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En el centro de la arena del circo, sentado ante la mesa de la acusación, estaba Harry Bosch, el detective encargado del caso. Todos los análisis previos al juicio que había hecho la prensa llegaban a la misma conclusión, que los cargos contra David Storey empezaban y terminaban en Bosch, Las pruebas que cimentaban la acusación de asesinato eran circunstanciales; la construcción del caso la aportaría Bosch. La única prueba sólida que se había filtrado a los medios de comunicación era que Bosch iba a testificar que, en privado y sin testigos ni ningún tipo de grabación, Storey se había jactado de que había cometido el crimen y había fanfarroneado con que saldría en libertad.

McCaleb sabía todo esto cuando entró en la sala de Van Nuys poco antes de mediodía. Estaba en la cola para pasar por el detector de metales y eso le sirvió de recordatorio de todo lo que había cambiado en su vida. Cuando era agente del FBI, lo único que tenía que hacer era mostrar la placa y pasar, pero ya sólo era un simple ciudadano y tenía que esperar.

La sala de la cuarta planta estaba repleta de gente pululando. McCaleb advirtió que muchos tenían en sus manos revistas ilustradas con fotos de estrellas que estarían presentes en el juicio, ya fuera como testigos o como espectadores que apoyaban al acusado. Se acercó a las puertas dobles que daban acceso al Departamento N, pero uno de los ayudantes del sheriff allí apostado le explicó que la sala estaba llena. El ayudante señaló a una larga fila de personas situadas detrás de una cuerda y le dijo que era gente que aguardaba para entrar. Cada vez que una persona abandonaba la sala se permitía el acceso a otra. McCaleb asintió y se retiró.

Vio que más allá había una puerta abierta con gente merodeando. Reconoció a un periodista del informativo de la televisión local. Supuso que era la sala de prensa y se dirigió hacia allí.

Al llegar a la puerta abierta advirtió que en el interior habían instalado en alto dos grandes pantallas de televisión, una en cada esquina. Había muchas personas reunidas en torno a una mesa de jurado. Eran periodistas escribiendo sus crónicas en ordenadores portátiles, tomando notas en blocs o comiendo sándwiches. El centro de la mesa estaba lleno de vasos de plástico con café o soda.

Miró a una de las pantallas y vio que la sesión continuaba, a pesar de que ya era más de mediodía. La cámara captó un ángulo amplio y McCaleb reconoció a Harry Bosch, sentado con un hombre y una mujer ante la mesa de la acusación. No parecía prestar mucha atención a la sesión. En el estrado situado entre la mesa de la acusación y la de la defensa, McCaleb reconoció a J. Reason Fowkkes, el abogado defensor. El acusado, David Storey, estaba sentado ante la mesa que quedaba a su izquierda.

McCaleb no oía lo que decía Fowkkes, pero sabía que no estaba pronunciando su exposición de apertura. Estaba mirando al juez, no a la mesa del jurado. Seguramente los letrados estaban presentando mociones de última hora antes de las preliminares. Los monitores cambiaron entonces a una nueva cámara, enfocada directamente al juez, quien empezó a hablar, en apariencia exponiendo su resolución. McCaleb se fijó en la placa con el nombre del juez: Juez de la Corte Superior John A. Houghton.

– ¿Agente McCaleb?

McCaleb se volvió y vio a su lado a un hombre al que reconoció, pero a quien no pudo situar de inmediato.

– Sólo McCaleb, Terry McCaleb.

El hombre percibió la dificultad del ex agente y le tendió la mano.

– Jack McEvoy. Lo entrevisté en una ocasión. Fue muy breve. En el caso del Poeta.

– Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.

McCaleb le estrechó la mano. Se acordaba de McEvoy. Se había visto envuelto en el caso del Poeta y luego escribió un libro sobre él. McCaleb había tenido un papel muy periférico en el caso» cuando la investigación se trasladó a Los Ángeles. No leyó el libro de McEvoy, pero sabía que su aportación no había sido relevante y seguramente el periodista ni siquiera lo había mencionado.

