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Pierce no volvió a casa el miércoles por la noche. A pesar de la confianza que había demostrado en su despacho con Charlie Condon, seguía sintiendo que los días pasados en el hospital lo habían dejado atrás en el laboratorio. Además, la idea de volver a su apartamento, donde sabía que le esperaba un caos sanguinolento, no le atraía en absoluto. Decidió que era preferible pasar la noche en el sótano de Amedeo Tech, revisando el trabajo que en su ausencia habían llevado a cabo Larraby y Grooms y desarrollando sus propios experimentos del proyecto Proteus. El éxito de los experimentos le cargó temporalmente de energía, como sucedía siempre, pero la fatiga finalmente lo venció en las horas anteriores al alba y se fue a acostar al laboratorio del láser.

El laboratorio del láser, donde se tomaban las mediciones más delicadas, tenía una pared con muros de hormigón de treinta centímetros, un revestimiento de cobre por el lado exterior y una gruesa cámara de espuma por el interior para eliminar la intrusión de vibraciones exteriores y ondas de radio que podían alterar las nanomediciones. Entre las ratas de laboratorio se conocía como la habitación del terremoto, porque probablemente era el lugar más seguro del edificio, y quizá de todo Santa Monica. Las piezas de espuma del tamaño de una cama estaban enganchadas a la pared con cintas de Velero. No era raro que un investigador con exceso de trabajo fuera al laboratorio del láser, bajara una plancha y durmiera en el suelo, siempre que nadie estuviera utilizando la instalación. De hecho, los miembros más destacados del equipo de investigación tenían planchas específicas etiquetadas con sus nombres, y con el tiempo éstas habían adquirido los contornos de los cuerpos de sus usuarios. Cuando estaban en su lugar en las paredes, las planchas -abolladas y deformadas- daban al laboratorio la apariencia de haber sido el escenario de una tremenda reyerta o de un combate de lucha libre en el cual los cuerpos hubieran sido empujados de pared a pared.

Pierce durmió dos horas y se levantó como nuevo, listo para Maurice Goddard. El vestuario masculino de la segunda planta tenía duchas y Pierce siempre guardaba ropa de repuesto en su taquilla. No necesariamente eran prendas acabadas de salir de la tintorería, pero estaban en mejores condiciones que la ropa con la que había dormido. Se duchó y se puso unos vaqueros y una camisa beige con dibujitos de peces vela. Sabía que Goddard, Condon y todos los demás estarían vestidos para causar buena impresión, pero él, como científico, tenía la opción de ahorrarse la ceremonia del mundo exterior al laboratorio.

Vio en el espejo que las marcas de los puntos de la cara eran más rojas que el día anterior, pues en el curso de la noche se había frotado el rostro repetidamente porque las heridas le picaban y le escocían. El doctor Hansen ya le había advertido que las heridas le arderían mientras la piel se recuperaba y le había dado un tubo de pomada para aliviar la irritación, pero Pierce lo había olvidado en el apartamento.

Se acercó más al espejo y se miró los ojos. La sangre casi había desaparecido de la córnea del ojo izquierdo. Las hemorragias moradas de ambos globos oculares estaban coloreándose de amarillo. Se peinó hacia atrás con los dedos y sonrió. Los puntos le daban una personalidad única. No tardó en sentir vergüenza de su vanidad y dio gracias de que no hubiera en el vestuario ningún testigo de su fijación con el espejo.

A las nueve de la mañana ya había vuelto al laboratorio. Larraby y Grooms estaban allí y poco a poco iban llegando los otros técnicos. Había electricidad en el ambiente, todo el mundo percibía el nerviosismo que suponía la presentación.

Brandon Larraby era un investigador alto y delgado a quien le gustaba la convención de vestir con bata blanca de laboratorio. Era el único que lo hacía en Amedeo. Pierce pensó que era una cuestión de confianza: ten el aspecto de un verdadero científico y harás verdadera ciencia. A Pierce no le importaba lo que se pusiera Larraby o cualquier otro siempre que fueran buenos en su trabajo. Y no había ninguna duda de que el inmunólogo lo era. Larraby era unos años mayor que Pierce y había llegado a la empresa dieciocho meses antes, procedente de la industria farmacéutica.

