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– ¡No! ¡Antes tengo que encontrar a Lavinia!

– ¿A Lavinia? ¿Y para qué demonios quieres encontrarla? ¡Creía que esa puta colaboraba con Vitelio!

– ¡No voy a abandonarla, señor! -Ya la buscarás después. Ahora vámonos. -¡No! -Cato se soltó de un tirón y avanzó a empujones en dirección al lugar donde había visto a Lavinia forcejeando con Vitelio. Sin hacer caso de la gente que lo rodeaba, Cato se abrió camino a la fuerza. A sus espaldas oyó que Macro lo llamaba y le gritaba enojado que saliera del salón. Entonces, justo delante de él, una mujer dio un chillido y, por entre el gentío, vio a Vitelio empapado de sangre y sosteniendo un cuchillo del que caían gotas carmesíes. Su mirada se cruzó con la de Cato y frunció el ceño. Entonces Vitelio echó un vistazo a los rostros aterrorizados que lo rodeaban, le sonrió una vez a Cato, retrocedió hacia donde estaban los guardias del emperador y, una vez allí, dejó caer el cuchillo y levantó las manos. Claudio lo vio y al instante fue corriendo hacia él y lo tomó de las manos, con una radiante sonrisa de gratitud en su rostro.

Cato siguió adelante a empellones, esforzándose por vislumbrar a Lavinia. Se le enganchó el pie en algo y estuvo a punto de tropezar. Al mirar al suelo vio que lo tenía atrapado entre los pliegues de una túnica. La túnica envolvía la figura inmóvil de una mujer que estaba tendida en el suelo sobre un charco de sangre que se extendía y apelmazaba los largos mechones de oscuro cabello. Cato sintió que un escalofrío de horror le recorría el cuerpo.

– ¿Lavinia?

La apiñada muchedumbre se arremolinaba y se apretujaba por todas partes y Cato se arrodilló junto al cuerpo y le apartó el pelo de la cara con mano temblorosa. Los ojos sin vida de Lavinia estaban abiertos, sus pupilas grandes y oscuras, su boca ligeramente abierta que revelaba unos dientes blancos. Por debajo de la barbilla tenía un corte tan profundo en el cuello que a través de los tendones y arterias cercenadas se veía el hueso.

– Oh, no… ¡No! -¡Cato! -le bramó Macro al oído cuando al fin pudo abrirse paso hasta su optio-. Vamos… ¡Oh, mierda!

Durante un breve momento ninguno de los dos se movió y entonces Macro volvió a ponerse en movimiento rápidamente y con brutalidad obligó a Cato a ponerse en pie.

– Está muerta. Muerta, ¿entiendes lo que te digo? Cato movió la cabeza afirmativamente. -Debemos irnos. ¡Ahora! Cato se dejó arrastrar por Macro dentro de la multitud presa del pánico; el centurión apartaba a la gente a patadas y empujones en su desesperado intento por sacarlos a ambos del salón antes de que la guardia pretoriana se sumara a la confusión.

– ¡Rápido! -Macro agarró a Cato del brazo y tiró de él en dirección a la entrada lateral más próxima-. ¡Por aquí!

Apenas consciente de lo que ocurría, Cato notó que lo empujaban fuera del salón y la última imagen que ardió en su mente fue la del emperador estrechando a Vitelio entre sus brazos como su salvador.

Lavinia había muerto y Vitelio era un héroe. Lavinia había muerto asesinada por Vitelio. Cato se llevó la mano a la daga. Sus dedos se tropezaron con el mango y lo ciñeron con fuerza.

– ¡No! -le bramó Macro al oído, con dureza-. ¡No, Cato! ¡No vale la pena!





Macro lo alejó, a rastras, del gentío que gritaba y chillaba y lo empujó por la pequeña puerta lateral.

Una vez fuera del edificio, Macro se llevó a Cato hacia las sombras justo cuando los primeros pretorianos entraban en tropel en el salón y empezaban a reunir a los esclavos. Gritos y chillidos se alzaron en el aire.

Cato inclinó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la tosca pared de piedra. Sobre él, en las alturas, sin que los lamentables detalles de la existencia humana lo molestaran o preocuparan, se hallaba el firmamento, con una plácida reunión de estrellas rutilantes. Pero tenía un aspecto muy frío, más frío incluso que la desesperación que, como si fuera un torno, le oprimía el corazón y le aplastaba toda voluntad de vivir.

