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Birgitta Roslin observó el periódico que había sobre la mesa y volvió a pensar en su madre y su infancia. De pronto, se le ocurrió una idea. Alcanzó el teléfono y llamó a la comisaría, donde pidió que la pusieran con el comisario Hugo Malmberg. Se conocían desde hacía muchos años y, en una ocasión, intentó enseñarles a ella y a Staffan a jugar al bridge, aunque no consiguió contagiarles su entusiasmo.

Birgitta Roslin oyó el dulce timbre de su voz en el auricular. «Uno se imagina que la voz de un policía debe sonar áspera, pero Hugo no cumple esas expectativas», se dijo. «Suena más bien como un amable jubilado que se dedica a dar de comer a las palomas en el banco de un parque.»

Birgitta le preguntó por su salud antes de indagar si tendría tiempo de recibirla.

– ¿De qué caso se trata?

– De ninguno. Al menos, de ninguno que tengamos nosotros. Dime, ¿dispones de tiempo?

– El policía que se tome en serio su trabajo y diga que tiene tiempo miente; pero ¿cuándo habías pensado pasarte por aquí?

– Iré andando desde casa…, ¿te va bien dentro de una hora?

– De acuerdo, aquí estaré.

Cuando Birgitta Roslin entró en el despacho de Hugo Malmberg, cuya mesa de escritorio se veía perfectamente ordenada, su amigo estaba hablando por teléfono. Le hizo una seña de que tomase asiento. Hugo Malmberg hablaba de un caso de agresión que les había entrado el día anterior. «Un caso que algún día llegará a mi mesa, quizá», pensó Birgitta. «Cuando haya recuperado algo de hierro y mi presión sanguínea se haya normalizado y me permitan volver al trabajo.»

Hugo Malmberg concluyó la conversación y le dedicó una amable sonrisa.

– ¿Quieres un café?

– Mejor no, gracias.

– ¿Qué clase de respuesta es ésa?

– Dicen que el café de la comisaría es tan malo como el nuestro. Hugo Malmberg se levantó.

– Bueno, vamos a la sala de reuniones -propuso-. Aquí no para de sonar el teléfono. Es una sensación que comparto con todos y cada uno de los policías suecos: me da la impresión de que soy el único que trabaja.

Se sentaron a una mesa ovalada llena de tazas de café y botellas de agua vacías. Malmberg movió la cabeza con aire displicente.

– La gente no recoge nada. Celebran una reunión y, cuando termina, lo dejan todo por medio. Bueno, ¿qué querías? ¿Has cambiado de idea sobre el bridge?

Birgitta Roslin le habló de su descubrimiento y le explicó que tal vez existiese un vínculo, por nimio que fuese, entre ella y la masacre.

– Siento curiosidad -admitió para terminar-. De lo que dicen los periódicos o en las noticias no se deduce mucho, salvo que las víctimas son numerosas y que la policía no tiene pistas.

– Te confieso que me alegra no estar de servicio en esa zona justo ahora. Debe de ser horrible para ellos. Jamás había oído hablar de algo parecido. En cierto modo, es una noticia tan sensacional como el asesinato de Palme.

– ¿Tú sabes algo que no hayan dicho los periódicos?

– No hay un solo policía en todo el país que no pregunte y hable del asunto. Lo comentamos en los pasillos y cada uno tiene su teoría. Eso de que los policías sean gente racional y básicamente faltos de imaginación es un mito. Enseguida nos ponemos a especular sobre qué puede haber ocurrido.

– ¿Y tú qué crees?

Hugo Malmberg se encogió de hombros y reflexionó un instante antes de responder.

– Yo no sé más que tú. Sólo que son muchas víctimas y que ha sido un crimen brutal. Sin embargo, no han robado nada, si no me equivoco. Lo más probable es que sea obra de un enfermo. Y con respecto a lo que haya detrás de esa locura, únicamente podemos especular. Supongo que la policía estará buscando entre conocidos agresores con trastornos psíquicos. Seguro que ya se han puesto en contacto con la Interpol y la Europol, por si encuentran alguna pista por esa vía. De todos modos, les llevará tiempo obtener resultados de esas fuentes. Por lo demás no sé nada.





