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La discusión que deseaba mantener con Ya Ru…, ¿sería posible? La grieta que dividía en dos el Partido Comunista, ¿no habría sobrepasado el punto en que era posible acercar posiciones? No se trataba de diferencias sencillas y superables, de qué estrategia política era adecuada en un momento determinado, sino de una lucha fundamental, los viejos ideales contra los nuevos, que sólo de forma superficial podían considerarse comunistas, basados en la tradición que creó la República Popular hacía cincuenta y siete años.

Hong se decía que, en más de un sentido, aquella lucha podía considerarse como la contienda final. No para siempre, sería una ingenuidad pensarlo. Siempre surgirían nuevas contradicciones, nuevas luchas de clases, nuevas revueltas. La historia no tenía fin. Sin embargo, no cabía la menor duda de que China se hallaba ante una encrucijada decisiva. Hubo un tiempo en que contribuyeron al ocaso del mundo colonial. Los países pobres de África eran libres, pero ¿qué papel podía desempeñar China en el futuro? ¿Lo haría en calidad de amigo o de nuevo colonizador?

Si la decisión quedaba en manos de hombres como su hermano, los últimos bastiones firmes de la sociedad china serían arrasados. Una ola de irresponsabilidad capitalista arrastraría consigo cualquier residuo de las instituciones y los ideales construidos sobre la base de la solidaridad y sería casi imposible recuperarlos en mucho tiempo, quizá después de varias generaciones. Para Hong, constituía una verdad incuestionable la idea de que el ser humano, en el fondo, era un ser racional; que la solidaridad era en primera instancia sensatez y no un sentimiento; y que el mundo, pese a todos los fracasos, avanzaba hacia un punto en que reinaría la razón. Sin embargo, también estaba convencida de que no había que dar nada por supuesto, y que nada, en la construcción de la sociedad humana, sucedía de forma automática. No existían leyes naturales que gobernasen el comportamiento humano.

Mao, una vez más. Era como si su rostro se entreviese en la oscuridad. Él sabía lo que iba a suceder, pensaba Hong. La cuestión del futuro nunca está definitivamente resuelta. Mao lo repetía una y otra vez, pero nosotros no lo escuchábamos. Siempre habría grupos ávidos de procurarse privilegios, siempre se producirían nuevos levantamientos.

Dejó vagar sus pensamientos, allí sentada en el porche, y se quedó adormilada hasta que un ruido la despertó. Aguzó el oído. Volvió a percibirlo. Alguien llamaba a su puerta. Miró el reloj. Medianoche. ¿Quién querría verla tan tarde? Dudaba si abrir la puerta. Volvieron a oírse los golpes. «Alguien sabe que estoy despierta», concluyó. «Alguien que me ha visto en el porche.» Fue hasta la puerta y estudió por la mirilla a quien llamaba. Era un africano con el uniforme del hotel. La venció la curiosidad y terminó por abrir. El joven le tendió una carta. Por la caligrafía del nombre escrito en el sobre supo que era de Ya Ru.

Le dio al joven unos dólares de Zimbabue, sin saber si eran muchos o pocos, y regresó al porche para leer la carta, que era muy breve.

«Hong.

»Debemos mantener la paz entre nosotros, en nombre de la familia, de la nación. Volvamos a mirarnos a los ojos. Te invito a acompañarme en un paseo por la selva antes de volver a casa; entre la naturaleza salvaje y los animales podremos hablar.

»Ya Ru.»

Leyó el texto con atención, como si intuyese la existencia de un mensaje oculto entre las simples palabras, pero no halló nada, como tampoco una respuesta a por qué le habría enviado aquel mensaje a medianoche.

Miró en la oscuridad y pensó en las fieras, capaces de ver a su presa sin que ésta pueda barruntar lo que se avecina.

– Puedo verte -susurró Hong-. De dondequiera que vengas, te descubriré a tiempo. Jamás volverás a sentarte a mi lado sin que te haya visto acercarte.





