Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 20 из 124

Más que nada, le gustaría escribir sobre una alondra. Una canción sobre un pájaro, sobre el amor, con un estribillo que nadie olvidase jamás. Si su padre había sido un apasionado de las estrellas, ella se tenía por una entusiasta cazadora de estribillos. Ambos eran apasionados, aunque sólo uno de los dos mirase al cielo.

Se fue a la cama a las tres y tuvo que zarandear a Staffan, que estaba roncando. Cuando se dio la vuelta y se calló, también ella cayó vencida por el sueño.

A la mañana siguiente, Birgitta Roslin recordó lo que había soñado durante la noche. Había visto a su madre, que le hablaba sin que ella pudiera comprender sus palabras. Como si se encontrase tras un cristal. La situación parecía prolongarse hasta la eternidad. Su madre no cesaba de hablar, cada vez más indignada al comprobar que su hija no la entendía, mientras ella se preguntaba qué las separaba.

«La memoria es como el vidrio», se dijo. «Aquellos que se han ido siguen siendo visibles, cercanos; pero ya no hay posibilidad de contacto. La muerte es muda, prohíbe el diálogo, sólo permite el silencio.»

Birgitta Roslin se levantó con una idea que empezaba a cobrar forma en su mente. Ignoraba de dónde había surgido. En cualquier caso allí estaba, de pronto, clara como el día. En realidad, no se explicaba cómo no se le había ocurrido antes. Claro que también su madre había dejado atrás su propio pasado. Jamás le pidió a Birgitta, su única hija, que se interesase por su pasado.

Birgitta Roslin fue a buscar un mapa de carreteras de Suecia. En verano, cuando los niños eran pequeños, alquilaban una casa en algún sitio, generalmente por un mes, y viajaban en coche. Alguna vez lo hicieron en avión, como las dos ocasiones en que fueron a Gotland, pero nunca tomaron el tren; y a Staffan jamás se le ocurrió pensar que un día cambiaría su profesión de abogado por la de conductor de trenes.

Abrió un mapa general. Hälsingland estaba mucho más al norte de lo que ella creía. Y no encontraba Hesjövallen, era un pueblo tan insignificante que ni siquiera aparecía.

Cuando dejó el mapa, ya lo tenía decidido. Iría en coche hasta Hudiksvall. Y no porque quisiera visitar el lugar del crimen, sino porque deseaba ver el pueblo en el que había crecido su madre.

Cuando era joven, pensó muchas veces en emprender un gran viaje por toda Suecia. «El viaje al hogar», solía llamarlo ella, llegaría hasta Treriksröset, el punto más al norte, y luego volvería a la costa de Escania, donde estaría cerca del continente y tendría todo el país a su espalda. De camino al norte pensaba seguir la costa, mientras que el viaje de regreso lo haría por el interior. Sin embargo, nunca lo hizo y cuando, en alguna ocasión, se lo mencionó a Staffan, él no mostró el menor entusiasmo. Luego, durante los años en que los niños estaban creciendo, resultaba imposible planteárselo.

Ahora por fin tenía la posibilidad de hacer al menos una parte de dicho viaje.

Cuando Staffan terminó de desayunar y se preparó para acudir a su tren de aquel día, con destino a Alvesta, que sería el último antes de tomarse unos días libres, Birgitta le contó su plan. Él no solía oponerse a sus ocurrencias, y tampoco lo hizo en esta ocasión. Tan sólo le preguntó cuánto tiempo estaría fuera y si su médico no tenía nada que objetar al esfuerzo que, después de todo, supondría para ella conducir un trecho tan largo.

Cuando lo vio en el vestíbulo, con la mano en la manija de la puerta, dispuesto a salir, Birgitta dio rienda suelta a su indignación. Ya se habían despedido en la cocina, pero después fue tras él y le arrojó a la cara el periódico de la mañana.

– Pero ¿qué haces?

– ¿Te interesa lo más mínimo saber por qué he decidido emprender ese viaje?

– Ya me lo has explicado.

– ¿No comprendes que tal vez sea también porque necesito tiempo para pensar en nuestra relación?

– No podemos empezar a hablar de ese tema ahora. Llegaré tarde a mi tren.

