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Era viernes por la noche. Decidió esperar hasta el lunes. Entonces llamaría para cambiar el número.
Pierce se levantó del sofá y recorrió la sala de estar vacía hasta el dormitorio, donde las seis cajas que contenían su ropa estaban alineadas contra una de las paredes y había un saco de dormir desenrollado junto a otra. Antes de mudarse al apartamento y necesitarlo, llevaba casi tres años sin usar el saco de dormir, desde un viaje a Yosemite con Nicole. Fue cuando todavía tenía tiempo de hacer cosas, antes de que comenzara la caza, antes de que su vida se tornara monotemática.
Salió a la terraza y miró al azul gélido del océano. Estaba en un piso doce. La vista se extendía desde Venice por el lado sur hasta la cadena de montañas que resbalaban hasta el mar en Malibú, al norte. El sol se había puesto, pero en el cielo permanecía su recuerdo en forma de violentas cuchilladas de naranja y morado. A la altura en la que se hallaba, la brisa marina era fría y tonificante. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y los dedos de su mano izquierda se cerraron en torno a una moneda de diez centavos. Otro recordatorio de en qué se había convertido su vida.
Las luces de neón de la noria del muelle de Santa Monica estaban encendidas y destellaban siguiendo un patrón repetitivo. A Pierce le recordó un día de dos años atrás, cuando la empresa alquiló todo el parque de atracciones del muelle para una fiesta privada en la que se celebraba la aprobación del primer conjunto de patentes de la compañía sobre arquitectura de memoria molecular. Sin boletos, sin colas, sin bajar de una atracción si te lo estabas pasando bien. Él y Nicole se habían quedado en una de las góndolas abiertas de color amarillo de la noria durante al menos media hora. También esa noche hacía frío, y se estrecharon en un abrazo mientras contemplaban la puesta de sol. Pierce ya no podía mirar al muelle o una puesta de sol sin pensar en ella.
Al reconocerlo, cayó en la cuenta de que había alquilado un apartamento con vistas a todas las cosas que le recordaban a Nicole, pero no quiso explorar esa patología subliminal.
Puso la moneda de diez centavos en el pulgar y la lanzó al aire. Observó cómo desaparecía en la oscuridad. Abajo había un parque, una franja de verde entre el edificio y la playa. Ya se había fijado en que por la noche entraban vagabundos que extendían sus sacos de dormir bajo los árboles. Quizá alguno de ellos encontraría los diez centavos.
Sonó el teléfono. Pierce volvió a la sala de estar y vio la pantallita de cristal líquido brillando en la oscuridad. Levantó el auricular y leyó la pantalla. La llamada procedía del hotel Century Plaza. Se lo pensó durante un par de timbrazos más y contestó sin decir diga.
– ¿Quiere hablar con Lilly? -preguntó.
Hubo un largo silencio, pero Pierce sabía que había alguien al otro lado de la línea. Oía el ruido de fondo de la televisión.
– ¿Hola? ¿Es una llamada para Lilly?
Finalmente contestó una voz de hombre.
– Sí, ¿está ahí?
– No está aquí ahora. ¿Me permite que le pregunte de dónde ha sacado el número?
– Del sitio.
– ¿Qué sitio?
El hombre colgó. Pierce se quedó un momento con el auricular pegado a la oreja y después colgó. Estaba caminando por la habitación para devolver el teléfono a su lugar cuando sonó de nuevo. Pierce pulsó el botón de hablar sin mirar la pantalla del identificador de llamada.
– Se equivoca -dijo.
– Espera, Einstein, ¿eres tú?
Pierce sonrió. Esta vez no se equivocaban. Reconoció la voz de Cody Zeller, uno de los miembros de la lista A que habían recibido su nuevo número. Zeller solía llamarlo Einstein, uno de los apodos de la universidad que todavía perduraba. Zeller era en primer lugar un amigo y en segundo lugar un asociado. Como asesor de seguridad informática, había diseñado numerosos sistemas para Pierce a lo largo de los años, a medida que la empresa crecía y se trasladaba a locales cada vez mayores.
– Perdona, Cody -dijo Pierce-. Pensaba que eras otra persona. En este número se reciben un montón de llamadas equivocadas.
– Número nuevo, casa nueva, ¿significa eso que vuelves a ser soltero y libre?
– Supongo que sí.
– Tío, ¿qué ha pasado con Nicki?
– No lo sé, no quiero hablar de eso.
Sabía que hablar del tema con amigos añadiría una nota de permanencia al final de su relación.
– Te diré yo lo que ha pasado -dijo Zeller-. Demasiado tiempo en el laboratorio y menos de lo necesario entre las sábanas. Ya te lo avisé, tío.
Zeller rió. Siempre había tenido una especial habilidad para observar una situación y eliminar lo superficial. Y su risa le decía a Pierce que no era excesivamente comprensivo con sus circunstancias. Zeller era soltero y Pierce no le recordaba ninguna relación larga. Ya en la universidad había prometido a Pierce y a otros amigos comunes que nunca practicaría la monogamia. Zeller conocía a la mujer en cuestión. En calidad de experto en seguridad, también se encargaba para Pierce de investigar en la Red los antecedentes de los solicitantes de empleo y los inversores. En esa función, en ocasiones trabajaba cerca de Nicole James, la agente de inteligencia de la compañía. O, mejor dicho, la ex agente de inteligencia.
– Sí, ya lo sé -dijo Pierce, aunque no quería hablar de eso con Zeller-. Debería haberte escuchado.
– Bueno, tal vez esto significa que podrás retirarte y reunirte conmigo en Zuma un día de estos.
Zeller vivía en Malibú y practicaba surf todas las mañanas. Hacía casi diez años Pierce era uno de sus asiduos acompañantes cabalgando las olas, pero ni siquiera se había traído la tabla al mudarse de la casa de Amalfi. Había quedado colgada de una de las vigas del garaje.
– No sé, Code. Sigo teniendo el proyecto, ya lo sabes. No creo que mi tiempo libre vaya a cambiar demasiado sólo porque ella…
– Eso es verdad, ella sólo era tu novia, no el proyecto.
– No quería decir eso, pero no creo que…
– ¿Y esta noche? Voy a bajar. Seremos los reyes de la ciudad como en los viejos tiempos. Ponte los vaqueros negros, chico.
Zeller rió para infundirle ánimos. Pierce no lo hizo. Nunca había habido viejos tiempos como ésos. Pierce nunca había sido un jugador. Lo suyo eran los téjanos azules, no negros. Siempre había preferido pasar la noche en el laboratorio, mirando por un microscopio de efecto túnel antes que buscar sexo en un club con el motor interno alimentado por alcohol.
– Creo que voy a pasar, tío. Tengo un montón de cosas que hacer y he de volver al laboratorio esta noche.
– Hank, tío, tienes que darle un descanso a las moléculas. Una noche libre. Vamos, sacudir tus moléculas por una vez te aclarará las ideas. Puedes contarme todo lo que pasó entre Nicki y tú, y haré ver que me das lástima. Te lo prometo.
Zeller era la única persona del planeta que lo llamaba Hank, un nombre que Pierce detestaba. Sin embargo, era lo bastante listo para saber que decírselo a Zeller sólo provocaría que su amigo lo usara a todas horas.
– Llámame la próxima vez, ¿vale?
Zeller cedió de mala gana y Pierce le prometió reservar una noche del fin de semana para salir. No hizo promesas acerca del surf. Ambos colgaron y Pierce puso el teléfono en su lugar. Cogió la mochila y se encaminó a la puerta del apartamento.