Hong se despertó temprano al día siguiente. Había dormido inquieta, con ensoñaciones de sombras que se aproximaban amenazadoras, sin rostro. Se encontraba fuera, en el porche, contemplando el breve amanecer, el sol que se alzaba sobre la selva infinita. Un martín pescador de vivos colores aterrizó en la barandilla del porche, pero volvió a partir enseguida. El rocío de la noche húmeda resplandecía en la hierba. Oyó voces extrañas, alguien que gritaba, risas. Se veía envuelta en intensos aromas. Pensó en la carta que había recibido por la noche y se recomendó a sí misma toda la precaución posible. En cierto modo, en aquel país extraño, estaba más sola frente a Ya Ru.

A las ocho de la mañana, una selección de la delegación formada por treinta y cinco personas, bajo la dirección del ministro de Comercio y los alcaldes de Shanghai y Pekín, se había congregado en el vestíbulo del hotel. Como decoración se veía colgado de varias paredes el rostro de Mugabe, con esa media sonrisa suya que Hong no sabía si interpretar como socarrona o amable. El secretario del ministro reclamó en voz alta la atención de los congregados.

– Señores, el presidente Mugabe va a recibirnos ahora en su palacio. Entraremos en fila, guardando las distancias normales entre los ministros, los alcaldes y otros delegados. Saludamos, escuchamos los himnos nacionales y nos sentamos a una mesa en los lugares prefijados. El presidente Mugabe y nuestro ministro intercambiarán los consabidos saludos mediante los intérpretes y, acto seguido, el presidente pronunciará un breve discurso. Ignoramos cuál es el contenido, pues no nos han entregado ninguna copia. Puede durar desde veinte minutos a tres horas. Les recomiendo que vayan a los servicios antes de entrar. Después, habrá un turno de preguntas. Aquellos de ustedes a quienes se les haya permitido preparar preguntas alzarán la mano, se presentarán cuando se les haya concedido la palabra y permanecerán de pie mientras el presidente Mugabe les esté respondiendo. No se permite abundar en las preguntas ni que ninguna otra persona de la delegación formule las suyas por iniciativa propia. Después de la reunión con el presidente, la mayor parte de la delegación partirá para visitar las minas de cobre de Wandlana, mientras que el ministro y los delegados elegidos seguirán la conversación con el presidente Mugabe y algunos de sus ministros, aunque ignoramos cuántos.

Hong miró a Ya Ru, quien, con los ojos entrecerrados, se apoyaba en la columna que había al fondo de la sala. No se miraron a los ojos hasta que salieron. Ya Ru le sonrió antes de desaparecer en uno de los coches destinados a los ministros, los alcaldes y los delegados elegidos.

Hong se sentó en un autobús que aguardaba al resto. «Ya Ru tiene un plan», se dijo. «Aunque desconozco totalmente en qué consiste.»

El miedo crecía sin cesar en su interior. «Tengo que hablar con alguien con quien poder compartir mis temores.» Ya sentada en el autobús, miró a su alrededor. A muchos de los delegados de más edad los conocía desde hacía mucho tiempo. La mayoría de ellos compartían, además, su visión del desarrollo político de China. «Pero están cansados», consideró para sí. «Son tan viejos que ya no reaccionan ante los peligros que acechan.»

Siguió buscando con la mirada, pero en vano. Allí no había nadie a quien conociese y a quien pudiese confiarse. Después de la reunión con el presidente Mugabe, revisaría con detenimiento la lista de delegados. La persona que buscaba debía de estar en alguna parte.

El autobús avanzaba a gran velocidad en dirección a Harare. Hong observaba la tierra roja cuyo polvo se arremolinaba al paso de las gentes que caminaban al borde de la carretera.

De repente, el autobús se detuvo. Un hombre que estaba sentado en la otra hilera de asientos le explicó el porqué:

– No podemos llegar al mismo tiempo -aclaró-. Los coches que llevan a las personas importantes han de aparecer con cierta antelación. Después entraremos nosotros. Es el ballet político y económico, para embellecer el fondo.