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– Eso dice mi hijo.

– Porque tiene visión de futuro.

– Para mí el viaje fue una experiencia abrumadora; en un país tan infinitamente grande tenía la sensación de que se puede desaparecer en cualquier momento, y de que nadie preguntaría por ti en un lugar con tanta gente. Me habría gustado disponer de más tiempo para hablar con Hong.

Por la noche, durante la cena, volvieron a perderse en los recuerdos del pasado. Birgitta tenía la sensación, cada vez más intensa, de que no quería volver a perder el contacto con Karin. Sólo ella compartía con Birgitta los años de juventud, nadie como Karin podía entender de qué hablaba en realidad.

Se quedaron charlando hasta tarde y, antes de acostarse, se hicieron el propósito de verse más a menudo en lo sucesivo.

– Comete alguna infracción de tráfico en Helsingborg -propuso Birgitta-. No confieses ante los policías que te den el alto en la calle y, tarde o temprano, irás a juicio y me tendrás como jueza. Después de juzgarte, podemos ir a cenar.

– Me cuesta imaginarte en la silla del juez.

– A mí también. Pero allí me veo a diario.

Al día siguiente, fueron juntas a Hovedbanegården.

– Bueno, ahora puedo volver a mis poetas chinos -dijo Karin-. Y tú, ¿qué vas a hacer?

– Esta tarde tengo que leerme dos demandas. Una contra una liga vietnamita que se dedica al contrabando de tabaco y a asaltar a personas mayores. Los implicados son unos jóvenes extraordinariamente crueles y desagradables. Y luego una demanda contra una mujer que ha maltratado a su madre. Por lo que sé hasta el momento, ni la madre ni la hija parecen estar en sus cabales. A eso me dedicaré esta tarde. ¡Qué envidia me das con tus poetas! En fin, mejor no pensarlo.

Estaban a punto de marcharse cada una por su lado, cuando Karin la agarró del brazo.

– Se me olvidó preguntarte por los asesinatos de Hudiksvall. ¿Cómo va la cosa?

– Al parecer, la policía persiste en la teoría de que el hombre que se suicidó era el culpable.

– ¿Él solo? ¿Con tantos muertos?

– Bueno, supongo que un asesino que lo tenga bien planeado podría conseguirlo. Sin embargo, aún no han establecido el móvil.

– ¿Locura?





– Yo no creía entonces que ése fuese el motivo; y sigo sin creerlo.

– ¿Sigues en contacto con la policía?

– En absoluto. Simplemente leo lo que dicen los periódicos.

Birgitta vio cómo Karin se alejaba deprisa por la galería central. Después se dirigió a Kastrup, buscó el lugar del aparcamiento donde había dejado el coche y puso rumbo a casa.

«Hacerse viejo implica una especie de retirada», se dijo. «Sigues avanzando, pero al mismo tiempo se produce un retroceso pacífico, casi imperceptible, como en las conversaciones entre Karin y yo. Nos buscamos a nosotras mismas tratando de descubrir quiénes éramos antes y quiénes somos ahora.»

Hacia las doce ya estaba de vuelta en Helsingborg. Fue directa a su despacho, donde leyó una memoria del juzgado antes de enfrascarse en dos demandas que tenía sobre la mesa. Consiguió dejar preparado el caso de la mujer maltratada, guardó en el bolso el asunto de los vietnamitas y se marchó a casa. Notó que hacía más calor y los árboles habían empezado a florecer.

Una súbita alegría estalló en su interior. Se detuvo, cerró los ojos y se llenó de aire los pulmones. «Aún no es tarde», se dijo. «He visto la Muralla China. Hay muchas otras murallas y, ante todo, islas que deseo visitar antes de que mi vida termine, antes de que llegue el punto final. Algo me dice que Staffan y yo lograremos controlar la situación en la que hoy nos encontramos.»

La demanda contra los vietnamitas era compleja y difícil de abarcar en su multiplicidad de detalles. Birgitta Roslin trabajó en ella hasta las diez de la noche. Para entonces había hablado por teléfono con Hans Mattsson en dos ocasiones. Sabía que no se molestaba si lo llamaba a casa.

Habían dado las once y empezó a prepararse para irse a la cama cuando llamaron a la puerta. Frunció el entrecejo, pero fue a abrir. No había nadie. Dio un paso hacia la escalinata de la entrada y miró a un lado y otro de la calle. Vio pasar un coche pero, por lo demás, la calle estaba desierta y la verja cerrada. «Algún chiquillo», pensó. «Llaman a la puerta y echan a correr.»