– ¡No, claro, nunca te viene bien! Por la noche, no es buen momento; por la mañana, no es buen momento. ¿No sientes nunca la necesidad de hablar conmigo de la vida que llevamos?

– Ya sabes que no siento la misma urgencia que tú.

– ¿Urgencia? ¿Llamas urgencia al hecho de que yo reaccione porque llevemos un año sin hacer el amor?

– No podemos hablar de eso ahora. No tengo tiempo.





– Pues deberías empezar a tenerlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede que se me agote la paciencia.

– ¿Es una amenaza?

– Lo único que sé es que así no podemos seguir. Y ahora, vete a tu maldito tren.

Mientras volvía a la cocina oyó el golpe de la puerta al cerrarse. Se sentía aliviada al haber podido decir por fin lo que pensaba, pero al mismo tiempo la inquietaba su reacción.

Aquella noche, Staffan la llamó. Ninguno de los dos mencionó la discusión de la mañana en el vestíbulo. Sin embargo, le notó en la voz que estaba afectado. Tal vez podrían hablar por fin de lo que ya no tenía sentido seguir ocultando…

A la mañana siguiente, muy temprano, se sentó en el coche dispuesta a partir hacia el norte desde Helsingborg. Había vuelto a hablar con sus hijos y pensó que estaban tan ocupados con sus vidas que no les quedaban fuerzas para involucrarse en las cosas de su madre. Aún no les había dicho nada de lo que la vinculaba con lo sucedido en Hesjövallen.

Staffan, que había llegado el día anterior a casa ya de noche, le llevó la maleta al coche y la dejó en el asiento trasero.

– «¡Dónde te alojarás?

– Hay un pequeño hotel en Lindesberg. Allí pasaré la noche. Llamaré desde allí, te lo prometo. Y luego supongo que me instalaré en Hudiksvall.

Staffan le acarició fugazmente la mejilla y la despidió con la mano mientras se alejaba. Birgitta se lo tomó con calma, fue parando a menudo y llegó a Lindesberg ya entrada la tarde. Hacia el final del trayecto empezó a encontrar nieve en las carreteras. Reservó habitación en un hotel, cenó en un pequeño y desierto restaurante y se fue temprano a la cama. En un diario vespertino, aún plagado de noticias sobre la gran tragedia, vio que el frío se recrudecería al día siguiente, pero que seguiría sin haber precipitaciones.

Birgitta Roslin durmió profundamente; cuando despertó no recordaba sus sueños y reanudó su viaje rumbo a la costa y hacia Hälsingland. No puso la radio, sino que fue disfrutando del silencio, de los bosques en apariencia infinitos, mientras se preguntaba cómo habría sido su vida si hubiese crecido allí. Ella no tenía más experiencia que los ondulantes campos y un paisaje abierto. «En el fondo de mi corazón, soy una nómada», se dijo. «Y un nómada no busca el bosque, sino las amplias llanuras.»

Mentalmente empezó a buscar palabras que rimasen con nómada. La segunda sílaba le daba muchas alternativas. «Tal vez una canción sobre mí misma», se sugirió. «Una jueza que busca a la nómada que lleva dentro.»

Hacia las diez se detuvo a tomarse un café en un restaurante de carretera, justo al sur de Njutånger. Estaba sola en el local. Sobre una de las mesas había un ejemplar del Hudiksvalls Tidning. La masacre seguía dominando las noticias, pero no encontró nada que no supiese ya. El jefe de policía Tobias Ludwig comunicaba que harían públicos los nombres del resto de las víctimas al día siguiente. En la borrosa fotografía del diario parecía demasiado joven para asumir la gran responsabilidad a la que tenía que enfrentarse con aquel caso.

Una mujer mayor iba de aquí para allá regando las plantas que adornaban las ventanas. Birgitta Roslin le hizo una seña.

– No hay mucha gente por aquí -comentó-. Creía que esto estaría a rebosar de periodistas y policías, después de lo ocurrido.

– Están en Hudik -respondió la mujer con un marcado dialecto-. Dicen que no se podrá conseguir una sola habitación de hotel por la zona.

– ¿Qué comenta la gente?

La mujer se quedó pensativa junto a su mesa, observándola con suspicacia.