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Caímos sobre Roy Longstreth en el mismo momento en que estaba saliendo de su Toyota en el aparcamiento de Thrifty's. Era bajo y de aspecto frágil, con ojos azules aguados y una barbilla poco formada. Prematuramente calvo, el poco cabello que tenía era en los costados de la cabeza y él se lo había dejado largo, cayéndole sobre las orejas, de modo que el efecto general era el de un fraile que llevaba demasiado tiempo meditando y había descuidado su aspecto. Un bigote marrón ratonil atravesaba su labio superior. No tenía nada de la fanfarronería de Pe

– Sí, ¿qué es lo que desean? -inquirió con voz chillona después de que Milo le hiciera el numerito de la placa. Miró su reloj.

Cuando Milo se lo explicó, pareció como si fuera a echarse a llorar. Una ansiedad nada característica para un supuesto psicópata. A menos que todo aquello fuera una actuación. Uno nunca sabía qué trucos iban a emplear aquellos tipos cuando se veían obligados a ello.

– Cuando leí lo que había pasado supe que acabarían viniendo a por mí -el bigotillo insignificante temblaba como una ramita en medio de una tormenta.

– ¿Y por qué pensó eso, Roy?

– Por las cosas que él dijo de mí. Le dijo a mi madre que yo era un psicópata. Le dijo que no se fiara de mí. Probablemente estoy apuntado en alguna lista de mochales, ¿no es así?

– ¿Puede usted justificar dónde se hallaba en la noche del asesinato?

– Sí. En eso es en lo primero en que pensé cuando leí lo del asesinato… van a venir a por mí y me van a hacer preguntas sobre eso. Me aseguré de recordarlo, incluso lo escribí. Me escribí una nota a mí mismo: Roy, esa noche estuviste en la iglesia. Así, cuando vengan a preguntártelo, te acordarás de dónde estabas…

Podía haber seguido con aquello durante un par de días, pero Milo le cortó:

– ¿En la iglesia? ¿Acaso es usted una persona religiosa, Roy?

Longstreth lanzó una risa que estaba ahogada por el pánico.

– No, no. No de los de rezar. Es el grupo de solteros de Westside, en la Iglesia Presbiteriana de Bel Air… es el mismo sitio al que acostumbraba a ir Ronald Reagan.

– ¿Al grupo de solteros?

– No, no, no. A la Iglesia. Acostumbraba a seguir los cultos allí antes de que lo eligieran y…

– De acuero, Roy. ¿De qué hora a qué hora estuvo en el grupo de solteros de Westside?

El ver a Milo tomando notas aún le puso más nervioso.

Comenzó a dar saltitos, como una marioneta en manos de un marionetista con temblores.

– Desde las nueve a la una treinta… me quedé hasta el final. Ayudé a limpiar. Puedo decirles lo que sirvieron: fue guacamole y nachos, y también había jarras de vino marca Gallo y una salsa de gambas, y…

– Naturalmente hay mucha gente que le vio a usted allí.

– Seguro -dijo, luego se interrumpió -. Yo… yo en realidad no me mezclé mucho en los grupos. Ayudé atendiendo en el bar. Vi a montones de gente, pero no sé si alguno de ellos… si me recordarán.

Su voz había ido atenuándose hasta un susurro.

– Eso podría ser un problema, Roy.

– A menos que… no… sí… la señora Heatherington. Es una señora mayor. Ayuda a las funciones religiosas sin cobrar. Ella también se quedó a limpiar. Y estuvo sirviendo. Pasé mucho rato hablando con ella… puedo incluso contarles de hablamos. Fue acerca del coleccionismo. Ella colecciona Norman Rockwells y yo colecciono Icarts.

– ¿Icarts?

– Ya saben, los grabados de Art Deco.

Las obras de Louis Icart se cotizaban a un alto precio en aquellos tiempos, me pregunté cómo podría permitirse comprarlas un farmacéutico.

– Mi madre me regaló uno cuando tenía dieciséis años y me… -buscó la palabra correcta-… cautivó. Me regala uno para cada uno de mis cumpleaños y yo me he hecho con algunos más por mi cuenta. El doctor Handler también los coleccionaba, ¿saben? Eso…

Dejó que sus palabras muriesen.

– ¿Oh, sí? ¿Le mostró a usted su colección? Longstreth negó enérgicamente con la cabeza.

