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Ella murmuró una sola palabra:

– Pa-pá.

Cerré la puerta de la habitación. Bonita estaba en la cocina estrujándose las manos. Llevaba puesta una vieja bata de hombre en tela de toalla. Se había recogido el cabello hacia atrás en un moño, que había cubierto con un pañuelo. Tenía un color más pálido del que le recordaba y se estaba atareando en la limpieza.

Towle se inclinó hacia su maletín negro. Lo cerró con un chasquido, se irguió y se pasó los dedos por el cabello. Al verme se alzó todo lo que pudo y me lanzó una mirada asesina, dispuesto a echarme otro discurso.

– Espero que esté contento -dijo.

– No empiece -le advertí-. Nada de «ya se lo había dicho».

– Ya puede ver por qué me preocupaba la idea de manipular la mente de esta niña.

– Nadie ha manipulado nada -podía notar cómo la tensión me subía por las tripas. Era el compendio de toda figura hipócritamente autoritaria que yo jamás hubiera detestado.

Agitó la cabeza con aire condescendiente.

– Es obvio que su memoria necesita un buen repaso.

– Es obvio que es usted un maldito y sacrosanto mamón.

Los ojos azules centellearon. Apretó los labios.

– ¿Y que pasará si le llevo ante el Comité de Ética del Consejo Médico del Estado?

– Hágame el favor de hacerlo, doctor.

– Estoy pensándomelo muy seriamente -parecía un predicador calvinista, todo él dureza, autoridad y convicción en sus propias creencias.

– Hágalo y tendremos una pequeña charla acerca del uso adecuado de la medicación con estimulantes en los niños.

Sonrió.

– Se necesitará algo más que usted para ensuciar mi reputación.

– Estoy seguro de eso – yo tenía los puños apretados -. Usted tiene legiones de leales seguidores. Como esa mujer de ahí -apunté hacia la cocina-. Son desechos humanos que le llevan sus niños a usted y usted los manosea, les da un repaso rápido y la pastilla; los ajusta a las especificaciones que le señalan. Los hace buenos y silenciosos, atentos y obedientes. Adormecidos zombies pequeñitos. Es usted un maldito héroe.

– No tengo por qué escuchar esto -se adelantó.

– No, no tiene por qué, héroe. Pero ¿por qué no entra ahí y le dice lo que realmente piensa de ella? Protoplasma que no vale una mierda… ¿y que más? ¡Ah, si, malos genes, nula capacidad de introspección!

Se detuvo en seco.

– Tranquilo, Alex – Milo habló desde el rincón en tono de advertencia.

Bonita llegó de la cocina.

– ¿Qué es lo que pasa? -quiso saber. Towle y yo estábamos frente a frente, como boxeadores después de que suene la campana.

Él cambió su comportamiento y le sonrió de un modo encantador.

– Nada, querida amiga. Una siemple discusión profesional. El doctor Delaware y yo estábamos tratando de decidir lo que es mejor para Melody.

– Lo que es mejor es que ya no la hipnoticen más. Usted me lo ha dicho.

– Sí – Towle dio unos golpecitos con el pie, tratante de no parecer tan incómodo-. Ésa era mi opinión profesional.

Le encantaba aquella palabra, «profesional».

– Y sigue siéndola.

– Bueno, pues dígaselo a él -me señaló.

– De eso era de lo que estábamos hablando, amiga mía.

Debió de sonar demasiado suave, porque el rostro de ella se endureció y su voz bajó de tono de un modo sospechoso.

– ¿Y qué es lo que hay que hablar? No quiero ni a ése ni a ése -el segundo apuntado era Milo-… más por aquí.

Se volvió hacia nosotros.



– ¡Trata una de ser buena samaritana y ayudar a los polis y esto es lo que se obtiene! Ahora mi niña tiene ataques y da alaridos y yo voy a perder mi trabajo. ¡Sé que lo voy a perder!

Se le desplomó el rostro. Lo ocultó entre sus manos y empezó a llorar. Towle intervino como un gigoló de Hollywood, colocando los brazos alrededor de ella, consolándola, diciéndole que ya estaba bien.

La llevó hasta el sofá y la sentó, quedándose en pie junto a ella, dándole palmaditas en el hombro.

