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– Yo sí, señor. Parece ser que lo han informado mal sobre el espíritu de lucha de mi legión. – Y Vespasiano supuso que jeta era la fuente de aquella mala información-. Los hombres están dispuestos a ello, señor. Están más que dispuestos, están deseándolo. Necesitamos vengar a los hombres que hemos perdido.

– ¡Ya es suficiente! -interrumpió Plautio-. ¿Crees que la retórica va a prevalecer sobre la razón? Estamos en primera línea, no en el foro de Roma. Te pedí que me dieras un buen motivo por el que tenga que ceder.

– De acuerdo, señor. Iré directo al grano. -Sí, por favor. -La segunda no dispone de todos sus efectivos. Pero no hace falta una legión entera para el ataque. Si todo sale mal, entonces sólo habrá perdido una unidad que ya estaba en bastantes malas condiciones en vez de una legión todavía fresca. -Vespasiano dirigió una astuta mirada a su general--. Me imagino que quiere tener en reserva el mayor número de unidades posible por si tiene que volver a luchar contra Carataco. No puede permitirse enfrentarse a él sin todos los efectivos y con las fuerzas de la línea de batalla cansadas. Es mejor arriesgar ahora una unidad más prescindible.

Plautio asintió con la cabeza mientras escuchaba con aprobación aquel razonamiento mucho más cínico. Reflejaba perfectamente la cruda realidad del mando y, de una manera igual de cruda, era lo más razonable.

– Muy bien, Vespasiano. Te concedo una prórroga a ti y a tus hombres.

Vespasiano bajó la cabeza en señal de agradecimiento. El corazón le dio un vuelco por la excitación de haberle ganado la partida a su general, y también por la angustia ante la peligrosa misión para la que acababa de ofrecer voluntarios a sus hombres. No había sido del todo sincero al presentarle la petición al general. No tenía ninguna duda de que muchos de los hombres lo maldecirían por ello, pero los soldados se quejaban por todo. Les hacía falta combatir. Necesitaban una clara victoria de la que jactarse. Dejar que los hombres siguieran en su estado actual de duda acerca de sí mismos iba a destruir la legión y a arruinar su carrera. Ahora que los había comprometido para 'el ataque, confiaba en que la mayoría de ellos compartiría su deseo de luchar.

– Tus órdenes -expuso Plautio formalmente- son avanzar río arriba y realizar un ataque sorpresa. Localiza el vado más próximo y cruza a la otra orilla. Desde allí os dirigiréis río abajo evitando todo contacto con los britanos. Esperaréis escondidos hasta que las trompetas del cuartel general toquen la señal de reconocimiento de vuestra legión y en ese momento os uniréis al ataque en aquella colina. ¿Ha quedado claro?

– Sí, señor. Perfectamente. -Dales fuerte, Vespasiano. Lo más fuerte que puedas. -Sí, señor. -Las órdenes por escrito te llegarán más tarde. Será mejor que te pongas en marcha. Quiero que partas antes de que rompa el día. Ahora vete.

Vespasiano saludó al general, se despidió de Sabino con un movimiento de cabeza y se abría camino entre el grupo de oficiales para volver a la línea de caballería cuando llegó Vitelio que subía a todo correr por la cuesta, jadeando.

– Señor ¡Señor! -Plautio se volvió hacia él, alarmado. -¿Qué pasa, tribuno? Vitelio se puso en posición de firmes, tomó un poco de aire y presentó su informe.

– La marea está subiendo, señor. Me enteré por nuestros exploradores que se encuentran ahí abajo junto al río.

El general Aulo Plautio se lo quedó mirando unos instantes.

– Bien, gracias, tribuno. Es muy interesante. Muy interesante, ya lo creo.

Entonces se dio la vuelta, para observar de nuevo las defensas enemigas y para ocultar la expresión de regocijo de su semblante.

