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– Claro.

El chico rápidamente enrolló el sedal, sacó el cebo y lo tiró al agua. Colgó el anzuelo de uno de los ojetes de la caña y luego lo apoyó en la esquina de la popa, para llevárselo a casa. Le gustaba practicar su técnica de lanzamiento en la terraza trasera, lanzando un peso de goma de práctica al tejado y recogiéndolo de nuevo.

Raymond empezó a sacar las cañas para mar abierto de los soportes donde Buddy las había colocado en preparación para la excursión. De dos en dos se las llevó al salón y las puso en los estantes altos. Tenía que subirse en el sofá para hacerlo, pero era un sofá viejo que necesitaba urgentemente un tapizado y a McCaleb no le importaba.

– ¿Pasa algo, Terror? -probó Buddy-. Sólo es una salida, tío. Ya sabíamos que este mes iba a ser flojo.

– No es por la excursión, Bud.

– Entonces qué, ¿el caso?

McCaleb tomó un sorbito de zumo y dejó el brick en la borda.

– ¿Te refieres al caso en el que ya no estoy?

– Supongo, no lo sé. ¿Ya no estás más? ¿Cuándo…?

– No, Buddy, ya no estoy. Y hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Esperó a que Raymond llevara otro par de cañas al salón.

– ¿Lees alguna ves el New Times, Buddy? -Te refieres a ese semanario gratuito.

– Sí, ese semanario gratuito. El New Times, Buddy. Sale todos los jueves. Siempre hay una pila en la lavandería del puerto. En realidad no sé por qué te estoy preguntando esto. Sé que lees el New Times.

De repente, Lockridge bajó la mirada. Parecía alicaído por la culpa. Levantó una mano y se frotó la cara. La mantuvo sobre los ojos cuando habló.

– Terry, lo siento. Nunca pensé que te volvería a ti. ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué ocurre, tío Buddy? -Era Raymond, desde la puerta del salón.

– Raymond, ¿puedes meterte dentro y cerrar esa puerta durante unos minutos? -dijo McCaleb-. Pon la tele. Tengo que hablar con Buddy a solas.

El chico vaciló, sin dejar de mirar a Buddy que se tapaba la cara.

– Por favor, Raymond. Y deja esto en la nevera.

El chico finalmente salió y cogió el brick de zumo de naranja. Volvió a entrar y cerró la puerta. McCaleb miró de nuevo a Lockridge.

– ¿Cómo pudiste pensar que no me iba a llegar?

– No lo sé. Sólo pensé que nadie lo sabría.

– Bueno, pues te equivocaste. Y eso me ha causado muchos problemas. Pero por encima de todo es una puta traición, Buddy. Sencillamente no puedo creer que puedas haber hecho una cosa así.

McCaleb miró a la puerta de cristal para asegurarse de que el niño no estaba escuchando. No había señal de Raymond. Seguramente habría bajado a uno de los camarotes. McCaleb se dio cuenta de que su respiración estaba alterada. Se había enfadado tanto que estaba hiperventilando. Tenía que acabar con eso y calmarse.

– ¿Lo va a saber Graciela? -preguntó Buddy con voz suplicante.

– No lo sé. No importa lo que ella sabe. Lo que importa es que tenemos esta relación y tú vas y haces algo como esto a mis espaldas.

Lockridge seguía ocultando la cara tras los dedos.

– No imaginaba que significara tanto para ti, incluso si lo descubrías. No era gran cosa. Yo…

– No trates de mitigarlo o decirme si era poca cosa o no, ¿vale? Y no me hables con esa voz suplicante y quejosa. Cállate.

McCaleb caminó hasta la popa. Dándole la espalda a Lockridge, miró a la colina situada sobre la zona comercial de la pequeña localidad. Veía su casa. Graciela estaba en la terraza, con el bebé en brazos. Ella lo saludó y luego levantó la mano de Cielo en un saludo infantil. McCaleb le devolvió el saludo.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo Buddy desde detrás de él. Tenía la voz más controlada-. ¿Qué quieres que diga? ¿Que no volveré a hacerlo? Bueno, no volveré a hacerlo.

McCaleb no se volvió. Continuó mirando a su mujer y a su hija.

