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— Porque cuanto mayores son los ojos, tantos más detalles del mundo pueden abarcar.

Tey asintió con la cabeza, comprensivo. Uno de los seres desconocidos avanzó e hizo un ademán de invitación. Al instante apagóse el alumbrado terreno del lado opuesto de la galería.

— ¡Vaya! — exclamó disgustado Mut Ang—. Eso no lo había previsto yo.

— Ya está todo hecho — dijo tranquilamente Kari, mientras apagaba el alumbrado corriente y encendía dos potentes lámparas con filtros « 430 ».

— Debemos parecerles cadáveres — rezongó Taina—. Bien poco debe verse favorecida la humanidad con esta luz.

— No tiene usted razón — dijo Mut Ang—. Su espectro de mejor visibilidad se extiende al sector violeta y también, quizá, al ultravioleta. Eso implica que ellos son capaces de percibir un número mucho mayor de matices y tonalidades que nosotros. Mas no sé cómo representarme eso.

— Seguramente les pareceremos más amarillos de lo que somos en realidad — dijo Tey al cabo de un momento de meditación.

— Y eso es mejor que el color azulado de los cadáveres — observó Taina—. ¡Pero miren a su alrededor!

Los tripulantes terrenos sacaron algunas fotografías y trasladaron de su recinto a una pequeña esclusa un altavoz que funcionaba con cristales de osmio. Los astronautas de la otra nave lo recogieron y colocaron sobre un trípode. Kari dirigió un estrecho haz de ondas de radio a una antena que tenía la forma de taza. En la atmósfera fluórica de aquella nave resonaron el habla y la música de la Tierra. Por la misma vía fue trasladado un aparato para analizar el aire y medir la temperatura y la presión atmosférica. Como podía esperarse, la temperatura dentro de la nave blanca era muy inferior a la del Telurio: no pasaba de siete grados. La presión atmosférica superaba a la de la Tierra, y la fuerza de gravedad era casi igual.

— La temperatura de sus cuerpos será, probablemente, más elevada — opinó Afra—. La nuestra es también más alta que la media de veinte grados dominante en la Tierra. Creo que la de sus cuerpos debe ser, sobre poco más o menos, de catorce grados nuestros.

Los desconocidos entregaron unos instrumentos misteriosos encerrados en dos cajitas de malla.

Una de esas cajitas emitió de pronto unas notas agudas intermitentes, de purísima resonancia, que parecían desvanecerse en la lejanía. Los viajeros terrenos comprendieron que los otros estaban acostumbrados a sonidos más agudos que ellos. Aunque su margen de audibilidad era aproximadamente igual al de los seres terrenos, parte de los sonidos graves de la voz humana y de la música no llegaban a captarlo.

Los del otro planeta encendieron de nuevo la luz terrena y los del Telurio apagaron la luz azul. Dos de los seres desconocidos — un hombre y una mujer— se acercaron al transparente tabique. Tras de despojarse tranquilamente de sus rojas vestiduras, quedaron inmóviles, tomados de la mano; luego empezaron a volverse lentamente para que los tripulantes del Telurio pudiesen contemplar sus cuerpos, mucho más similares a los de los habitantes de la Tierra que sus rostros. Las armoniosas proporciones de su figura ajustábanse plenamente al concepto de belleza que se tenía en la Tierra. Sus líneas, más definidas, más angulares, producían una sensación escultural, que acentuaba el juego de luz y sombra de su piel grisácea.

Las cabezas alzábanse arrogantes sobre unos cuellos largos. El varón tenía las espaldas anchas de un trabajador o de un atleta. Las abultadas caderas de la hembra no contradecían en modo alguno la fuerza intelectual que emanaba de aquellos seres llegados de un planeta ignorado.





Al retirarse éstos con un familiar ademán, que invitaba a hacer lo propio, y cuando la luz amarilla terrena se hubo apagado, los tripulantes del Telurio no lo pensaron más.