CAPÍTULO VI

Las sombras se alargaban mientras Cato permanecía apoyado en el tronco de un árbol sin moverse, con su sencilla capa marrón colocada a modo de cojín protegiéndole de la áspera corteza. En la mano izquierda tenía el arco de caza que había sacado de los pertrechos y apuntaba con una pesada flecha colocada en la cuerda. Había descubierto un sinuoso sendero que se cruzaba con un camino lleno de baches y lo había seguido hasta llegar a un claro. La senda serpenteaba a través de los bajos helechos y se adentraba en los árboles que había al otro lado del claro. Más allá, el río refulgía al pasar entre hojas y ramas y brillaba con el reflejo de la luz del sol que se ponía. Como él era un muchacho de ciudad, antes de dirigirse hacia el bosque había tenido la sensatez de pedirle algún consejo a Pírax, un veterano acostumbrado desde hacía mucho tiempo a salir en busca de comida. Habían dejado aquella zona libre de enemigos y la rodeaban los campamentos de marcha del ejército de Plautio, por lo que el joven optio pensó que no corría peligro si salía a probar cómo se le daba la caza. Con un poco de suerte, los hombres de la sexta centuria no tendrían que cenar carne de cerdo en salazón aquella noche y entrarían en combate con una buena comida en el estómago.





Cuando a la sexta centuria le fue comunicada la noticia del inminente ataque, Macro había maldecido su suerte. Dados sus escasos efectivos, lo último que necesitaban eran unas peligrosas maniobras de flanqueo. Una vez de vuelta en su tienda, él y Cato hicieron los preparativos para el ataque de la mañana siguiente.

– Toma nota -le ordenó Macro a su optio-. Todos los soldados tienen que dejar aquí el equipo no esencial. Si tenemos que nadar no debemos llevar nada más que lo necesario. También necesitaremos algo de cuerda. Toma unos noventa metros de soga ligera de los pertrechos. Tendría que bastar para alcanzar la otra orilla en caso de que encontremos un vado.

Cato levantó los ojos de la tablilla encerada en la que anotaba las cosas.

– ¿Y qué pasa si no hay ningún vado? ¿Qué hará entonces el legado?

– Eso es lo mejor de todo -refunfuñó Macro-. Si no encontramos un vado antes del mediodía, la orden es cruzar el río a nado. Tendremos que quedarnos sólo con las túnicas puestas y llevar el-equipo al otro lado sobre vejigas infladas. Apunta que a cada uno de los soldados le proporcionen una.

Hizo una pausa al ver que Cato no respondía. -Lo siento, muchacho. Olvidé tu aversión al agua. Si resulta que tenemos que cruzar a nado, no te separes de mí y procuraré que llegues al otro lado sin ningún percance.

– Gracias, señor.

– Tú asegúrate de tomar unas malditas lecciones de natación en cuanto tengas oportunidad.

Cato asintió con la cabeza baja, avergonzado. Bueno, ¿por dónde íbamos? -Vejigas, señor.

– ¡Ah, sí! Esperemos que no nos hagan falta. Si no encontramos un vado no me gustaría enfrentarme a los britanos con sólo una túnica de lana entre ellos y mis partes.

Cato estuvo totalmente de acuerdo.

En aquellos momentos el sol ya se encontraba a poca altura sobre el horizonte occidental y cato volvió a mirar hacia el río, que parecía más ancho que nunca. Se estremeció ante la idea de tener que cruzarlo a nado; su técnica natatoria ni siquiera podía llamarse así.

La brillante luz del sol penetraba directamente entre los árboles y proyectaba por todo el claro un enredo de sombras con los bordes anaranjados. Un repentino y fugaz movimiento le llamó la atención a Cato. Sin mover el cuerpo, volvió la cabeza para seguirlo. Una liebre había saltado cautelosamente al camino desde un ortigal que se encontraba a menos de seis metros de donde estaba él. El animal se alzó sobre sus patas traseras y olisqueó el aire con prudencia. Con la cabeza y la parte superior del cuerpo rodeadas por el halo que provocaba el resplandor del sol distante, la liebre parecía un blanco tentador y Cato empezó a levantar lentamente el arco. Con ella no iban a comer todos los hombres de la centuria, pero serviría hasta que bajara por el camino algún otro animal de más tamaño.

Cato sujetó bien el arco y estaba a punto de soltar la cuerda cuando percibió otra presencia en-el claro. La liebre se dio la vuelta, salió disparada y se adentró de nuevo en la maleza.