– Pero tú conoces a policías de todo el país. ¿Tienes algún contacto allá arriba en Hälsingland? Quiero decir, alguien a quien yo pudiera llamar por teléfono para preguntarle…

– Conozco al jefe -confesó Malmberg-. Un tipo llamado Ludwig. Si he de serte sincero, no me causó muy buena impresión. Ya sabes que no confío en los policías que nunca han estado en contacto con la realidad. Pero podría llamarlo y preguntarle.

– Te prometo que no lo molestaré con tonterías. Sólo quiero saber si entre las víctimas se encuentran los padres adoptivos de mi madre o si eran sus hijos… O si estoy totalmente equivocada.

– Bueno, es un motivo más que justificado para llamarlo. Veré lo que puedo hacer. Ahora tendrás que disculparme. Me espera un interrogatorio de lo más desagradable con un agresor bastante antipático.

Aquella noche, Birgitta le contó a Staffan lo sucedido. Él le dijo, como de pasada, que el médico había hecho bien en darle la baja y le propuso que emprendiese un viaje al sur. Su falta de interés la irritó sobremanera, pero no hizo ningún comentario.

Al día siguiente, poco antes del almuerzo, cuando Birgitta Roslin estaba al ordenador navegando por distintas páginas de ofertas de viajes, sonó su móvil.

– Tengo un nombre -anunció Hugo Malmberg-. Hay una policía llamada Sundberg.

– Sí, es el apellido que he visto en los periódicos, pero ignoraba que fuese una mujer.

– Se llama Vivian, pero la llaman Vivi. Ludwig le habló de ti, así que cuando la llames sabrá por qué. Me han facilitado su teléfono.

– Apunto.

– Le pregunté cómo les iba. Siguen sin tener pistas. Aunque no les cabe ninguna duda de que se trata de un loco. Al menos eso me dijo. Birgitta no pudo por menos de detectar cierta vacilación en su voz.

– Pero tú no lo crees, ¿verdad?

– Yo no creo nada. Es sólo que entré en Internet anoche y leí lo que encontré. Hay algo extraño en lo que ha ocurrido allí.

– ¿Qué?

– Demasiado bien planeado.

– Pero un enfermo también puede planificar un crimen, ¿no?

– Ya, no me refiero a eso. Se trata más bien de una sensación: de que, en cierto modo, hay algo demasiado raro para que sea verdad. Si yo estuviese en el lugar de mis colegas, empezaría a plantearme si el autor del crimen no ha intentado camuflar lo sucedido para que parezcan los actos de un enfermo.

– ¿Cómo lo habrían camuflado?

– Y yo qué sé. ¿Tú no ibas a llamar para presentarte como familiar?

– Sí, gracias por todo. Por cierto, tal vez haga un viaje al sur. ¿Tú has estado en Tenerife?

– Jamás. Suerte.

Birgitta Roslin marcó enseguida el número que acababa de anotar. Una voz grabada en un contestador la invitó a dejar un mensaje. Empezaba a sentirse inquieta. Volvió a echar mano de la aspiradora pero no fue capaz de ponerse a limpiar, sino que se plantó de nuevo ante el ordenador y, media hora después, ya se había decidido por un viaje a Tenerife desde Copenhague. Partiría dentro de dos días. Buscó la isla en el atlas y empezó a soñar con aguas cálidas y con vinos españoles.

«Puede que me venga bien», se dijo Birgitta Roslin. «Una semana sin Staffan, sin juicios, sin lo cotidiano. No es que esté muy ducha en el arte de procesar lo que siento o pienso acerca de mí misma y sobre mi vida pero, a mi edad, debería ser capaz de verme con la suficiente claridad como para detectar los achaques y cambiar el rumbo donde sea necesario. Hubo un tiempo, cuando era joven, en que soñé que sería la primera mujer en dar la vuelta al mundo en un barco de vela. Jamás lo hice, pero recuerdo parte de la terminología relacionada con la navegación y sé cómo avanzar por la angostura de ciertas vías marítimas. Puede que durante unos días necesite transitar sin fin por el estrecho, o preguntarme, tumbada en una playa de Tenerife, si lo que se avecina es ya la vejez o si se trata de una mala racha de la que podré salir. Pasé bien la crisis de la menopausia; pero ahora no sé qué me pasa exactamente. Y tengo que averiguarlo. Ante todo, debo averiguar si mi presión sanguínea y mi ansiedad guardan relación con Staffan. Si nunca seremos capaces de sentirnos bien a menos que logremos salir de este estado de apatía en que ahora nos encontramos.»