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La biblioteca era adecuadamente austera y muy respetablemente atiborrada con libros y revistas, sobre todo tratándose de una universidad del tamaño de Jedson. La sala principal era una catedral de mármol tapizada con grueso terciopelo rojo e iluminada por ventanas descomunales colocadas a tres metros de distancia unas de otras. Estaba repleta de mesas de lectura en arce, lámparas con pantallas de color verde, sillones de cuero. Lo único que faltaba era gente que leyera los augustos volúmenes que empapelaban las paredes.

El bibliotecario era un joven afeminado con el cabello cortado muy corto y un bigote como trazado a lápiz. Su camisa era a cuadros roja y su corbata amarilla de punto. Estaba sentado tras la mesa de las referencias, leyendo un ejemplar reciente de la revista Artforum. Cuando le pregunté dónde estaba la sección de las tesis, alzó la vista con la atónita expresión de un ermitaño que observa cómo alguien penetra en su cubil.

– Allí – dijo lánguidamente, y señaló a un punto en el extremo sur de la sala.

Había un fichero en madera y en él hallé listada la tesina de Gretchen Chaplain. El título de su obra magna era Brindamoor: Historia y Geografía de la Isla.

Las tesis de Frederick Chalmers y O. Winston Chastain se hallaban presentes, pero el correcto lugar de la de Gretchen, entre esas dos, estaba vacío. Comprobé y volví a comprobar por su numeración de archivo, pero fue un ritual sin resultado: el estudio sobre Brindamoor había desaparecido.

Regresé con el Camisa Roja y tuve que aclararme la garganta por dos veces antes de que lograse arrancarlo de un artículo sobre Billy Al Bengston.

– ¿Si?

– Estoy buscando una tesis específica y no logro hallarla.

– ¿Ha comprobado la ficha, para asegurarse de que esté adecuadamente listada?

– La tarjeta está, pero la tesis no.

– ¡Qué infortunio! Supongo que deben de habérsela llevado.

– ¿Podría comprobarme eso, por favor?

Suspiró y tardó demasiado tiempo en levantarse de su sillón.

– ¿Cuál es el nombre del autor?

Le di la información necesaria y él se fue tras la mesa de las referencias con expresión dolida. Le seguí.

– La Isla de Brindamoor… un sitio muy aburrido. ¿Por qué quiere usted saber algo de allí?

– Soy un profesor de la Universidad de California en Los Angeles de visita aquí y esto forma parte de mi investigación. No sabía que tuviera que explicar para qué la quiero.

– ¡Oh, no ha de hacerlo! -dijo él, rápidamente, y hundió la nariz en un montón de fichas. Levantó una porción de las cartulinas y las fue barajando como si fuera un profesional de los casinos de Las Vegas. Al fin dijo-: ¡Aquí está! Esa tesis se la llevaron hace seis meses… uy, hace tiempo que la hubieran tenido que devolver, ¿no?

Tomé la ficha. Bien poca atención había sido prestada a la obra maestra de Gretchen. Antes de la última vez que la retirasen, hacía medio año, no había sido pedida desde 1954, en que lo había hecho la propia Gretchen. Probablemente se la quería enseñar a los retoños: Mami fue una escritora en otro tiempo, cariños…

– A veces nos retrasamos en pedir las publicaciones que se han llevado a casa. Me ocuparé de esto, profesor. ¿Quién ha sido el último que se la ha llevado?

Miré la firma y se lo dije. Y mientras el nombre salía de mi boca mi cerebro estaba procesando la información. Para cuando se hubieron disuelto las dos palabras, sabía que mi misión no estaría completa sin un viaje a la isla.

24



El transbordador a la Isla de Brindamoor hacía su viaje matutino a las siete treinta.

Cuando me llamaron a las seis de conserjería ya me hallaron duchado, afeitado y tensamente impaciente. La lluvia había empezado de nuevo, poco después de la medianoche, golpeando las paredes de cristal de mi suite en el hotel. Me había despertado por un instante en el que, medio despierto medio dormido, me había parecido oír cascos de caballo en estampida por el pasillo, pero de todos modos me había dormido de nuevo. Ahora continuaba cayendo, con la ciudad que había abajo mojada y desenfocada, como si la estuviera viendo dentro de un acuario sucio.

