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– Y la desconozco. Lo que me trajo hasta aquí fue una lechuza. Pero no debería haber mencionado ese detalle, ni tampoco tendría que haberla interrumpido. Continúe, por favor.

– Sólo iba a añadir que es algo revelador si tenemos en cuenta que Bosch era contemporáneo de Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. En cambio, si uno mira sus obras una junto a otra tendría que pensar que Bosch (con todos sus símbolos y la fatalidad medievales) vivió un siglo antes.

– Pero no es así.

Ella negó con la cabeza como si sintiera pena por Bosch.

– Él y Leonardo da Vinci se llevaban un año o dos. Hacia el final del siglo XV, Da Vinci estaba creando obras llenas de esperanza, celebración de los valores humanos y espiritualidad, mientras que Bosch sólo pensaba en oscuridad y condena eterna.

– Eso la entristece, ¿no?

Fitzgerald se apoyó en el libro de encima de la pila, pero no lo abrió. Sólo llevaba una etiqueta en el lomo que ponía «Bosch» y no tenía ninguna ilustración en la encuadernación de piel.

– No puedo evitar pensar en qué habría pasado si Bosch hubiera trabajado codo con codo con Leonardo o Miguel Ángel, qué habría ocurrido si hubiera usado su capacidad e imaginación en la celebración del mundo y no en su condena. -Bajó la mirada al libro y luego volvió a fijarla en McCaleb-. Pero ésa es la belleza del arte y por eso lo estudiamos y lo admiramos. Cada pintura es una ventana al alma y la imaginación del artista. No importa lo oscura y perturbadora que sea, su visión es lo que lo separa de los demás y lo que hace que sus pinturas sean únicas. Lo que me ocurre a mí con las obras de Bosch es que me arrastran hasta el alma del artista y puedo sentir su tormento.

McCaleb asintió y ella desvió la mirada y abrió el libro.

Descubrir el mundo de Hieronymus Bosch fue para McCaleb tan asombroso como inquietante. Los paisajes de sufrimiento que se desdoblaban en las páginas que Penélope Fitzgerald iba pasando no eran muy distintas de algunas de las escenas del crimen más terribles que él había presenciado, con la diferencia de que en aquellas pinturas los protagonistas aún estaban vivos y sufriendo. El rechinar de los dientes y la carne desgarrada eran algo activo y real. Los lienzos del artista estaban llenos de condenados, seres humanos atormentados a causa de sus pecados por demonios visibles y criaturas que cobraban imagen de la mano de una imaginación horrible.

Al principio, McCaleb examinó en silencio las reproducciones en color de las pinturas, asimilándolo todo del mismo modo que cuando observaba por vez primera la fotografía de la escena de un crimen. Pero luego pasaron una página y él vio un cuadro que mostraba a tres personas reunidas en torno a un hombre sentado. Uno de los que estaban de pie utilizaba lo que parecía un escalpelo primitivo para abrir una herida en la coronilla del hombre sentado. La imagen estaba encerrada en un círculo y había palabras escritas por encima y por debajo del círculo.

– ¿Cómo se llama éste?

– Se llama La extracción de la piedra de la locura -dijo Fitzgerald-. En la época existía la creencia común de que la estupidez y la demencia se podían curar sacando una piedra de la cabeza de aquel que sufría el mal.

McCaleb se acercó al hombro de ella y miró la pintura desde más cerca, en concreto a la localización exacta de la incisión quirúrgica. Estaba en el mismo sitio que la herida de la cabeza de Edward Gu

– Muy bien, puede continuar.

Las lechuzas estaban por todas partes. Fitzgerald no tenía que señalárselas en la mayoría de ocasiones, pues sus posiciones eran muy obvias. Sí que explicó parte de su simbología. En muchos de los cuadros, la lechuza estaba representada encima de un árbol, encima de una rama gris y sin hojas: la muerte.

Fitzgerald pasó la página a una pintura de tres paneles.

– Esta obra se llama El Juicio Final. El panel de la izquierda se llama «El jardín del Edén» y el de la derecha simple y obviamente «El infierno».

