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– Pues hazlo, por favor. -Creo que nos encontramos ante algo un poco más siniestro que un oportunista esperando sacar un rápido beneficio. La cantidad de armas que la novena ha encontrado hasta ahora es demasiado grande. Quienquiera que sea el que esté respaldando esta operación tiene acceso a dinero, a algunos responsables de las fábricas de armas y a una pequeña flota de embarcaciones mercantes.

– Los Libertadores surgiendo de nuevo de entre las sombras, sin duda -sugirió Vitelio con una sonrisa burlona.

Geta se dio la vuelta en su taburete hacia él. -¿Tienes una explicación mejor, tribuno? -Yo no, señor. Sólo repetía un rumor que corre por ahí. -Entonces, si no te importa, limítate únicamente a expresar aquellos comentarios que contribuyan a las deliberaciones de tus superiores. El resto te los puedes guardar para impresionar a los tribunos subalternos.

Una cascada de risas se extendió entre los oficiales superiores y Vitelio se sonrojó de amarga humillación.

– Como quiera, señor. Geta movió la cabeza satisfecho y se volvió hacia el general.

– Señor, tenemos que informar al palacio enseguida. Sea quien sea el responsable de abastecer a los britanos con nuestro equipo correrá a ponerse a salvo en cuanto se haga público lo que hemos descubierto.

– Ya hay un despacho dirigido a Narciso en camino -replicó Plautio con aire de suficiencia.

A Vespasiano se le ocurrió que el general quería que todos los allí presentes creyeran que él ya había sido mucho más previsor que el más avezado de sus comandantes. Bien podría ser que se hubiera enviado un mensaje al primer secretario, pero el legado dudaba que en él se mencionara una sola palabra de las conclusiones de Geta. Ese otro mensaje seguiría apresuradamente al primero en el momento en que concluyera la reunión. La rapidez con la que Plautio pasó al siguiente punto de discusión no hizo más que afianzar sus sospechas.

Finalmente Plautio empujó su silla hacia atrás y dio por terminada la reunión. Los legados y los oficiales superiores del Estado Mayor se levantaron de sus asientos y salieron en fila hacia donde su escolta de caballería aguardaba para llevarlos de vuelta a sus legiones. Cuando Vespasiano iba a despedirse de su hermano, Plautio lo llamó.

– Quiero hablar contigo un momentito. ¿Nos disculpas, Sabino?

– Por supuesto, señor. Cuando estuvieron a solas, Plautio sonrió. -Tengo buenas noticias para ti, Vespasiano. Habrás oído decir que el emperador va a traer consigo a un séquito considerable.

– ¿Aparte de los elefantes? El general se rió por cortesía. -No te preocupes por ellos. Sólo son para dar tono y no podrán acercarse a menos de un kilómetro y medio de la línea de batalla, al menos por lo que a mí respecta. Todos los generales tienen que aparentar que obedecen órdenes en público; en privado tratamos de hacer lo que debemos para alcanzar la victoria. Los generales deben asegurarse de obedecer a los emperadores, cualesquiera que puedan ser sus relativos méritos militares. ¿No estás de acuerdo?

Vespasiano sintió que se quedaba lívido mientras notaba que el temor y la ira se escapaban a su control.

– ¿Se trata de otra prueba de lealtad, señor? -Esta vez no, pero haces bien en ser prudente. No, simplemente intentaba tranquilizarte y que vieras que tu general al mando no es el idiota que al parecer tú crees que es.



– ¡Señor! -protestó Vespasiano-. ¡Nunca ha sido mi intención…!

– calma, legado. -Plautio levantó las manos-. Sé lo que tú y los demás debéis de estar pensando. En vuestro lugar yo sentiría lo mismo. Pero yo soy el representante del emperador y mi trabajo es hacer lo que él dice. Si desobedeciera sus órdenes se me condenaría por insubordinación o algo peor. Si no consigo derrotar al enemigo también estoy condenado, pero al menos podré defenderme diciendo que no hacía más que cumplir órdenes. -Plautio hizo una pausa--. Debes de pensar que soy débil y despreciable. Tal vez. Pero algún día, si tu estrella sigue ascendiendo, te encontrarás en mi situación, con un talentoso e impaciente legado ansioso por llevar a cabo la estrategia militar necesaria sin considerar ni por un momento la agenda política de la cual ésta emana. Espero que entonces recuerdes mis palabras.