– No importa que no vuelvas a hacerlo. El daño está hecho. Tengo que pensar en esto. Somos socios y amigos. O al menos lo éramos. Lo único que quiero ahora es que te vayas. Voy a entrar con Raymond. Coge la Zodiac hasta el muelle. Vuelve en el ferry de esta noche. No quiero verte aquí, Buddy. Ahora no.





– ¿Cómo vais a volver al muelle?

Era sin duda una pregunta desesperada con una respuesta obvia.

– Tomaré el taxi acuático.

– Tenemos una salida el sábado que viene. Es un grupo de cinco y…

– Ya me preocuparé por el sábado cuando llegue el momento. Puedo cancelarlo si tengo que hacerlo o pasarle los clientes a Jim Hall.

– Terry, ¿estás seguro de esto? Lo único que hice fue…

– Estoy seguro. Vamos, Buddy. No quiero continuar hablando.

McCaleb se volvió, pasó junto a Lockridge y caminó hasta la puerta del salón. La abrió y entró, luego corrió la puerta y la cerró tras él. No volvió a mirar a Buddy, Fue a la mesa de navegación y extrajo un sobre del cajón. Metió un billete de cinco dólares que sacó del bolsillo, lo cerró y escribió el nombre de Raymond.

– Eh, Raymond, ¿dónde estás? -llamó.

Para cenar comieron sándwiches de queso y chile. El chile era de Busy Bee. McCaleb lo había comprado en su camino desde el barco con Raymond.

McCaleb se sentó enfrente de su mujer, con Raymond a su izquierda y la niña a su derecha en una silla sujeta a la mesa. Estaban comiendo dentro, porque una niebla vespertina había envuelto la isla con un abrazo gélido. McCaleb permaneció en silencio y con aire taciturno durante la cena, igual que había estado todo el día. Al regresar a casa temprano, Graciela decidió mantener la distancia. Ella se llevó a Raymond de caminata al jardín botánico de Wrigley, en el cañón de Avalon. McCaleb se quedó con la niña, que estuvo haciendo alboroto la mayor parte del día. A él, de todos modos, no le importó. Le hacía pensar en otras cosas.

Al final, en la cena, dejaron de evitarse mutuamente. McCaleb había preparado los sándwiches, así que fue el último en sentarse. Apenas había empezado a comer cuando Graciela le preguntó cuál era el problema.

– Ninguno -dijo él-. Estoy bien.

– Raymond dijo que tú y Buddy habíais discutido.

– Puede que Raymond tenga que ocuparse de sus propios asuntos.

Miró al niño cuando dijo esto y Raymond bajó la mirada.

– Eso no es justo, Terry -dijo Graciela.

Ella tenía razón y McCaleb lo sabía. Estiró el brazo y acarició el pelo del chico. Era muy suave y a McCaleb le gustaba hacerlo. Esperaba que el gesto transmitiera sus excusas.

– Estoy fuera del caso porque Buddy lo filtró a un periodista.

– ¿Qué?

– Encontré (yo encontré) un sospechoso. Un poli. Buddy me oyó cuando explicaba a Jaye Winston lo que había descubierto. Se dio la vuelta y llamó a un periodista. El periodista empezó a hacer llamadas, y Jaye y su capitán creen que la filtración surgió de mí.

– Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a hacer eso Buddy?

– No lo sé. No me lo dijo. De hecho sí me lo dijo. Dijo que no creía que me fuera a importar. O palabras por el estilo. Eso ha sido hoy en el barco.

Hizo un gesto hacia Raymond, con lo que quería decir que ésa era la conversación tensa de la que había captado una parte y que había explicado a Graciela.

– Bueno, ¿has llamado a Jaye para decirle que fue él?

– No, eso no importa. Vino de mí. Fui lo bastante tonto para dejar que se quedara en el barco. ¿Podemos hablar de otra cosa? Estoy cansado de pensar en esto.

– Bueno, Terry, ¿de qué otra cosa quieres hablar?

McCaleb estaba en silencio. Ella también. Al cabo de un rato él empezó a reír.

– Ahora mismo no se me ocurre nada.

Graciela terminó dando un mordisco a su sándwich. McCaleb miró a Cielo, que estaba mirando un globo azul y blanco atado a un hilo de su sillita y suspendido sobre ella. Estaba intentando alcanzarlo con sus manitas, pero no lo lograba. McCaleb vio que se estaba frustrando y comprendió la sensación.

– Raymond, cuéntale a tu padre lo que has visto hoy en los jardines -dijo Graciela.