Se metió de nuevo en casa y se durmió antes de medianoche. Poco después de las dos volvió a despertarse sin saber por qué. No recordaba haber tenido ningún sueño y prestó atención en la oscuridad, pero no se oía nada. Estaba a punto de darse media vuelta para seguir durmiendo cuando, de pronto, se sentó en la cama. Encendió la lámpara y aguzó el oído. Luego se levantó y abrió la puerta que daba al vestíbulo. Seguía sin oír nada. Se puso la bata y bajó las escaleras. Todas las puertas y las ventanas estaban cerradas. Se colocó junto a una ventana que daba a la calle principal y apartó la cortina. Creyó divisar una sombra que desaparecía veloz por la acera, pero desechó la idea pensando que serían figuraciones suyas. Jamás había tenido miedo a la oscuridad. Pensó que la habría despertado el hambre, se tomó un sándwich y un vaso de agua y volvió a la cama, donde no tardó en conciliar el sueño nuevamente.

A la mañana siguiente, cuando fue a buscar el maletín donde guardaba los documentos de los juicios, tuvo la sensación de que alguien había estado husmeando en su despacho. Fue la misma sensación que experimentó con la maleta en la habitación del hotel de Pekín. La noche anterior, al salir del despacho, dejó el abultado informe junto al maletín. Ahora, algunos de los papeles estaban esparcidos sobre el asa.

Pese a que tenía prisa, revisó la planta baja de la casa. No faltaba nada, todo estaba en orden. «Son invenciones mías», se dijo. «Los inexplicables sonidos nocturnos no deben justificarse por la mañana con figuraciones. Ya tuve bastante en Pekín con la obsesión de que me perseguían. No necesito para nada seguir con ello aquí en Helsingborg.»

Birgitta Roslin salió de su casa y bajó la cuesta en dirección a la ciudad y a los juzgados. La temperatura había subido unos grados más desde el día anterior. Mientras caminaba, fue repasando mentalmente el primer juicio del día. Se reforzarían los controles de seguridad, puesto que existía el riesgo de que los vietnamitas que se esperaba que acudiesen como público reaccionasen de forma violenta. De acuerdo con el fiscal y con su jefe, dedicaría dos días a los procedimientos previos. Sospechaba que ése era el mínimo indispensable, pero era tal la presión a la que se veían sometidos los juzgados, que terminó aceptando. En su agenda, no obstante, reservó un día más y diseñó un calendario alternativo para el siguiente caso.

Cuando llegó al edificio de los juzgados, entró en su despacho, desconectó el teléfono y se retrepó en la silla con los ojos cerrados. Repasó mentalmente los puntos más importantes del caso de los dos hermanos Tran, entre los que figuraban las dos detenciones y la demanda. Ya sólo faltaban el juicio y la sentencia. Durante la investigación, habían detenido a otros dos vietnamitas, llamados Dang y Phan. Los cuatro estaban acusados del mismo delito y eran cómplices.

A Birgitta Roslin le gustaba tener al fiscal Palm en la sala de vistas. Era un hombre de mediana edad que se tomaba en serio su profesión y no se contaba entre aquellos que ignoraban cómo preparar una acusación sin digresiones i

Cuando dieron las diez, entró en la sala y tomó asiento. Los secretarios y el procurador ya se encontraban en sus puestos y había lleno total en la sala, vigilada tanto por guardas de seguridad como por policías. Todos los presentes habían pasado por los mismos detectores por los que se pasa en los aeropuertos. Dejó caer el mazo sobre la mesa, anotó los nombres, comprobó que todos los implicados estaban presentes y le dio al fiscal orden de comenzar. Palm hablaba despacio y su razonamiento resultaba fácil de seguir. Birgitta se permitía de vez en cuando echar una ojeada a las gradas del público. Había un grupo numeroso de vietnamitas, la mayoría muy jóvenes. Entre los demás, reconoció a varios periodistas y a una mujer joven de gran talento que dibujaba interiores de juzgados para varios periódicos nacionales. Birgitta tenía en su despacho un dibujo de sí misma recortado de un diario. Sin embargo, lo tenía guardado en un cajón, pues no quería pasar por vanidosa ante las visitas. Fue un día largo y duro. Pese a que la investigación de los puntos más importantes demostraba con toda claridad cómo se habían cometido los distintos delitos, los cuatro acusados empezaron a inculparse mutuamente. Dos de ellos hablaban sueco, pero los hermanos Tran necesitaban a una intérprete. Birgitta Roslin se vio obligada a recordarle en varias ocasiones que estaba expresándose de un modo demasiado impreciso y llegó a preguntarse si la intérprete comprendía de verdad lo que decían los jóvenes. Hubo un momento en que tuvo que mandar callar a varias personas del público e incluso amenazarlas con expulsarlas si no se calmaban.