Sterling Grooms era el empleado a tiempo completo que llevaba más tiempo con Pierce. Había sido el director de laboratorio de Pierce en tres sitios distintos, el primero de ellos el viejo almacén cercano al aeropuerto donde había nacido Amedeo y donde Pierce había creado él solo el laboratorio. Algunas noches, después de un largo turno en el laboratorio, los dos hombres hablaban de aquellos viejos tiempos con nostálgica reverencia. No importaba que no hubiera transcurrido ni una década desde los viejos tiempos. Grooms sólo era dos años más joven que Pierce, quien lo había contratado después de que completara el postdoctorado en la UCLA. La competencia había cortejado a Grooms en dos ocasiones, pero Pierce lo había mantenido a su lado dándole puntos en la empresa, un lugar en el consejo de administración y una parte de las patentes.

A las nueve y veinte, la secretaria de Charlie Condon dio la voz: había llegado Maurice Goddard. El número de feria estaba a punto de empezar. Pierce colgó el teléfono del laboratorio y miró a Grooms y Larraby.

– Ha llegado Elvis -dijo-. ¿Estamos preparados?

Ambos hombres asintieron y Pierce devolvió la señal.

– ¡Vamos a aplastar a esa mosca!

Era una frase de una película que a Pierce le gustaba. Sonrió. Cody Zeller lo habría pillado, pero Grooms y Larraby no.

– No importa. Iré a buscarlos.

Pierce pasó por la trampa y subió en ascensor a la planta de administración. Estaban en la sala de juntas. Condon, Goddard y la segunda de Goddard, una mujer llamada Justine Bechy, a quien Condon se refería en privado como Just Bitchy. Era una abogada que representaba a Goddard y que protegía las puertas a sus riquezas de inversión con un celo que no envidiaba al del más aguerrido defensa de fútbol. Jacob Kaz, el abogado de patentes, también estaba sentado ante la larga mesa. Clyde Vernon estaba de pie a un lado, como una ostentación de la seguridad de la empresa.

Goddard estaba diciendo algo acerca de las solicitudes de patentes cuando entró Pierce, anunciando su presencia con un alto hola que terminó con la conversación y atrajo todas las miradas a su rostro tumefacto.

– Oh, Dios mío -exclamó Bechy-. ¡Henry!

Goddard no dijo nada, se limitó a mirarlo con lo que a Pierce le pareció una mueca de desconcierto.

– Henry Pierce -dijo Condon-. Él sí que sabe hacer una buena entrada.

Pierce estrechó la mano de Bechy, Goddard y Kaz y apartó una silla de la ancha y pulida mesa, enfrente de donde se habían sentado los visitantes. Tocó a Charlie en el caramente vestido brazo y saludó a Vernon con la cabeza. Vernon le devolvió el saludo, pero dio la sensación de que le costaba hacerlo. Pierce simplemente no le caía bien.

– Muchas gracias por recibirnos hoy, Henry -dijo Bechy en un tono que sugería que él se había ofrecido voluntariamente a mantener la reunión según la agenda-. No teníamos idea de que tus heridas fueran tan graves.

– Bueno, no es problema. Y parecen peor de lo que son. Ayer ya volví al laboratorio y he estado trabajando. Aunque no sé muy bien si esta cara y el laboratorio combinan muy bien.

Nadie pareció captar su extraña referencia a Frankenstein. Otro puñetazo de Pierce que se perdía en el aire.

– Bien -dijo Bechy.

– Nos han explicado que fue un accidente de coche -dijo Goddard, en lo que fueron sus primeras palabras desde que había entrado Pierce.

Goddard tenía cincuenta y pocos, conservaba todo el pelo y poseía la mirada afilada de un pájaro que en su día había acaparado millones de gusanos. Llevaba un traje color crema, camisa blanca y corbata amarilla y Pierce vio que tenía a su lado un sombrero a juego. Tras la primera visita a Amedeo, se había comentado que Goddard había adoptado el aspecto del escritor Tom Wolfe. Sólo le faltaba el bastón.