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– A alguien -dijo.
La chica, sorprendida por su voz, apartó la mirada de lo que hacía y miró al niño. Vio la cara infantil camuflada por ropa demasiado grande y sucia.
– Eres un crío -dijo ella-. Será mejor que salgas de aquí antes de que vuelva el casero.
El chico sabía a qué se refería. En todos los squats de Hollywood había alguien a cargo. El casero. Se cobraba una cuota en dinero, drogas o carne.
– Si te encuentra te romperá tu culito y te pondrá en la calle en…
La muchacha se detuvo de repente y apagó la vela, dejando al chico en la oscuridad. El retrocedió hasta la puerta y la escalera y todos sus miedos lo agarrotaron como un puño que se cierra en torno a una flor. En lo alto de la escalera se definía la silueta de un hombre. Un hombre grande, con el pelo revuelto. El casero. El chico involuntariamente retrocedió un paso y tropezó con la pierna de alguien. Cayó, la linterna repiqueteó en el suelo a su lado y se apagó.
El hombre del umbral empezó a acercársele.
– Hanky -gritó el hombre-. ¡Ven aquí, Hank!
6
Pierce se despertó al amanecer, el sol lo rescató del sueño en el que huía de un hombre cuyo rostro no podía ver. Todavía no tenía cortinas en el apartamento y la luz entró por la ventana y le deslumbró a través de sus párpados. Salió reptando del saco de dormir, miró la foto de Lilly que había dejado en el suelo y se metió en la ducha. Tuvo que secarse con dos camisetas que sacó de una de las cajas de ropa, porque se había olvidado de comprar toallas.
Caminó hasta Main Street en busca de café, un batido de limón y el diario. Leyó y tomó el café tranquilamente, casi con un sentimiento de culpabilidad. La mayoría de los sábados estaba en el laboratorio en cuanto amanecía.
Cuando hubo terminado con el diario eran casi las nueve. Volvió paseando hasta el Sands y cogió el coche, pero no fue al laboratorio como de costumbre.
A las diez menos cuarto Pierce llegó a la dirección de L. A. Darlings que había anotado la noche anterior. El lugar era un complejo de oficinas de Hollywood, en varios niveles, que parecía tan legítimo como un McDonald's. L. A. Darlings estaba en el complejo 310. En la puerta de cristal esmerilado el cartel más grande decía: «Entrepeneurial Concepts Unlimited.» Debajo y en letra más pequeña había una lista de diez sitios Web diferentes, incluido L. A. Darlings, que al parecer entraba dentro del saco de conceptos empresariales. Por los nombres de los sitios Web Pierce se dio cuenta de que todos estaban relacionados con el sexo y formaban parte del oscuro universo del ocio para adultos en Internet.
La puerta estaba cerrada, pero Pierce llegaba unos minutos temprano. Decidió usar el tiempo dando un paseo y pensando en qué iba a decir y cómo iba a moverse.
– Ahora abro.
Se volvió cuando una mujer se aproximaba a la puerta con una llave. Tendría unos veinticinco años y el pelo rubio alborotado que parecía apuntar en todas direcciones. Iba vestida con unos vaqueros cortados y sandalias y una camiseta corta que dejaba al descubierto un ombligo con un piercing. Colgado al hombro llevaba un bolso que parecía lo bastante grande para contener un paquete de cigarrillos, pero no las cerillas. Y tenía aspecto de que las diez en punto era decididamente una hora demasiado temprana para ella.
– Llega pronto -dijo.
– Ya lo sé -dijo Pierce-. Vengo del Westside y pensaba que habría más tráfico.
Entró en la oficina tras la mujer. En la sala de espera había un mostrador de recepción situado enfrente de una partición que vedaba la entrada a un pasillo posterior. A la derecha había una puerta cerrada con la palabra «Privado» escrita en ella. Pierce observó mientras la mujer se situaba detrás del mostrador y metía el bolso en un cajón.
– Tendrá que esperar unos minutos hasta que esté lista. Estoy sola aquí hoy.
– ¿Hay poco trabajo los sábados?
– En general.
– ¿ Quién se cuida de las máquinas si no hay nadie más aquí?
– Ah, bueno, siempre hay alguien allí atrás. Me refería a aquí fuera.
La mujer se sentó en una silla, tras el mostrador. El aro de plata que sobresalía de su estómago atrajo la mirada de Pierce y le recordó a Nicole. Ésta llevaba más de un año trabajando en Amedeo antes de que se la encontrara en una cafetería de Main Street, un domingo por la tarde. Acababa de salir de una sesión de ejercicios y llevaba unos pantalones de chándal grises y un sujetador de deporte que exponía un aro dorado en el ombligo. Fue como descubrir un secreto de un conocido de largo tiempo. Nicole siempre había sido una mujer atractiva a sus ojos, pero todo cambió después de ese momento en la cafetería. Nicole se volvió erótica para él y le fue detrás, deseoso de descubrir tatuajes ocultos y de conocer todos sus secretos.
Pierce paseó dentro de los límites de la sala de espera mientras la mujer del mostrador hacía lo que tuviera que hacer para estar lista. Oyó que se iniciaba un ordenador y que la mujer abría y cerraba algunos cajones. Se fijó en una serie de logos colgados de la pared, correspondiente a diversos sitios Web que operaban a través de Entrepeneurial Concepts. Vio el de L. A. Darlings y varios más. La mayoría eran sitios de pornografía, donde una suscripción de 19,95 dólares mensuales daba acceso a miles de fotos descargables de tus actos sexuales y fetichismos favoritos. El ba
Junto a la pared de los ba
– Eh, disculpe -dijo la mujer desde detrás de él-. No puede entrar ahí.
Los rótulos colgados del techo con finas cadenas enfrente de las puertas las identificaban como Estudio A, Estudio B y Estudio C.
Pierce retrocedió y cerró la puerta. Volvió al mostrador. Se fijó en que la mujer llevaba un alfiler con su nombre.
– Pensaba que eran los lavabos. ¿Qué hay allí atrás?
– Son los estudios de fotografía. No tenemos lavabos públicos aquí. Están en el vestíbulo del edificio.
– Puedo esperar.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Pierce apoyó los codos en el mostrador.
– Tengo un problema, Wendy. Una de las anunciantes de una página Web de L. A. Darlings tiene mi número de teléfono. Las llamadas que debería recibir ella las recibo yo. Y supongo que si me presentara en la puerta de la habitación de un hotel alguien se llevaría una decepción.
Sonrió, pero ella no dio muestras de apreciar su broma.
– ¿Una errata? -dijo-. Puedo arreglarlo.
– No es exactamente una errata.
Le explicó que había obtenido un número de teléfono nuevo y que se había dado cuenta de que era la misma línea que la que figuraba en una página Web con el nombre de Lilly.
La mujer estaba sentada detrás del mostrador. Levantó la cabeza con ojos de sospecha.
– Si acaban de darle el número, ¿por qué no pide que se lo cambien?
– Porque no me había dado cuenta de que tenía este problema y ya he encargado tarjetas de visita nuevas con el número impreso y las he enviado por correo. Sería muy caro y costoso volver a hacer lo mismo con un número nuevo. Estoy seguro de que si me dice cómo contactar con esta mujer, ella estará de acuerdo en modificar su página. Vamos, ella no está haciendo ningún negocio si todas sus llamadas me llegan a mí, ¿no?