– Le gustaba pintar el infierno.

Nep Fitzgerald no sonrió. Sus ojos examinaron el libro.

El panel de la izquierda era una escena del jardín del Edén con Adán y Eva en el centro tomando la fruta que la serpiente le ofrecía desde el manzano. En una rama sin vida de un árbol cercano había una lechuza que observaba la transacción. En el panel opuesto, el infierno era representado como un lugar tenebroso, donde criaturas con aspecto de pájaros destripaban a los condenados, despedazaban sus cuerpos y los colocaban en parrillas para luego ponerlos sobre hogueras ardientes.





– Todo esto salió de la mente de ese hombre -dijo McCaleb-. No puedo… -No terminó la frase, porque no estaba seguro de lo que quería decir.

– Era un alma atormentada -dijo Fitzgerald y pasó la página.

La siguiente pintura era otra imagen circular con siete escenas separadas representadas en el borde exterior y una representación de Dios en el centro. En una circunferencia dorada que rodeaba la imagen de Dios y la separaba de las otras escenas había cuatro palabras en latín que McCaleb reconoció de inmediato.

– Cuidado, cuidado, Dios te ve.

Fitzgerald levantó la mirada hacia McCaleb.

– Es obvio que lo ha visto antes. O resulta que sabe latín medieval. Ese caso en el que está trabajando tiene que ser de lo más raro.

– Se está volviendo así. Pero yo sólo conozco las palabras, no la pintura. ¿Qué es?

– En realidad es un tablero de mesa. Probablemente lo hizo para una iglesia o la casa de una persona santa. Es el ojo de Dios. El está en el centro y lo que ve cuando mira hacia abajo son estas imágenes: los siete pecados capitales.

McCaleb asintió. Al mirar las diferentes escenas logró distinguir algunos de los pecados más obvios: gula, lujuria y orgullo.

– Y ahora su obra maestra -dijo su guía de museo personal al volver la página.

Se trataba del mismo tríptico que tenía colgado en la pared, El jardín de las delicias. McCaleb lo examinó de cerca en esta ocasión. El panel izquierdo era una bucólica escena de Adán y Eva que eran puestos en el jardín por el Creador. A su lado se alzaba un manzano. El panel del centro, el más grande, mostraba decenas de personas desnudas fornicando y bailando en una desinhibida lujuria, montando caballos, hermosos pájaros y criaturas completamente imaginarias del lago situado en primer plano. Y luego el último panel, el más oscuro, era el precio que había que pagar: el infierno, un lugar de tormento y angustia administrado por aves monstruosas y otras horribles criaturas. El lienzo era tan detallado y fascinante que McCaleb comprendió que alguien pudiera pasarse cuatro horas ante el original y aun así no terminar de verlo todo.

– Estoy segura de que ya ha captado las ideas de los temas repetitivos de Bosch -dijo Fitzgerald-, pero ésta se considera su obra más coherente, y también la más bellamente imaginada y realizada.

McCaleb asintió y señaló los tres paneles mientras hablaba.

– Aquí están Adán y Eva, la buena vida hasta que comen esa manzana. Luego, en el centro, tenemos lo que ocurre después de la caída de la gracia: la vida sin reglas. El libre albedrío conduce a la lujuria y el pecado. ¿Y adonde nos lleva todo esto? Al infierno.

– Muy bien. Si me lo permite señalaré algunos aspectos específicos que quizá le interesen.

– Por favor.

Fitzgerald empezó con el primer panel.

– El paraíso en la tierra. Tiene razón en que representa a Adán y Eva antes de la Caída. El estanque y la fuente del centro representan la promesa de vida eterna. Ya se ha fijado en el manzano de la izquierda.

El dedo de Fitzgerald se movió por el libro hasta la estructura de la fuente, una torre de lo que parecían pétalos de flores que de algún modo vertían agua en cuatro chorros diferentes al estanque que había debajo. Entonces él lo vio. El dedo de Fitzgerald se detuvo debajo de una pequeña entrada oscura en el centro de la estructura de la fuente. El rostro de una lechuza acechaba desde la oscuridad.