familia, ya sólo le quedaban su madre y algunas tías viejas, no iban a querer tener nada que ver conmigo. A Stuart no le importaba, tenía dinero propio, un legado de su padre. Viajamos juntos a Los Ángeles. Me dijo que había estudiado allí… asistió a la Facultad de Medicina, pero no logró acabar. Se buscó un trabajo como técnico médico. No necesitaba trabajar y era un empleo que no le daba mucho, pero le gustaba, decía que le mantenía atareado. Le gustaban las máquinas, los contadores y los tubos de ensayo… siempre fue un manitas. Me entregaba su paga entera, como si fuera dinero de bolsillo, y me decía que me lo gastase en cosas para mí.