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Mut Ang — algo avanzado el torso, la cara levantada hacia los paneles rómbicos del techo— no advirtió la presencia de los recién llegados. Sus dedos rozaban suavemente las teclas. Lo mismo que en el antiguo piano de cola, los dedos del músico imprimían todos los matices del sonido, aunque no lo producían el macillo y la cuerda, sino mediante finísimos impulsos electrónicos de sutileza casi cerebral.
Los temas armónicamente entrelazados de la unidad de la Tierra y el Cosmos empezaron a desdoblarse y alejarse. El contraste de una apacible melancolía y el lejano retumbar de un trueno iba cobrando cada vez mayor relieve e intensidad, interrumpido por notas sonoras que parecían gritos de desesperación. De pronto, cesó el desarrollo rítmico y melódico del tema. El choque fue demoledor: todo desmoronóse en un caos disonante y fue a deslizarse, como a un lago oscuro, en los desgarrados lamentos de una pérdida irreparable.
De súbito, bajo los dedos de Mut Ang nacieron los claros y puros sonidos de una alegría cristalina, fundiéndose con la tenue melancolía del acompañamiento.
Afra Devi, vestida con una bata blanca, se deslizó silenciosa al interior de la biblioteca. Svet Sim, el médico de la nave, hizo unas señas al capitán. Mut Ang apartó las manos del teclado, se levantó, y el silencio deshizo al instante el poder de los sonidos, como la rápida noche tropical hace desvanecerse al lucero vespertino.
El médico y el capitán salieron del recinto, acompañados por las inquietas miradas de los oyentes. Cuando estaba de guardia, le había ocurrido al segundo piloto una desgracia muy rara: un ataque de apendicitis purulenta. Seguramente no había cumplido con la exactitud debida todo el programa de preparación médica para el viaje por el Cosmos. Y ahora Svet Sim pedía autorización al capitán para realizar una intervención urgente.
Mut Ang expresó sus dudas. La medicina moderna, que dominaba ya los métodos de regulación nerviosa impulsiva del organismo humano, lo mismo que en los aparatos electrónicos, podía acabar con muchas enfermedades.
Pero el médico de la astronave se mantuvo inflexible. Al enfermo le quedaría un foco latente, que debido a las enormes sobrecargas fisiológicas experimentadas por los astronautas, podía agravarse de nuevo.
El astronauta se tendió sobre un ancho lecho envuelto por la maraña de los cables de los transductores de impulsos. Treinta y seis aparatos observaban el estado del organismo. En la habitación sumergida en la oscuridad, empezó a encender y apagar rítmicamente sus luces y a resonar quedo el aparato de sueño hipnótico. Svet Sim paseó la mirada por todos los artefactos e hizo con la cabeza una señal a Afra Devi, su ayudante. Cada tripulante del Telurio era a la vez científico y maestro en algún dominio de los mecanismos de la nave, así como en cuestión de servicios y alimentación.
Afra acercó hacia sí un cubo transparente. En el ilíquido azulado asomaba un aparato metálico con articulaciones, parecido a una escolopendra gigantesca. Afra extrajo del líquido aquel aparato y, de otro recipiente, un casquillo cónico con finos cables, o mangos, adheridos a él. Bastó un ligero chasquido del cierre para que la escolopendra metálica empezase a moverse con un zumbido apenas perceptible.
Svet Sim volvió a hacer una señal con la cabeza, y el aparato desapareció por la boca abierta del astronauta, que continuaba respirando con toda calma. Iluminóse una pantalla semitransparente, colocada en diagonal sobre el vientre del enfermo. Mut Ang se acercó más aún. Por los órganos internos, cuyos grises contornos adquirieron plena concisión al verdoso resplandor de la pantalla, avanzaba lentamente el aparato articulado. La luz se avivó ligeramente en el momento en que dicho aparato dio un impulso al esfínter gástrico, músculo que cierra el estómago, penetró en el duodeno y empezó a zigzaguear por las múltiples sinuosidades del intestino delgado. Poco después, la punta roma de la escolopendra se clavaba en la base del apéndice.