– No. Tenía uno en su consultorio. Me fijé en él y empezamos a hablar del tema. Pero luego lo usó en contra mía.

– ¿Y cómo fue eso?

– Tras la evaluación… ya saben que me mandaron a él por orden del juez, después de que me cazasen… -miró nerviosamente al edificio de la Thrifty's -… robando en una tienda.



Las lágrimas llenaron sus ojos.

– ¡Por Dios, tomé un tubo de cemento para plástico en la Sears y me atraparon! ¡Pensé que mi madre se moriría de la vergüenza! ¡Y temía que lo descubrieran en la Facultad de Farmacia… fue horrible!

– ¿Y cómo utilizó en contra de usted el que coleccionase Icarts? -preguntó pacientemente Milo.

– De alguna manera implicó, aunque se cuidó mucho de nunca decirlo concretamente, pero lo fraseó de un modo en que uno sabía lo que él quería decir, aunque nunca se le podría acusar de haberlo dicho…

– ¿Qué es lo que implicó, Roy?

– El que se le podría sobornar. Que si le regalaba un Icart o dos… incluso mencionó los que más le gustaban, podría escribir un informe favorable.

– ¿Y lo hizo usted?

– ¿El qué? ¿Sobornarle? ¡Nunca en la vida, eso hubiera sido deshonesto!

– ¿Y él insisitió al respecto? Longstreth se mordisqueó las uñas.

– Como ya le he dicho, lo hizo de un modo que no se le podía acusar de nada. Se limitó a decir que era un caso fronterizo: que tenía una personalidad psicopática, o algo menos estigmatizador: que tenía una reacción de ansiedad o algo así… que podía decantarme en cualquiera de los dos sentidos. Al final le dijo a mi madre que era un psicópata.

El demacrado rosto se contrajo con la ira.

– ¡Me alegra que esté muerto! ¡Ya está, ya lo he dicho! Eso es lo primero que pensé cuando lo leí en el periódico.

– Pero usted no lo hizo.

– ¡Claro que no! No hubiera podido. ¡Yo huyo de la maldad, no la abrazo!

– Hablaremos con la señora Heatherington, Roy.

– Sí. Pregúntenle sobre los nachos y el vino… creo que era Gallo Hearty Burgundy. Y también había un ponche de frutas con rodajas de naranja flotando en él. En un bol de cristal tallado. Y, al final, una de las mujeres se mareó y vomitó en el suelo. Yo ayudé a limpiarlo…

– Gracias, Roy. Ya puede marcharse.

– Sí. Lo haré.

Se dio la vuelta como un robot, una figura delgada con una corta bata azul de farmacéutico, y caminó hacia Thrifty's.

– ¿Y está vendiendo fármacos? -pregunté, incrédulo.

– Debe de estar, si es que no lo han puesto en alguna lista de dementes -Milo se metió el bloc de notas en el bolsillo y caminamos hacia el coche -. ¿A ti te ha parecido un psicópata?

– No, a menos que sea el mejor actor de toda la faz de la Tierra. Esquizoide, introvertido. En todo caso, preesquizofrénico.

– ¿Peligroso?

– ¿Quién sabe? Enfréntalo con el suficiente estrés y puede estallar. Pero yo creo que más bien elegiría la ruta del ermitaño: acurrucarse en la cama, tocársela, marchitarse, seguir así una década o dos, mientras mami le va ahuecando las almohadas.

– Si esa historia de los Icarts es cierta lanza algo más de luz sobre nuestra amada víctima.

– ¿Handler? Era todo un doctor Schweitzer.

– Eso -dijo Milo-. Justo el tipo de tío que uno desearía ver muerto.

Llegamos a Coldwater Canyon antes de que quedara atascado con los coches de los que volvían del trabajo a sus casas del Valle, y entramos en Burbank hacia las cuatro y media.

La Presto Instant Print era uno de las docenas de edificios de cemento gris que llenaban la zona industrial, cercana al aereopuerto de Burbank, como si fueran otras tantas lápidas desmesuradas. El aire olía tóxico y el rugido flatulento de los reactores estremecía el cielo a intervalos regulares. Me pregunté cuál sería la esperanza de vida de quienes pasaban allí las horas del día.

Maurice Bruno había ido hacia arriba en este mundo desde que se había hecho su historial. Ahora era uno de los vicepresidentes, encargado de las ventas. También resultaba que no se le podía ver, según nos dijo su secretaria, una morena flexible con una boca pensada para decir no.