A petición del capitán, Tey Eron y Afra Devi, agarrados de la mano, se detuvieron ante la pared transparente. Pese al alumbrado extraterreno, que comunicaba a sus cuerpos la fría tonalidad azul del mármol, su soberbia belleza provocó la admiración de sus compañeros. Los del lado opuesto de la galería, apenas visible en la oscuridad, debían de experimentar un efecto parecido, pues cambiaban entre sí miradas y gestos.

Afra y Tey estaban enardecidos por esa emoción que surge en los momentos de realizar algo difícil y arriesgado. Los desconocidos terminaron por fin de sacar fotos y encendieron su luz.

— No dudo ya de que ellos sepan lo que es el amor — dijo Taina— , el verdadero y sublime amor humano... puesto que sus hembras y sus varones son tan hermosos e inteligentes.

— Tiene usted completa razón, Taina. Eso es muy grato, porque significa que nos comprenderán — sentenció Mut Ang—. ¡Pero fíjense en Kari! ¡Oiga, Kari, no vaya a enamorarse de aquella muchacha del planeta fluórico! ¡Eso sería una verdadera tragedia para usted!

El piloto pareció salir de su embeleso y apartó con dificultad los ojos de los tripulantes de la nave blanca.

— Yo sería capaz de enamorarme — confesó—. A pesar de todas las diferencias existentes entre nosotros y de la colosal distancia que separa nuestros planetas. He comprendido toda la fuerza y poderío del amor humano. — Y Kari volvió a contemplar a la desconocida que le sonreía.

Entretanto, los tripulantes de la nave blanca arrimaron al tabique una pantalla verde, en la que empezaron a moverse unas figuras diminutas. Iban en procesión, subiendo una empinada pendiente, con unos grandes objetos a cuestas. Una vez en la meseta de la cumbre, cada figurita se desembarazaba de su carga y caía boca abajo. La película, parecida a las de dibujos de la Tierra, expresaba claramente la idea de fatiga y el deseo de descansar. Los astronautas terrenos notaron igualmente que las muchas horas de espera en un estado de tensión y las primeras impresiones de aquel encuentro les habían dejado exhaustos.

Los habitantes del planeta fluórico habían previsto, al parecer, el posible encuentro, en el espacio, con hombres de otro planeta. Por eso habían preparado esos films en que la mímica sustituía al lenguaje.

Aunque la tripulación del Telurio no estaba preparada para semejante encuentro, salió también del apuro. Yas Tin, el artista de la nave, hizo una serie de dibujos en una pantalla y sus compañeros la acercaron al tabique. Primero aparecieron unos homúnculos de aspecto fatigado y luego una cara grande con una expresión interrogante tan remarcada, que provocó animación en los del otro lado, lo mismo que cuando Tey Eron y Afra Devi se presentaron ante ellos. A continuación, Yas Tin dibujó la figura de la Tierra girando en torno al Sol, dividió su órbita en veinticuatro partes y sombreó la mitad del diagrama. Los tripulantes de la nave blanca trazaron un diagrama similar. Unos y otros pusieron en marcha metrónomos para establecer la duración de las unidades de tiempo. Los astronautas del Telurio se enteraron de que el planeta fluórico daba una revolución completa sobre su eje en catorce horas, aproximadamente, y que efectuaba su recorrido alrededor del sol azul en el transcurso de novecientos días. Los de la nave blanca propusieron que se hiciese un intervalo para descansar, equivalente a cinco horas terrestres.

La gente, hondamente impresionada, abandonaba la galería de comunicación. Apagáronse las luces en ella, así como el alumbrado externo de las naves. Ambos vehículos cósmicos pendían ahora inmóviles, sin vida, uno al lado del otro, en la helada oscuridad del espacio.

Pero dentro bullía una vida intensa. El cerebro humano apelaba a su inagotable ingenio para hallar nuevos medios que permitiesen transmitir a aquellos hermanos suyos, nacidos en un planeta distante, sus esperanzas y los conocimientos atesorados en el curso de miles de años de ingente labor entre miles de peligros y sufrimientos: conocimientos que habían liberado al hombre primero del poder de la naturaleza primitiva, luego de las trabas de un régimen social salvaje, de las enfermedades y la vejez prematura, y finalmente habíanle abierto el camino hacia las extensiones infinitas del Universo.