Vespasiano no respondió, se limitó a quedarse mirando con frialdad al general, avergonzado de su incapacidad para hacer frente a los comentarios condescendientes de aquel hombre. Los sermones pronunciados por los oficiales superiores no había más remedio que escucharlos con silenciosa frustración.

– Y ahora -continuó diciendo Plautio-, la buena noticia que te prometí. Tu esposa y tu hijo van a viajar con el emperador. _¿Flavia va a estar entre su séquito? Pero, ¿por qué?

– No te entusiasmes demasiado con ese honor. Es un grupo grande, más de cien personas, según el despacho de Narciso. Supongo que Claudio quería rodearse de gente variopinta que lo entretuviera mientras está fuera de Roma. Sea cual sea la razón, tendrás la oportunidad de volver a verla. Toda una monada, si mal no recuerdo.

Aquel comentario rastrero avinagró a Vespasiano aún más. Asintió con la cabeza, sin ninguna intención de expresar orgullo masculino al poseer una esposa de aspecto tan llamativo. Lo que había entre ellos iba más allá de cualquier atracción superficial. Pero eso era personal y él no iba a confiar tal intimidad a nadie. La emocionante perspectiva de que Flavia pronto estaría de camino hacia él quedó rápidamente sumergida en la preocupación por el hecho de su inclusión en el séquito del emperador. A las personas se les solicitaba que atendieran al emperador en sus viajes por uno o dos motivos. O bien eran grandes animadores o aduladores, o eran gente que representaba una sobrada amenaza para él, por lo que éste no osaba perderlos de vista.

En vista de su reciente conspiración, Flavia podía estar en el mayor peligro posible, si es que sospechaban de ella. Entre toda la pompa del grupo de viajeros de la corte imperial, la vigilarían en secreto. El más mínimo atisbo de traición podía acarrear que cayera en las siniestras garras de los interrogadores de Narciso.

– ¿Eso es todo, señor? -Sí, eso es todo. Asegúrate de que tú y tus hombres aprovecháis al máximo el tiempo mientras aguardamos a que llegue Claudio.

CAPÍTULO XXIX

En cuanto las fortificaciones estuvieron listas, tres de las otras legiones se trasladaron al otro lado del Támesis y se dirigieron a las áreas que se les habían asignado. Las cohortes auxiliares y la vigésima legión se quedaron atrás para vigilar a los animales de tiro del ejército que pastaban en todas las franjas de pradera disponibles, dispersos por una vasta extensión de terreno. Una sucesión de pequeños fuertes se extendía a lo largo de las líneas de comunicación por todo el camino que llevaba a Rutupiae y, de vez en cuando, los convoyes de suministros avanzaban lentamente hasta el frente y volvían vacíos, aparte de aquellos que llevaban a los inválidos destinados a una baja prematura y la subsiguiente dependencia del reparto de trigo en Roma. En aquellos momentos la mayor parte de los suministros se transportaban siguiendo la costa y, desde allí, río arriba en los barcos de la flota invasora.

Se había establecido un enorme depósito de abastecimiento en el campamento de la legión y cada día se descargaban más víveres, armas y equipo de repuesto que los jefes de intendencia anotaban con todo detalle y que luego se depositaban en el interior de la cuadrícula meticulosamente señalizada que habían preparado los zapadores. La próxima vez que el ejército se dirigiera al campo de batalla, estaría tan bien aprovisionado y armado como lo había estado al inicio de la campaña.

Los legionarios descansaron mientras esperaban la llegada del emperador y de los miembros de su círculo, aunque todavía había muchas cosas que hacer. Había que guarnecer los muros del fuerte, cavar las letrinas y ocuparse de su mantenimiento, mandar a un destacamento a conseguir leña, hacerse con cualquier suministro de grano o animales de granja que pudieran encontrar y otras muchas tareas rutinarias que formaban parte de la vida militar. Al principio las patrullas de aprovisionamiento se habían formado con cohortes enteras pero, como los exploradores de caballería continuaban informando de que había pocas señales del enemigo, se permitió que grupos menos numerosos de legionarios abandonaran el campamento durante el día.