– Voy a perder mi puesto -decía ella entre las manos-. Aquí no les gustan los ruidos.

Descubrió el rostro y alzó su mirada llorosa hacia Towle.

– Vamos, vamos, todo irá bien. Yo me ocuparé de ello.

– Pero, ¿y qué hay de los ataques?

– También me ocuparé de eso -me lanzó una mirada punzante, llena de hostilidad y, estoy seguro, también con un poco de miedo.

Ella se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga.

– ¡No comprendo por qué ha tenido que despertarse gritando ¡«papi, papi»! Ese bastardo nunca ha estado por aquí para levantar un dedo por nosotras, ni me ha dado un centavo para ayudar al mantenimiento de la niña. ¡No la quiere nada! ¿Por qué grita llamándolo, doctor Towle? – alzó la vista hacia él, como el novicio que espera la palabra de su superior.

– Vamos, vamos.

– Ese Ro

Era fea. Una gruesa y desnuda cicatriz rojiza del tamaño de una gruesa lombriz. Una lombriz que hubiera horadado bajo la piel y se hubiese instalado allí. La epidermis alrededor estaba lívida y abotargada, mostrando los rastros de una mala cirugía, y estaba desprovista de cabello.

– ¡Ahora ya saben por qué siempre la llevo tapada! – gritó-. ¡Él me hizo esto! ¡Con una cadena! ¡Ro

– Vamos, vamos -dijo Towle. Se volvió hacia nosotros -. Caballeros, ¿tienen algo más de lo que hablar con la señora Qui

– No, doctor -dijo Milo y se giró para marcharse. Me tomó del brazo para llevarme fuera, pero yo sí tenía algo que decir.

– Dígaselo, doctor. Dígale que eso no son ataques, que son terrores nocturnos y que desaparecerían por sí solos si la mantienen tranquila. Dígale que no hay necesidad de más fenobarbitol, o Dilantina, o Tofranil.

Towle siguió dándole palmaditas en el hombro.

– Muchas gracias por su opinión profesional, doctor. Llevaré el caso del modo que crea más adecuado.

Seguía allí como si hubiera echado raíces.

– Vamos, Alex -Milo me sacó por la puerta.

El aparcamiento del complejo estaba repleto de Mercedes, Porsches, Alfa Romeos y Datsuns Z. El Fiat de Milo, aparcado frente a una toma de agua de los bomberos, parecía tan tristemente fuera de lugar en aquel sitio como un paralítico en una pista de carreras a pie. Nos sentamos dentro del mismo, muy hoscos.

– Vaya lío -dijo.

– El muy bastardo.

– Por un momento pensé que ibas a atizarle – dijo con una risita.

– Me tentó, el muy bastardo.

– Parecía que te estaba tomando el pelo. Pensé que entre vosotros os llevavais bien.

– Mientras estábamos en su terreno. En el campo intelectual éramos colegas, pero cuando las cosas se fueron al cuerno tuvo que buscar un chivo expiatorio. Es un egomaníaco. El Doctor es omnipotente. El Doctor lo puede arreglar todo. ¿No viste como ella lo adoraba, al Gran Padrecito Blanco? Probablemente le abriría las venas a la niña si él se lo ordenase.

– ¿Estás preocupado por la niña?

– ¡Ya lo creo que lo estoy! Sabes exactamente lo que va a hacer ahora, ¿no? Más droga y, en un par de días, esa niña va a ser una auténtica drogata, andará por las nubes.

Milo se mordisqueó el labio. Al cabo de un par de minutos dijo:

– Bueno, no hay ya nada que podamos hacer al respecto. Lamento haberte metido en esto.

– Olvídalo. La culpa no ha sido tuya.

– No, sí que ha sido culpa mía. He sido un vago, tratando de lograr solucionar el lío ese de lo de Handler con un milagrito. He estado evitando seguir la vieja rutina del desgastar la suela de los zapatos. Interrogar a los asociados de Handler, pedirle al ordenador la lista de los tipos malos con la navaja fácil e irlos tachando uno tras otro, después de comprobarlos. Rebuscar en los archivos de Handler. Todo el asunto estaba planteado mal desde el principio, basado en un gran interrogante, en una niña de siete años.