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El Telurio, primera astronave pulsacional de la Tierra, había sido lanzado a un ancho pasillo del espacio, donde no existían acumulaciones estelares ni nubes oscuras. Ese tipo de astronaves, que circulaban por el espacio-cero debía llegar a profundidades mucho mayores de la Galaxia que las alcanzadas por las astronaves anteriores, las anamesónicas, las de propulsión nuclear, que volaban a velocidades iguales a cinco sextas o seis séptimas de la velocidad de la luz. Funcionando según el principio de la compresión del tiempo, las naves pulsacionales eran miles de veces más veloces. Pero, lo peligroso de ellas consistía en que, en el momento de la « pulsación », la astronave no podía ser dirigida. Los seres humanos eran capaces de resistir la pulsación tan sólo hallándose en un estado de pérdida del conocimiento, hundidos en un potente campo magnético. El Telurio avanzaba a saltos, por así decirlo, estudiando meticulosamente el camino, con objeto de comprobar si estaba libre para la pulsación subsiguiente.
La nave debía atravesar el espacio casi vacío de las altas latitudes de la Galaxia, junto a la Serpiente, para llegar a la constelación de Hércules, donde se hallaba una estrella de carbono.
El vehículo cósmico realizaba este extraordinario vuelo para que su tripulación estudiase, en la propia estrella de carbono, los enigmáticos procesos de transformación de la materia, muy importantes para la energética terrestre. Se sospechaba que dicha estrella estaba ligada a una nube oscura en forma de un disco electromagnético giratorio, vuelto de canto hacia la Tierra.
Los sabios esperaban ver, a una distancia relativamente corta del Sol, la repetición de la historia de la formación de nuestro sistema planetario. La « corta distancia » equivalía a ciento diez parsecs o trescientos cincuenta años de camino de un rayo de luz...
Kari Ram controló los aparatos protectores. Indicaban que todas las instalaciones automáticas de la nave se hallaban en perfecto estado. Hecho esto, el joven astronauta se puso a cavilar.
Lejos, muy lejos de allí, a una distancia de setenta y ocho años de luz, había quedado la Tierra, tan hermosa y tan bien acondicionada por los hombres para una vida espléndida y una inspirada labor de creación. En aquella sociedad sin clases, cada persona conocía todo el planeta. No sólo sus fábricas y minas, sus plantaciones e industrias pesqueras, sus centros de enseñanza y de investigación, sus museos y cotos, sino también sus gratos rinconcitos de descanso, soledad o aislamiento con el ser querido.
El hombre, insaciable de saber, había dejado aquel mundo de maravilla, para internarse más y más en los gélidos abismos del Universo, adquirir nuevos conocimientos y descifrar los enigmas de la naturaleza, cada vez más sumisa a él. El hombre iba alejándose, alejándose de la Luna, bañada por los mortíferos rayos X y ultravioleta del Sol; también se alejaba de Venus, tórrido y sin vida, con sus océanos de petróleo, su suelo pegajoso de alquitrán y su eterna niebla, y del frío Marte, cubierto de arenales, con una vida apenas latente en sus entrañas. Habíase empezado a estudiar a Júpiter cuando nuevos aparatos volantes llegaron a las estrellas más cercanas. Las astronaves terrenas visitaron Alfa y Próxima de Centauro, la estrella de Barnard, Sirio, Eta de Erídano y hasta Tau de la Ballena. Se entiende que no eran las propias estrellas sino sus planetas o los más próximos alrededores cuando se trataba de estrellas binarias, como Sirio, exentas de sistemas planetarios...
Pero las naves cósmicas de la Tierra no habían estado aún en planetas donde la vida hubiese llegado ya a su fase superior de desarrollo, donde habitaran seres racionales.
