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– Creí que debía de hacerle una visita.
– No quiero visitantes. Y no le conozco.
– ¿No me conoce? ¿No le dice nada el nombre Alex Delaware?
No se molestó en mentir, se limitó a no decir nada.
– Fue mi consultorio el que su querido Suart eligió para su gran acto final… o quizá lo eligieron por él.
– No sé de qué está usted hablando. No deseo su compañía -su inglés era seco y con algo de acento.
– ¿Por qué no llama a su mayordomo y hace que me eche?
Sus mandíbulas se apretaron, los dedos de su mano se engarfiaron alrededor de la linterna.
– ¿Se niega a irse?
– Hace frío fuera y llueve. Le agradecería que me diera la oportunidad de secarme.
– ¿Y entonces se irá?
– Entonces me quedaré y hablaremos un poco. Acerca de su difunto esposo y sus buenos amigos.
– Stuart está muerto. No hay nada de lo que hablar.
– Creo que hay mucho. Tengo montones de preguntas. Ella dejó la linterna y cruzó los brazos sobre su pecho.
Había desafío en aquel gesto. Cualquier traza de miedo había desaparecido de su comportamiento y ahora éste era de irritación por ser molestada. Esto me asombró: ella era una mujer sola que se veía enfrentada a un desconocido en un lugar solitario, pero no se le notaba pánico.
– Es su última oportunidad -dijo.
– No estoy interesado en descubrir su escondrijo. Sólo déjeme…
Chasqueó la lengua contra la parte superior de su paladar.
Una gran sombra se materializó en algo vivo, que respiraba.
Vi lo que era y mis tripas se hicieron gelatina.
– Éste es Otto. No le gustan los extraños.
Era el perro más grande que jamás hubiera visto, un gran danés del tamaño de un poney, con el color de un dálmata: piel blanca con manchas negras. Una de sus orejas estaba parcialmente arrancada. Sus mandíbulas eran negras y goteaban saliva, colgando sueltas en esa medio sonrisa, medio mueca tan característica de los perros de ataque, revelando colmillos nacarados y una lengua del tamaño de una bolsa de agua caliente. Sus ojos eran como los de un cerdo y demasiado pequeños para el tamaño de aquel cabezón. Mientras me estudiaban mostraban puntitos de luz naranja.
Debí de moverme, porque sus orejas se pusieron tiesas. Jadeó y miró a su ama. Ella le hizo un ruidito de ánimo. Él jadeó aún más y le dio en la mano un rápido lametón con aquel pedazo de carne rosa que era su lengua.
– Hola, perro bonito -dije. Las palabras me salieron ahogadas. Sus mandíbulas se abrieron aún más en un bostezo gruñiente.
Me eché hacia atrás y el perro arqueó su cuello hacia adelante. Era una bestia musculosa, desde la cabeza hasta su tembloroso trasero.
– Ahora quizá no quiera que se vaya usted -comentó Kim Hickle.
Me retiré un poco más. Otto exhaló y emitió un sonido que le salió de lo más profundo de su tripa.
– Le dije que no la descubriría.
– Eso es lo que usted dice.
Di dos pasos más hacia atrás. Pasitos de bebé. Jugando a una enloquecida versión de ese juego en que un niño imita lo que hace otro, el perro dio dos pasos hacia adelante.
– Yo sólo quería que me dejasen tranquila -dijo ella-. Que nadie me molestase. Ni a mí ni a Otto.
Miró amorosamente al enorme bruto.
– Usted me encontró. Usted me molesta. ¿Cómo me encontró?
– Dejó usted su nombre en la ficha de la biblioteca del Jedson College.
Frunció el ceño, molesta por su paso en falso.
– Entonces, usted me anda buscando.
– No, el hallar su nombre en esa ficha fue por accidente. No es a usted a quien ando buscando.
Chasqueó la lengua de nuevo y Otto se acercó un poco más a mí. Su mueca malévola se hizo más grande. Lo podía oler, acre y ansioso.
– Primero usted, luego seguirán otros. Haciendo preguntas. Acusándome, diciendo que soy mala. Y no soy mala. Soy una buena mujer, buena con los niños. Fui una buena esposa de un hombre enfermo, pero no soy una mujer enferma.
– Lo sé -le seguí la corriente-. No fue culpa suya. Otro chasquido. El perro se colocó a distancia de salto.
