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Geta estaba en cuclillas junto a Vitelio en medio de los abanderados. Comprobó la correa de su casco, sostuvo el escudo contra su cuerpo y se puso en pie.

– ¡Primera cohorte! ¡Formación de testudo por centurias!

El centurión jefe transmitió la orden a voz en grito, como si estuviera en un campo de desfile, y los hombres de cada centuria fueron acosados por sus centuriones hasta que se pusieron de nuevo en pie. Los soldados se dieron cuenta de que la formación de tortuga era su mejor oportunidad de sobrevivir al asalto y rápidamente formaron la pared y el tejado de escudos protectores. Los abanderados se pusieron a cubierto tras los escudos de la escolta de Geta y observaron cómo la formación se iba acercando a los- terraplenes bajo un fuego constante, pero en gran parte ineficaz. A medida que las siguientes cohortes iban subiendo por la orilla se les fue dando la misma orden, y cada formación se mandó a una sección de las defensas distinta Entre la orilla y las fortificaciones. El suelo enfangado estaba cubierto de muertos y heridos. Aquellos que podían se mantenían a cubierto bajo sus escudos de los proyectiles britanos que cruzaban el aire como una exhalación. A Vitelio le embargó una horrible sensación de miedo y entusiasmo cuando la primera cohorte llegó a la zanja exterior y, con gran esfuerzo para mantener la formación, cruzó al otro lado describiendo un movimiento ondulante.

Cuando el testudo llegó a la pendiente que subía hasta la empalizada se dio una orden repentina. La formación se disolvió y todos los soldados treparon por los terraplenes hacia los guerreros enemigos que proferían gritos de guerra bajo sus estandartes en los que aparecía una serpiente. Con la empinada pendiente en su contra y cargados con el pesado equipo, los legionarios salieron malparados. Muchos de ellos fueron acuchillados por las espadas largas y las hachas de los britanos y cayeron en la zanja, derribando a sus compañeros al caer.

Aquí y allá un puñado de hombres trataba de entrar por la fuerza a través o por encima de la empalizada pero eran muy pocos en comparación con los defensores y aquellos valientes atacantes fueron arrollados y arrojados de nuevo cuesta abajo.

La lucha se extendió a lo largo de todo el muro pero a las demás cohortes no les fue mucho mejor y el número de cadáveres romanos desparramados por la pendiente de los terraplenes aumentaba a un ritmo constante.

– ¿No deberíamos retirarnos, señor? -le preguntó Vitelio al legado.

– No. Las órdenes eran claras. Debemos continuar el ataque hasta que Vespasiano pueda atacar su retaguardia.

Los oficiales de Estado Mayor del legado intercambiaron unas miradas de preocupación. La novena estaba siendo cruelmente castigada por su precipitado asalto, estaban muriendo desangrados mientras esperaban el ataque de la segunda legión. Al mirar a su alrededor, Geta intuyó que sus hombres dudaban.

– De un momento a otro. En cualquier momento la segunda atacará. Mantengámonos firmes hasta entonces.

Pero Vitelio ya detectó un cambio en la lucha a lo largo de la empalizada. Los legionarios ya no se precipitaban cuesta arriba sino que eran allí conducidos por sus centuriones, intimidados a golpes de bastón de vid para que atacaran.

En varios lugares los soldados se caían del muro, agotados por el esfuerzo, y de una manera lenta pero segura iban perdiendo la voluntad de seguir luchando. Para todos los miembros del grupo de abanderados los indicios eran inconfundibles.

El asalto se desmoronaba ante sus ojos.

Si Vespasiano no lanzaba su ataque inmediatamente, el sacrificio de la novena habría sido en vano.



CAPÍTULO XI

– ¿Por qué no atacamos?

– Porque no nos lo han ordenado -replicó Macro con aspereza--. Y esperaremos hasta que no nos digan lo contrario. Pero, señor, mírelos. A la novena la están masacrando.

– Puedo ver perfectamente lo que pasa, muchacho, pero no está en nuestras manos.