Ondas ultracortas de radio traían desde los lejanos abismos del Cosmos señales de mundos poblados; a veces llegaban a la Tierra miles de años después de ser emitidas. La humanidad, que no hacía sino aprender a leer esos mensajes, empezó a formarse una idea del vasto océano de conocimientos, la técnica y el arte que fluía entre los mundos poblados de nuestra Galaxia... Mundos aún inaccesibles. ¡Qué decir, pues, de otras galaxias o archipiélagos estelares, separados por distancias de millones de años de luz...! Pero eso no hacía sino avivar el deseo de llegar a planetas habitados por hombres que, aunque no se pareciesen a los terrenales, hubieran creado una sociedad sabia, bien desarrollada, donde cada cual tuviese su parte de felicidad, la mayor felicidad que puede corresponder al nivel alcanzado de dominio de la naturaleza. Por lo demás, se tenía noticia de que existía gente muy parecida a la nuestra, y, probablemente, en número mayor que la no parecida. ¡Las leyes de desarrollo de los sistemas planetarios y de la vida en ellos eran homogéneas, no sólo en nuestra Galaxia, sino también en la parte del Universo conocida por nosotros!
La astronave pulsacional, último triunfo del genio humano, brindaba la posibilidad de acudir a las llamadas de mundos lejanos. Si el vuelo del Telurio daba buen resultado, entonces... Pero este nuevo invento, como todo en la vida, tenía dos lados.
— Y aquí tienes el lado opuesto... — Kari Ram, en su ensimismamiento, no se dio cuenta de que había pronunciado en voz alta estas últimas palabras.
Inesperadamente, resonó a sus espaldas la agradable y potente voz de Mut Ang:
Kari Ram se estremeció.
— Yo no sabía que a usted también le gusta la música antigua — comentó, sonriente, el capitán de la astronave—. ¡Esta romanza tiene no menos de cinco siglos!
— ¡No me interesan ahora las canciones! — replicó el piloto—. Estaba pensando en esta astronave... y en qué siglo habríamos de volver...
El capitán se puso serio.
— No hemos efectuado más que la primera pulsación, y usted está pensando ya en la vuelta.
— ¡Oh, no! ¿Para qué hubiera pedido, si no, que me incluyesen en la tripulación? Me ha parecido que... En fin, como volveremos a la Tierra al cabo de setecientos años, y a pesar de la redoblada longevidad de los hombres, hasta los biznietos de nuestros hermanos habrán dejado ya de existir...
— ¿No lo sabía usted acaso?
— Sí, naturalmente — continuó, obstinado, Ram—. Pero se me ha ocurrido otra cosa.
— Comprendo. ¿La aparente inutilidad de nuestro vuelo?
— ¡Sí! Antes de haber sido inventado y construido el Telurio, salieron astronaves de cohetes corrientes en dirección a Fomalhaut, a Capella y Arcturo. La expedición de Fomalhaut ha de retornar dentro de dos años. Han pasado ya cincuenta. Pero las de Arcturo y Capella tardarán aún no menos de cuarenta o cincuenta años, pues estas estrellas se encuentran a distancias de doce y catorce parsecs. En cambio, ahora se construyen ya las naves pulsacionales que, en una pulsación, pueden llegar a Arcturo. Y esa distancia no es nada en comparación con la que hemos de cubrir nosotros. Mientras realicemos el vuelo, la gente habrá vencido definitivamente el tiempo, o el espacio, llámelo como quiera. Y entonces las astronaves terrenas irán mucho más lejos que la nuestra, y nosotros regresaremos con un bagaje de conocimientos anticuados e inservibles...
— Nos hemos ido de la Tierra como se van de la vida los muertos — dijo lentamente Mut Ang— , y volveremos retrasados en nuestro desarrollo y con reminiscencias del pasado.
— ¡Eso era lo que estaba pensando yo!
— Usted tiene razón, y al propio tiempo está profundamente equivocado. El acopio de conocimientos y experiencias, la exploración del insondable Universo deben ser constantes. De lo contrario, se atentaría a las leyes del desarrollo, el cual es siempre desigual y contradictorio. ¡Imagínese que los antiguos investigadores de la naturaleza, tan ingenuos a nuestro parecer, esperasen, digamos, la invención de los microscopios cuánticos modernos! O que los labriegos y albañiles del lejano pasado, que regaron profusamente la tierra con el sudor de su frente, se pusiesen a esperar las máquinas automáticas... ¡sin salir ellos de sus húmedas casuchas de barro y alimentándose de las migajas que les daba la naturaleza!