Me vestí con un pantalón deportivo grueso, cazadora de cuero, jersey de lana de cuello vuelto y me llevé la única gabardina que tenía: una trinchera de popelín, sin forro, que estaba muy bien para el sur de California, pero que era de incierta utilidad en mi localización actual. Desayuné rápidamente con salmón ahumado, pastelillos, zumo y café; llegué a los muelles a las siete y diez.

Fui de los primeros en hacer cola a la entrada del portalón de coches. La cola se movía y subí por una rampa y entré en las tripas del ferry tras un minibús Wolkswagen con pegatinas de «Salvad a las Ballenas» en su parachoques trasero. Obedecí las gesticulaciones del tripulante vestido con un mono naranja fosforescente y aparqué a cinco centímetros de la lisa y blanca pared de la cubierta de vehículos. Una subida de dos pisos me llevó a la de pasajeros. Pasé junto a una tienda de regalos, un estanco y un snack bar, todo ello cerrado, y una habitación a oscuras repleta, de pared a pared, con máquinas de juegos de vídeo. Un camarero solitario jugaba al comecocos, devorando puntos con una concentración que le hacía fruncir el entrecejo.

Hallé un asiento con vista hacia la proa, doblé mi gabardina sobre mis rodillas y me recosté para pasar la hora de viaje.

El buque iba prácticamente vacío. Mis pocos compañeros de viaje eran jóvenes y vestidos con ropas de trabajo: personal contratado en el continente, que viajaba a sus trabajos en las mansiones de Brindamoor. Sin duda, el viaje de regreso estaría lleno de viajeros de otro tipo: abogados, banqueros, financieros, camino a sus oficinas del centro y salas de consejo.

El océano cabeceaba y balanceaba al barco, espumándose en respuesta a los vientos de superficie que corrían sobre el mar. Había otros barcos, más pequeños, en el agua; principalmente pesqueros, remolcadores y barcazas, y todos ellos bailaban al mismo son, haciendo reverencias y balanceos. Y si no fuera por lo que se movía el transbordador podría haber sido una maqueta puesta sobre una estantería.

Un grupo de seis chicos, aún no en la veintena, subió a la cubierta y se sentó a menos de tres metros. Rubios, barbudos y con distintos grados de descuido en el vestir, a base de ropa caqui arrugada y tejanos engrisecidos por la suciedad, se pasaban entre ellos un termo que, desde luego, no contenía café, bromeaban, fumaban, ponían sus pies sobre sillas y emitían unas carcajadas colectivas que parecían esas risas en off de los programas cómicos televisivos. Uno de ellos se fijó en mí y me ofreció el termo.

– ¿Un trago, tío? – me ofreció.

Sonreí y negué con la cabeza.

Se alzó de hombros, se dio la vuelta y la fiesta empezó de nuevo.

Sonó la sirena del ferry, con el rugido de los motores reverberando a través de las maderas de la cubierta, y comenzamos a movernos.

A mitad del viaje fui a donde se hallaban los jóvenes bebedores, ahora repantingados. Tres de ellos dormían, roncando por sus bocas abiertas, uno estaba leyendo un cómic obsceno y otros dos, uno de ellos el que me había ofrecido de beber, permanecían sentados fumando, como hinoptizados por el extremo encendido de sus cigarrillos.

– Perdonen.

Los dos fumadores alzaron la vista. El lector no me prestó atención.

– ¿Aja? -el generoso sonrió. Le faltaba la mitad de los dientes de delante: o era a causa de una mala higiene dental o por su mal carácter-. Lo siento, tío, no tenemos más sopa Campbell's.

Tomó el termo y lo agitó.

– ¿No es cierto, Dougie?

Su compañero, un chico gordo con bigotazos que le caían y patillas muy pobladas, rió y asintió con la cabeza.

– Aja, no más sopa. De pollo y pasta. Y con cuarenta y cinco grados de alcohol.