Tendidos boca abajo sobre la alta hierba que crecía a lo largo de la cima de la colina, la línea de escaramuza de la sexta centuria observaba, sin poder hacer nada, cómo los britanos frenaban el ataque de la novena. Para el inexperto optio aquello suponía una insoportable agonía. A una distancia de apenas kilómetro y medio sus compañeros estaban siendo víctimas de una matanza mientras intentaban tomar por asalto los terraplenes. Y, a menos de cien metros detrás de él, los hombres de la segunda legión permanecían sentados entre las sombras de los árboles en silencioso ocultamiento. Con una sencilla orden podrían bajar rápidamente por la cuesta, atrapar a los britanos entre las dos legiones y aplastarlos completamente. Pero la orden no se había dado.

– Aquí llega el legado. -Con un gesto de la cabeza, Macro señaló hacia atrás, hacia la pendiente que conducía a los árboles. Vespasiano se acercaba a ellos a toda prisa, con el casco bajo el brazo. A pocos metros de la línea de avanzada, el legado se echó al suelo y fue arrastrándose junto a Macro.

– ¿Cómo le va a la novena, centurión? -Parece que no muy bien, señor. -¿Cualquier señal de movimiento por parte de las reservas enemigas?

– Ninguna, señor. Tras las líneas británicas había unos cuantos miles de hombres que esperaban con calma la orden de entrar en acción. A pesar de todo, Vespasiano esbozó una sonrisa de admiración ante la frialdad del general enemigo. Carataco conocía el valor de mantener disponible una reserva de refresco y tenía un firme control sobre su coalición de tropas tribales. En otros tiempos, la egoísta búsqueda de la gloria tribal había conducido a la destrucción de más de un ejército celta. Carataco se había resistido incluso a morder el anzuelo de los bátavos que le había lanzado Plautio. Tan sólo habían utilizado los hombres necesarios para repeler a los auxiliares romanos y frenar su avance más allá del río. Allí, a lo lejos, bastante más allá de los terraplenes que defendían el vado, un agitado remolino de hombres y caballos ponía de manifiesto la difícil situación de los bátavos.

Vespasiano se dio la vuelta para apartar de sus ojos aquel espectáculo. La compasión por sus camaradas le instaba a ordenar a su legión que cargara para auxiliarlos. Pero esa tentación había sido prevista por Aulo Plautio y el general había recalcado que sus órdenes debían seguirse al pie de la letra. La segunda tenía que permanecer oculta hasta que Carataco hubiera asignado sus reservas a la defensa de las fortificaciones. Lanzarían la señal para el ataque los trompetas concentrados en el cuartel general de Plautio situado en la orilla ocupada por los romanos. Sólo cuando todos los britanos estuvieran enzarzados en la lucha se le permitiría a Vespasiano lanzar su ataque. Sólo entonces.

Vespasiano se dio cuenta de que el optio lo miraba con amargura, y para hacer hincapié en ello, el chico, con un movimiento de la cabeza casi imperceptible, señaló cuesta abajo. Aquel insubordinado gesto fue completamente deliberado, pero era comprensible, y Vespasiano se obligó a dejarlo correr.

– Veo que tienes ganas de atacar, ¿verdad, joven Cato? -Sí, señor. Tan pronto como podamos, señor. -¡Buen chico! -Vespasiano le dio unas palmaditas en el hombro antes de volverse hacia el centurión-. El puesto de mando está justo en el interior de aquel bosque de allí. -Señaló hacia el lugar donde los abanderados de la legión trataban, sin lograrlo, de pasar inadvertidos en la linde de los árboles-. Si surge algo río abajo, mándame un mensajero de inmediato.

Mientras el legado volvía a bajar con dificultad por la pendiente, sintió los ojos de toda la sexta centuria que lo seguían con el resentimiento que todo soldado raso siente por los oficiales superiores que parecen sacrificar a sus hombres sin ninguna necesidad. Por supuesto no era justo; Vespasiano obedecía órdenes y no podía hacer nada al respecto. Compartía la furiosa impotencia de Cato y le hubiera encantado explicar el plan de batalla del general y demostrar así por qué los hombres de la segunda tenían que sentarse y observar mientras sus compañeros morían. Pero compartir tales confidencias con un optio era algo inconcebible.