– Creía que era usted de Colorado -dijo, al acordarse de que McEvoy trabajaba en uno de los diarios de Denver-. ¿Lo han enviado a cubrir el juicio?

McEvoy asintió.

– Buena memoria. Yo soy de Denver, pero ahora vivo aquí. Trabajo por mi cuenta.

McCaleb asintió, y se preguntó qué más decir.

– ¿Para quién cubre el caso?

– He estado escribiendo una columna semanal sobre el caso en el New Times. ¿Lo ha leído?





McCaleb asintió. Conocía el New Times, sabía que era un diario sensacionalista aficionado a destapar escándalos y con una postura contraria a las autoridades. Al parecer sobrevivía por los anuncios de ocio que llenaban el dorso de sus páginas, desde las películas hasta las señoritas de compañía. Era una publicación gratuita y Buddy siempre dejaba algún ejemplar en el barco. McCaleb lo hojeaba de vez en cuando, pero no se había fijado en el nombre de McEvoy.

– También hago un artículo general para Vanity Fair -dijo McEvoy-, Algo con más estilo sobre el lado oscuro de Hollywood. También estoy pensando en escribir otro libro. ¿Qué le trae por aquí? ¿Ha… participado de algún modo en el…?

– ¿Yo? No. Estaba por aquí cerca y tengo un amigo que está implicado. Pensaba que tendría ocasión de saludarlo.

Mientras soltaba su mentira, McCaleb apartó la mirada del periodista y se fijó de nuevo en las televisiones. Estaban mostrando un plano general de la sala. Por lo visto Bosch estaba recogiendo las cosas en su maletín.

– ¿Harry Bosch?

McCaleb volvió a centrar su atención en el periodista.

– Sí, Harry. Colaboramos en un caso y… eh, ¿qué está pasando ahora?

– Son las mociones finales antes de que empiecen. Han empezado con una sesión cerrada y ahora están poniendo un poco de orden. No vale la pena estar dentro. Todo el mundo cree que el juez terminará antes de la hora del almuerzo y que dará a los letrados el resto del día para que preparen la apertura. Empezarán mañana a las diez. Si le parece que esto está lleno hoy, espere a mañana.

McCaleb asintió.

– Ah, bueno, de acuerdo, entonces. Ah, encantado de verlo otra vez, Jack. Buena suerte con el artículo. Y el libro, si es que sale.

– ¿Sabe?, me habría encantado escribir su historia. Lo del corazón y eso.

McCaleb asintió.

– Bueno, le debía una a Keisha Russell, y la verdad es que hizo un buen trabajo.

McCaleb vio que la gente empezaba a abrirse paso para salir de la sala de prensa. En las pantallas situadas tras los periodistas vio que el juez había abandonado el estrado. Se había levantado la sesión.

– Será mejor que vaya a ver si encuentro a Harry. Me alegro de haberle visto, Jack.

McCaleb tendió la mano a McEvoy. Éste se la estrechó y luego siguió a los otros periodistas hasta las puertas de la sala.

Dos agentes abrieron las puertas principales y empezó a fluir al Departamento N la marea de afortunados ciudadanos que habían tenido la suerte de tener asientos para la sesión, la cual con toda probabilidad había sido mortalmente aburrida. Los que no habían logrado entrar empujaron para acercarse y vislumbrar a algún famoso, pero no tuvieron suerte. Los famosos no iban a empezar a aparecer hasta el día siguiente. Los discursos de apertura eran como los créditos del principio de la película. Era allí donde les iba a gustar aparecer.

Al final de la multitud iban los letrados y sus equipos. Storey había sido conducido de nuevo a la celda, pero su abogado caminó derecho al semicírculo de periodistas y empezó a ofrecer su punto de vista sobre lo sucedido en el interior. Un hombre alto, con pelo negro azabache, un intenso bronceado y unos ojos verdes y vivaces se situó justo detrás del abogado para cubrirle la espalda. Era un hombre atractivo y McCaleb pensó que lo conocía, aunque no sabía de dónde. Parecía uno de los actores que Storey solía utilizar en sus películas.