Allí, en el lugar de la supuración, los dolores arreciaron, y, bajo la presión del aparato, los movimientos de los intestinos se intensificaron tanto, que hubo que recurrir a los calmantes. Minutos después la máquina analítica había esclarecido la causa de la enfermedad — obstrucción casual del apéndice— ; tras de establecer el carácter de la supuración, recomendaba la mezcla necesaria de antibióticos y desinfectantes. El aparato articulado dejó salir unas antenas largas y flexibles, que penetraron profundamente en el apéndice. Después de absorber el pus, extrajeron los granitos de arena que habían penetrado en él. A continuación, se procedió a un enérgico lavado con soluciones biológicas que restablecieron rápidamente el estado normal de la mucosa del apéndice y del ciego.
El enfermo dormía plácidamente mientras en su interior continuaba funcionando ese aparato maravilloso, dirigido por mecanismos automáticos. La operación estaba terminada. El médico no tenía ya más que extraer el aparato.
El capitán del Telurio tranquilizóse. Aunque era inmenso el poderío de la medicina, no faltaban casos en que ciertas particularidades imprevistas del organismo (era imposible determinarlas de antemano entre miles de millones de individuos) provocaban complicaciones inesperadas, que si bien no eran de temer en los enormes establecimientos curativos del planeta, ofrecían peligro en las pequeñas expediciones.
No había ocurrido nada. Mut Ang volvió a sentarse ante el piano-violín en la biblioteca vacía. Como no tenía ya ningún deseo de tocar, dejó caer las manos sobre el teclado y se abismó en sus pensamientos. No era la primera vez que reflexionaba en la felicidad y el porvenir.
Era aquél ya su cuarto viaje al Cosmos... Nunca había pensado que realizaría un salto tan gigantesco en el espacio y el tiempo. ¡Setecientos años! ¡Con lo impetuosa que avanzaba la vida, los muchos adelantos y descubrimientos que se hacían a diario, y los horizontes del saber alcanzados ya en la Tierra! Aunque era cosa difícil hacer comparaciones, setecientos años hubieran significado poca cosa en las épocas de las antiguas civilizaciones, cuando el desarrollo de la sociedad, sin los estímulos del conocimiento y de las necesidades, limitábase a difundirse y poblar extensiones aún deshabitadas del planeta. En aquellos días remotos, el tiempo arrastrábase a paso de tortuga y el progreso humano era tan pausado como ahora el movimiento de los glaciares en las islas del Ártico y Antártico. Siglos enteros habíanse precipitado en el abismo de la inactividad. ¿Qué significaba una vida humana? ¿Qué significaban cien o mil años?
Mut Ang pensó casi horrorizado: ¿cómo hubiesen reaccionado los hombres del mundo antiguo si hubieran podido conocer de antemano la lentitud de los procesos sociales de entonces y comprender que la opresión, la injusticia y la falta de organización del planeta durarían aún tantos años? Retornar al antiguo Egipto al cabo de setecientos años sería ir a parar a esa misma sociedad esclavista con un régimen de explotación más brutal aún. En la milenaria China se hubiera vuelto a las mismas guerras y dinastías de emperadores, y en Europa, habiendo partido al comienzo de la noche religiosa del medioevo, se hubiera regresado en el apogeo de las hogueras inquisitoriales y del terror oscurantista.
Pero, ahora, el intento de echar una ojeada al futuro, a través de siete siglos de incontables mudanzas, mejoras y descubrimientos, provocaba vértigo debido al ávido interés que despertaban los impresionantes acontecimientos.
Y si la auténtica dicha estaba en el movimiento, en el cambio, en el rápido progreso, pensó Mut Ang, ¿quién podría ser más dichoso que él y sus compañeros? Sin embargo, ¡las cosas no eran tan sencillas como parecían a primera vista! La naturaleza humana es tan dual como el mundo que la rodea y que la ha creado. A pesar de que deseamos siempre algo nuevo, nos da lástima de lo pasado, mejor dicho, de lo bueno que la memoria ha filtrado y que en el lejanísimo ayer inspiró leyendas sobre los siglos de oro desvanecidos en el laberinto de los tiempos...