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Cato paró para leer lo que había escrito y hacía una mueca aquí y allá, cuando sus ojos se detenían en alguna que otra frase fácil, tópico o expresión poco fluida. Pero estaba contento con el efecto global. Ahora quería contarle las cosas nuevas que le habían pasado. Lo que había estado haciendo desde que se separaron. Quería aliviarse de la carga de todos los acontecimientos terribles que se sentía obligado a recordar pero que no lograba entender. El sentimiento de culpa al acordarse de una estocada mortal, el hedor del campo de batalla a los dos días de la lucha, el fétido y oleoso humo de las piras funerarias que tapaba el sol y asfixiaba los pulmones de aquellos que se encontraban en la misma dirección del viento. La forma en que la sangre y los intestinos brillaban cuando se desparramaban en un radiante día de verano.
Lo que más deseaba era confesar aquel terror que le retorció las entrañas y que había sentido cuando el transporte se había acercado a las filas de britanos que chillaban en la otra orilla del Támesis. Quería explicarle a alguien lo poco que le había faltado para encogerse de miedo en los imbornales y negarse a gritos a aguantar nada más.
Pero de la misma manera que tuvo miedo de que sus compañeros reaccionaran con indignación y lástima ante su debilidad, también temía que Lavinia lo considerara menos que un hombre. Y, consciente de su juventud y falta de experiencia mundana comparado con otros hombres de la legión, temía que ella lo despreciara por ser un niñito asustado.
El atardecer dio paso a la noche, iluminada únicamente por el delgado cuarto menguante de la luna, y al final Cato decidió que no podía contarle a Lavinia más que un simple resumen de la batalla en la que había combatido. Encendió la lámpara y, bajo su parpadeante luz, se inclinó sobre el pergamino y describió con dinamismo y sencillez la evolución de la campaña hasta el momento. Casi había terminado cuando apareció Macro, que regresaba del comedor de los centuriones, y que maldijo en voz alta al golpearse el dedo del pie con una estaquilla de la tienda.
– ¿Quién carajo puso eso ahí? -Su enojo hacía que arrastrara aún más las palabras. Pasó junto a Cato dando trompicones, entró en la tienda y se desplomó pesadamente sobre su cama de campaña, que acto seguido se vino abajo con el chasquido de algo que se astilla. Cato alzó los ojos al cielo y sacudió la cabeza antes de limpiar la pluma y recoger sus artículos de escritorio.
– ¿Cómo se encuentra, señor?- -¡Pues bastante mal! Esta maldita cama de mierda ha querido matarme. Y ahora esfúmate y déjame solo.
– ¡Por supuesto, señor! Ya me esfumo. -Cato sonrió mientras se ponía en pie y agachaba la cabeza bajo la orla del toldo-. Le veré por la mañana, señor.
– Por la mañana, ¿por qué no? -respondió Macro de forma distraída al tiempo que forcejeaba con su túnica. Entonces decidió abandonar y se dejó caer sobre los restos de su cama de campaña. Luego se apoyó en el codo de una sacudida.
– ¡Cato! -¿Señor? -Tenemos órdenes de ver al legado mañana a primera hora. ¡No vayas a olvidarte, muchacho!
– ¿Al legado? -Sí, al maldito legado. Y ahora vete al carajo y déjame dormir un poco.
CAPÍTULO XXXIII
El toque de guardia de primera vela sonó desde el cuartel general, inmediatamente seguido de los toques de las otras tres legiones acampadas en la orilla izquierda del Támesis y, un instante después, por el de la legión que todavía se encontraba en la orilla derecha. Aunque el general Plautio estaba con el contingente más numeroso, coordinando los preparativos para la siguiente fase del avance, las águilas de las cuatro legiones seguían alojadas en un área del cuartel general construida en el otro lado del río, así que, oficialmente, el ejército todavía no había cruzado el Támesis. Se le concedería ese triunfo a Claudio. El emperador y las águilas atravesarían juntos el Támesis. Sería un espectáculo magnífico, Vespasiano no tenía ninguna duda sobre ello. Se sacaría la mayor ventaja política posible del avance hacia la capital enemiga de Camuloduno. El emperador, que llevaría una deslumbrante armadura ceremonial, y su séquito encabezarían la procesión y, en algún lugar de entre el largo cortejo de seguidores, estaría Flavia.