– Venga, muchacho. Cato abrió los ojos y parpadeó tratando de contener las lágrimas. La figura de Macro, oscurecida contra las estrellas, se erguía por encima de él con la mano extendida. Por un momento Cato quiso quedarse allí, que los pretorianos lo descubrieran con su cuchillo y acabaran rápidamente con su agonía.

– Ella está muerta, Cato. Tú aún sigues vivo. ¡Así son las cosas! ¡Y ahora, vamos!

Cato dejó que lo pusiera en pie. Con un suave empujón, Macro lo alejó del salón de vuelta a la seguridad del campamento de la segunda legión.

CAPÍTULO LIV

Algunos días después, el emperador abandonó la isla para regresar a Roma. Narciso había recibido la noticia de que, en ausencia de Claudio, algunos de los senadores habían empezado a cuestionar por lo bajo la idoneidad del emperador para su puesto. Si hubieran dejado pasar el tiempo, aquellos tímidos comentarios bien podrían llegar a hacerse oír. Era el momento oportuno para volver a la capital. Sin demora, se mandó llamar a la armada para que se dirigiera río arriba hasta Camuloduno y el bagaje imperial se cargó a toda prisa bajo cubierta. Había una larga hilera de barcos de guerra amarrados a lo largo del rudimentario muelle y los esclavos sudorosos corrían de aquí para allá por las pasarelas, animados por los sobrecargos del emperador, que manejaban las varas con su habitual falta de comedimiento.

No todos los miembros del séquito del emperador iban a abandonar Britania. A Flavia y a algunas de las esposas de los demás oficiales les habían dado permiso para pasar el otoño y el invierno con sus maridos antes de volver a Roma a comienzos de la próxima temporada de campaña. A Flavia no le hacía ninguna gracia tener que pasar otro gélido invierno más en el inclemente extremo septentrional del Imperio. Britania no era un lugar apropiado para dar a luz al hijo que esperaba. En cierto modo esperaba que Vespasiano declinara su ofrecimiento y la mandara de vuelta a Roma con Tito. Pero se había empeñado en que se quedara con él y le hizo notar que no debía viajar en su estado. En su fuero interno, lo que quería era alejarla de las peligrosas intrigas políticas de Roma, mantenerla fuera del alcance de la influencia de los Libertadores.

La mañana de la partida oficial amaneció con un cielo despejado y una ligera brisa. Bajo el aire fresco y la pálida luz, los soldados de la segunda legión se levantaron temprano en sus tiendas empapadas de rocío para tomar un rápido desayuno y prepararse para las ceremonias del día. A la segunda se le había concedido el honor de escoltar al emperador desde el campamento, pasando por Camuloduno, hacia el muelle donde embarcaría en su nave capitana. Tenían que llevar las vestiduras ceremoniales completas y a todos los soldados les habían dado las cimeras de rígida crin de color rojo para los cascos. Todas las piezas del equipo tenían que estar inmaculadas y los centuriones realizaron una minuciosa inspección de los hombres de sus centurias antes de conducirlos a la plaza de armas, donde la legión estaba formando.

Los estandartes ondeaban con la brisa y las capas de color escarlata de los oficiales se agitaban a sus espaldas mientras la legión permanecía en posición de descanso y esperaba en silencio el inicio de la procesión. Plinio volvía a ser tribuno superior ahora que Claudio había interrumpido el servicio de Vitelio como tribuno para que pudiera regresar a Roma con él y ser presentado en la capital como el hombre que había salvado al emperador del cuchillo de un asesino. Mucho más atrás en las filas de la legión se encontraba Cato, a un paso de distancia por el lado y a uno por detrás de su centurión. Habían pasado varios días tras el banquete y todavía estaba atontado por los acontecimientos de aquella noche, obsesionado con la imagen de Lavinia, muerta, tendida sobre su propia sangre. Aunque lo había abandonado por Vitelio y había pagado el terrible precio que era parte inevitable de tener una relación demasiado estrecha con el tribuno, Cato no podía evitar pensar en que él también había tenido algo que ver en su muerte. Macro no estaba tan circunspecto y, aunque no llegó tan lejos como para decir abiertamente que Lavinia había recibido lo que se merecía, su falta de compasión por la esclava era muy evidente. En consecuencia y muy a pesar de ambos, se había interpuesto entre ellos una fría formalidad, y permanecían en silencio mientras los demás soldados de la centuria charlaban alegremente.