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– ¿Lo has visto?

– Sí, ha ocurrido en Hälsingland, ¿no?

– Han muerto diecinueve personas.

– En el teletexto decían que no se conocía el número de víctimas.

– Ésta es la última edición. Han matado a casi todos los habitantes del pueblo. Es increíble. ¿Qué tal la sentencia que estabas escribiendo?

– Ya está lista. Lo declaro inocente. No hay otra alternativa.

– Pues los periódicos harán un escándalo de ello.

– Si lo hacen, mejor.

– Te criticarán.

– Seguro. Pero en ese caso les pediré a los periodistas que lean personalmente el código y luego les preguntaré si quieren que en este país pasemos al método del linchamiento.

– De todos modos, ese crimen colectivo le quitará protagonismo a tu caso.

– Por supuesto, se trata de una simple violación, comparada con un asesinato múltiple…

Aquella noche se acostaron pronto. Él tenía servicio por la mañana y ella no encontró en la tele nada de interés. Además, ya había decidido el vino que quería comprar, una caja de Barolo Arione 2002, que costaba doscientas cincuenta y dos coronas la botella.

A medianoche se despertó sobresaltada. Staffan dormía plácidamente a su lado. Le ocurría a veces: se despertaba con una repentina sensación de hambre, se ponía la bata, bajaba a la cocina y se preparaba un té y un bocadillo.

Los periódicos de la tarde seguían en la mesa y hojeó distraída uno de ellos. No resultaba fácil hacerse una idea clara de lo que había sucedido en el pueblo de Hälsingland, salvo que una gran cantidad de personas había sido asesinada, de eso no cabía ninguna duda.

Estaba a punto de dejar el diario cuando, de pronto, dio un respingo. Entre las víctimas había varias personas que se apellidaban Andrén. Leyó el texto con atención y empezó a hojear los demás periódicos. La misma información.

Birgitta Roslin se quedó mirando fijamente el artículo. ¿Sería verdad o la traicionaba la memoria? Fue a su despacho y, de uno de los cajones del escritorio, sacó una carpeta de documentos atada con una cinta roja. Puesto que no encontró las gafas, se puso las de Staffan. Veía peor con ellas pero le servían.

En aquella carpeta tenía todos los documentos de sus padres. También su madre había muerto, hacía más de quince años. Le detectaron un cáncer de páncreas y murió en menos de tres meses.

Por fin, en un sobre marrón, encontró la fotografía que estaba buscando. Sacó la lupa y observó la instantánea, un retrato de varias personas que, ataviadas con ropas de hacía mucho tiempo, posaban ante una casa.

Se la llevó a la cocina. En uno de los periódicos había una fotografía panorámica del pueblo donde había tenido lugar la tragedia. Volvió a observar la foto del periódico con la lupa. Se detuvo en la tercera casa y la comparó con la de la otra foto.

Al cabo de un rato hubo de admitir que no se había equivocado. No era un pueblo cualquiera el que había sufrido aquel repentino ataque de maldad, sino el pueblo en el que había crecido su madre. Todo concordaba. Cierto que su madre se llamaba Lööf de soltera, pero puesto que sus padres estaban enfermos y eran alcohólicos, las autoridades le buscaron una familia de acogida llamada Andrén. Su madre apenas le habló de aquella época. Siempre la trataron bien, pero, pese a todo, nunca dejó de sentir añoranza de sus verdaderos padres, que murieron antes de que ella cumpliese quince años, de modo que tuvo que quedarse en el pueblo hasta que se la consideró lo suficientemente mayor para buscar trabajo y cuidarse sola. Cuando conoció al padre de Birgitta, los nombres Lööf y Andrén habían desaparecido de la historia. Y ahora uno de ellos volvía con renovada fuerza.

La fotografía que tenía guardada entre los documentos de su madre había sido tomada ante una de las casas de aquel pueblo, escenario del asesinato múltiple. La fachada anterior, la decoración en carpintería de las ventanas, todo coincidía con la casa de la instantánea del periódico.





No cabía la menor duda. Hacía pocas noches que varias personas habían sido asesinadas en la casa donde vivió su madre de pequeña. ¿Serían las víctimas sus padres adoptivos? Según los diarios, la mayoría de los asesinados eran personas de edad avanzada.

Intentó calcular si cuadraba y llegó a la conclusión de que los padres adoptivos, si eran ellos los asesinados en aquella casa, deberían de tener más de noventa años. Es decir, que podría ser, aunque también podía tratarse de una generación más joven.

La sola idea la hizo estremecer. Ella no pensaba nunca en sus padres o, en todo caso, rara vez. Incluso le costaba evocar el rostro de su madre. Ahora, en cambio, el pasado se abalanzaba sobre ella de forma inesperada.

Staffan apareció en la cocina sin hacer el menor ruido, como de costumbre.

– Me has asustado -se quejó ella-. Nunca te oigo llegar.

– ¿Qué haces levantada?

– Me entró hambre.

El hombre vio los documentos que había sobre la mesa. Birgitta le contó lo que había sospechado, cada vez más convencida de que tenía razón.

– Aun así, queda tan lejos -le dijo él cuando ella guardó silencio-. Es un hilo muy delgado el que te une con ese pueblo.

– Delgado pero extraño, ¿no me lo negarás?

– Necesitas dormir. Piensa que mañana has de estar descansada para poder enviar criminales a la cárcel.

Permaneció despierta en la cama largo rato, antes de poder conciliar el sueño. El delgado hilo fue estirándose hasta casi romperse. Entonces se despertó sobresaltada de su semivigilia y volvió a pensar en su madre. Llevaba muerta quince años. Aún le costaba verse en ella, reflejar su vida en el recuerdo de la mujer que había sido su madre.

Por fin logró dormirse y no se despertó hasta que sintió junto a la cama la presencia de Staffan, que, con el cabello mojado, empezaba a ponerse el uniforme. «Yo soy tu general», solía decirle. «Pero un general sin armas. Sólo llevo un bolígrafo con el que marcar los billetes.»

Birgitta fingió dormir y aguardó hasta que oyó cómo se cerraba la puerta de la calle. Después se levantó y se sentó al ordenador de su despacho. Buscó en Internet para recabar tanta información como fuese posible. La incertidumbre parecía seguir envolviendo los sucesos acontecidos en el pueblo de Hälsingland. Nada estaba claro, salvo que el arma había sido, probablemente, un gran cuchillo u otra arma blanca.

«Necesito saber más sobre este asunto», se dijo. «Como mínimo, quiero averiguar si los padres adoptivos de mi madre se hallaban entre los asesinados la otra noche.»

A las ocho de la mañana dejó de pensar en la tragedia del asesinato. Tenía que presidir un juicio sobre dos ciudadanos iraquíes culpables de tráfico de personas.

Eran las nueve cuando, con todos los documentos del caso y tras haber hojeado la investigación previa, ocupó su sitio en el estrado. «Ayúdame, viejo Anker, dame fuerzas para aguantar hoy también», rogó para sus adentros.

Acto seguido golpeó la mesa con el mazo y le pidió al fiscal que presentase la acusación.

Las ventanas que tenía a su espalda eran muy altas.

Justo antes de sentarse se dio cuenta de que el sol irrumpía por entre las pesadas nubes que se habían ido cerniendo sobre Suecia durante la noche.