Lo tenía controlado como un juguete de esos que se mueven con una radio: en marcha, Otto; párate, Otto; mata, Otto…
– No. No fue culpa mía.
Di un paso atrás. Otto me siguió, al acecho, con una pata rascando el suelo, los pelillos erizados.
– Me iré -dije-. No tenemos que hablar, no es tan importante. Se merece usted conservar su intimidad.
Estaba diciendo cualquier cosa, tratando de ganar tiempo, con la mirada puesta en las herramientas del rincón. Mentalmente medía la distancia hasta la horca, practicando inmóvil el movimiento que tendría que hacer.
– Ya le di una oportunidad y usted no la tomó. Ahora ya es demasiado tarde.
Chasqueó dos veces y el perro saltó, viniendo hacia mí una mancha desdibujada de oscuridad gruñente. Vi sus patas delanteras alzadas en el aire, la húmeda, hambrienta y cortante boca, los ojos naranja apuntados hacia su blanco, todo ello en una fracción de segundo. Y, en ese mismo segundo, hice una finta hacia la derecha, me hundí de rodillas y me abalancé sobre la horca. Mis dedos se cerraron sobre la madera y la alcé de un tirón, dando un golpe hacia arriba y adelante.
Cayó sobre mí, una tonelada de monstruo en tensión, aplastándome el aliento del pecho, con las garras y las mandíbulas arañando y mordiendo. Algo atravesó la ropa, luego el cuero, luego la piel. El dolor tomó posesión de mi brazo desde el codo hasta el hombro, punzante y mareante. El mango de la horca se escapó de mi mano. Me cubrí el rostro con una manga, mientras Otto me daba topetazos con su nariz húmeda, tratando de clavar aquellas mandíbulas como sierras circulares en mi garganta. Di un giro sobre mí mismo, tanteé a ciegas por la horca, la así, la perdí de nuevo. Le di un puñetazo con los nudillos en su coronilla. Era como golpear un blindaje. Se levantó sobre sus patas de atrás, rugiendo de ira y se dejó caer. Yo le di la vuelta a la horca para que las púas estuvieran hacia arriba. Él se abalanzó, tirando todo su peso sobre mí. Mis piernas se doblaron y mi espalda tocó el suelo. Me quedé sin aire y luché por mantenerme consciente, rodeado de piel peluda que luchaba por matarme y tratando, como fuera, de mantener la horca entre ambos.
Entonces él gimió de un modo muy agudo y, al mismo tiempo, noté como la horca daba contra hueso, resbalaba y lo rascaba mientras yo giraba el mango, repleto de odio. Las puntas entraron en él como un cuchillo en la mantequilla.
Nos abrazamos, con la lengua del perro en mi oreja, su boca saliveando, abierta en agonía, a un par de centímetros sólo de arrancarme un pedazo de la cara. Puse toda mi fuerza tras la horca, empujándola y girándola, apenas si dándome cuenta de los gritos de la mujer. Él gritaba como un cachorrillo. Las púas se hundieron un centímetro final y luego ya no pudieron hacerlo más. Sus ojos se abrieron mucho con una mirada de orgullo herido, parpadearon espasmódicamente y luego se cerraron. El enorme corpachón se estremeció convulsivamente encima de mí. Un chorro de sangre surgió de su boca, salpicándome en la nariz, labios y barbilla. Me dieron arcadas al notar aquella cosa viscosa y cálida. La vida desapareció de él y yo luché por rodar y liberarme de su cuerpo.
Todo aquello había durado menos de un minuto.
Kim Hickle miró al perro muerto y luego me miró a mí, e hizo una intentona de salir corriendo por la puerta. Yo me empujé hasta ponerme de pie, arranqué la horca de aquel barril de pecho y le bloqueé el camino.
– Atrás -jadeé. Moví la horca y gotitas de sangre volaron por el aire. Se quedó helada.
El invernadero estaba en silencio. La lluvia había cesado. El silencio fue roto por un sonido bajo y ronco: burbujas de gas se escapaban del cadáver del perro. Una masa fecal siguió, corriendo hacia abajo por las inmóviles patas y mezclándose con la tierra del suelo.
Ella lo vio y empezó a llorar. Luego se derrumbó y se sentó en el suelo con el aspecto estupefacto e inerme de los refugiados.