Flavia, al igual que todas las personas cercanas al emperador, iba a estar estrechamente vigilada por los agentes imperiales; todos aquellos con quienes hablara y toda conversación que pudieran oír serían debidamente anotados y enviados a Narciso. Vespasiano se preguntaba si el liberto en quien más confiaba el emperador acompañaría a su señor en aquella campaña. Todo dependía de la confianza que Claudio tuviera en su esposa y en el prefecto de la guardia pretoriana que estaba al mando de las legiones que habían permanecido en Roma. Vespasiano sólo había visto una vez a Mesalina, en un banquete de palacio. Pero le bastó esa sola vez para darse cuenta de que una mente aguda como una aguja contemplaba el mundo desde detrás de la deslumbrante máscara de su belleza. Sus ojos, muy maquillados al estilo egipcio, lo habían atravesado con una ardiente mirada y Vespasiano no pudo hacer más que evitar apartar la mirada. Mesalina había sonreído con aprobación ante su temeridad al tiempo que le tendía la mano para que se la besara.
– Deberías tener cuidado con éste, Flavia. -había dicho ella-. Un hombre que con tanta facilidad sostiene la mirada a la esposa del emperador es un hombre que sería capaz de cualquier cosa. -Flavia forzó una débil sonrisa y rápidamente se llevó de allí a su marido.
Era irónico, pensó Vespasiano al recordar el acontecimiento, que hubiera sido él y no Flavia a quien habían señalado como conspirador en potencia, por mucha sutileza con que lo hubiesen hecho. Flavia había parecido ser la esposa leal y ciudadana modelo en todos los sentidos y nunca le había dado motivos para temer que pudiera involucrarse en algo más peligroso que una excursión a los baños públicos.
Considerándolas desde el presente, las pequeñas comidas sociales que había dado o a las que había sido invitada sin su presencia parecían entonces decididamente siniestras, especialmente cuando algunas de aquellas personas con las que había comido habían sido condenadas después de la investigación que llevó a cabo la red de espías de Narciso. Vespasiano aún no sabía hasta qué punto estaba relacionada con aquellos que conspiraban contra Claudio. Hasta que no le planteara la cuestión no podía estar seguro. Incluso entonces, suponiendo que no fuera ni sombra de la traidora de sangre fría que Vitelio afirmaba que era, ¿cómo podría saber él si su versión de los hechos era auténtica? La posibilidad de que Flavia mintiera y de que él no fuera capaz de darse cuenta de la falsedad lo llenaba de una terrible sensación de inseguridad.
Llegó a sus oídos el ruido de unos pasos sobre las tablas del exterior de la tienda que le hacía de oficina y rápidamente agarró el pergamino que tenía más cerca y concentró la mirada en él: una solicitud del cirujano jefe de la legión para aumentar la capacidad del hospital.
Tuvo lugar un intercambio de palabras en voz baja antes de que el centinela gritara:
– ¡Espere aquí! El faldón de la tienda se abrió y un rayo de luz cayó inclinado sobre su escritorio e hizo que Vespasiano entrecerrara los ojos al levantar la vista.
– ¿Qué pasa? -Disculpe, señor, el centurión Macro y su optio han venido a verle. Dice que se le ordenó venir aquí después del toque de la primera vela.
– Bueno, entonces llegan tarde -se quejó Vespasiano-. Que entren.
El centinela se agachó al salir y se puso a un lado mientras sostenía el faldón de la tienda.
– Muy bien, señor. El legado les recibirá ahora. Dos figuras entraron bajo el rayo de luz, se acercaron a su escritorio, estamparon los pies contra el suelo y se pusieron en posición de firmes.