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Oyó de nuevo el horrible sonido entrecortado y, después, repentinamente, un solitario grito de horror, penetrante, el grito de una mujer joven; el grito más penoso y terrible que había oído en su vida; creyó que su eco seguiría resonando en la habitación para siempre.

«¡Oh, Jesús, haz que todo esto termine -pensó-, que cese inmediatamente!»

– ¿Quién está aquí?

Oyó la voz de Ford, tranquila, segura.

Una voz respondió con un fuerte acento alemán; era una voz culta, con una entonación diferente de la de todos los presentes en la habitación.

– Soy Herbert. Aquí hay un joven al que le gustaría hablar con su madre.

– Dile, por favor, que lo estamos esperando. Ya ha comenzado a llegar hasta nosotros.

A través de la oscuridad Alex miró a Ford. Él también había oído a Fabián. No era un engaño de su imaginación. No era posible que su voz fuera imitada. Trató de animarse, de apartar el miedo, pero el temor y el frío la rodeaban. ¿Cómo era posible que alguien se sintiera tan sola en medio de una habitación llena de gente? Y ella, al sentir la fuerza del frío y del miedo, como dos manos apoyadas sobre sus hombros, se sintió como si la hubieran dejado sola en el mundo.

– Necesito algo de energía. -El acento alemán era casi como una reprimenda.

– Quiero que todos se cojan de las manos -dijo Ford-. Esto permitirá que nuestra energía surja de nosotros y le dé fuerza al espíritu.

Alex sintió que le cogían la mano; la pequeña de Ford estaba tan caliente que tuvo la sensación de que la quemaba; la gran piedra de su anillo se clavaba en su piel, pero no se atrevió a cambiar de posición. Levantó la otra mano, la derecha, y sintió sobre ella una mano fláccida y huesuda; ¿quién estaba a su derecha?, trató de recordar: Milsom. La mano respondió y apretó la suya.

– ¡Apreciad la fuerza -dijo Ford-, dejad que surja de vosotros, que surja!

Se dio cuenta de que Ford y Milsom se mecían adelante y atrás y ella los acompañó en su movimiento. De repente se detuvieron; la mano de Ford apretó la suya con mayor fuerza, aferrándola tanto que la inmovilizó como una piedra.

– ¡Madre!

La voz de Fabián pareció flotar en el aire.

Oyó de nuevo el extraño sonido entrecortado y se dio cuenta de que procedía de Milsom. Lo miró tratando de descubrir algo de él, pero en esos momentos, de improviso, oyó la voz de Carrie, que procedía directamente de un lugar frente a ella, donde se sentaba Orme.

– ¡No lo deje, señora Hightower!

Lastimosas, asustadas, resonaron las palabras, con la voz inconfundible de Carrie, y atravesaron el aire como un cuchillo que rascara sobre una losa de mármol.

– Parece ser que hay una joven que quiere entrar en nuestro canal -dijo Ford pacientemente.

– Aquí no hay ninguna joven -dijo la voz con acento alemán.

– ¿Quién está aquí? -dijo Ford con calma-. ¡Díganos su nombre, por favor!

Se produjo un rugido feroz, pavoroso, que hizo que Ford y Milsom saltaran asustados, aunque sin soltar las manos de Alex, que tuvo la impresión de que le iban a arrancar los brazos.

Una vez más Alex sintió una corriente de aire que rozaba su nuca y se extendía sobre sus hombros para después descender por todo su cuerpo.

– ¡Por favor, madre, ayúdame! -Se oyó de nuevo la voz de Fabián.

Sonaba tan próxima que tuvo la sensación de que si extendía la mano podría tocarlo. Trató de penetrar la oscuridad.

– ¿Dónde estás, cariño?

Nuevamente sonó una voz profunda, extrañamente nasal.

– ¡No escuchen a ese bastardo!

– ¿Quién es usted, por favor? -oyó preguntar a Ford, que no perdió el tono de calma de su voz-. Díganos su nombre, o si no quiere hacerlo, abandone al médium inmediatamente, en nombre de Dios.

– ¡Madre! -gritó Fabián, desesperado.

La voz profunda volvió a sonar en la oscuridad.

– Soy su padre.

Alex se dio cuenta de que la cabeza empezaba a darle vueltas, se tambaleó y sintió sobre las suyas la presión de las manos de Ford y de Milsom.

– No -dijo Ford-. Su padre está en esta habitación con nosotros.





– Madre -gimió otra vez Fabián.

– Por favor, terminemos con esto -pidió Alex- Quiero pararlo.

– El padre del espíritu está aquí con nosotros; por favor, déjenos, quienquiera que sea.

– Me llamo John Bosley. Soy el padre del chico -gruñó de nuevo la voz.

Alex trató de librar sus manos de la presión que sobre ellas ejercían Milsom y Ford, pero no pudo lograrlo.

– ¡Oh, Dios mío, haz que todo esto se detenga!

Temblaba sin poderse contener y se dio cuenta de que estaba a punto de vomitar.

– ¡Morgan, por favor, detenga esto! -gritó.

– Cariño -oyó la voz de David suave y llena de ansiedad-. ¿Te encuentras bien, cariño?

– Quiero detener esto. Por favor, pídele que acaben de una vez.

– ¡Madre! -gritó de nuevo la voz de Fabián-. ¡Carrie!

Alex se encogió en su silla, trató de liberar sus brazos para poder ocultar la cabeza entre ellos.

– ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Después volvió a oír a Carrie, que imploraba en voz baja:

– ¡Por favor, no lo deje, señora Hightower!

– Que no le deje hacer, ¿qué? Dime, ¿qué es lo que no tengo que dejarle hacer?

– El cuatro de mayo, madre -oyó otra vez la voz de Fabián, ahora muy distinta, confiada, como siempre lo oyó en vida-. Ellos me dejarán fuera el cuatro de mayo.

– ¿Fuera de dónde, cariño? -preguntó débilmente-. ¿Fuera de dónde?

Se produjo un silencio prolongado y Alex tuvo consciencia de la habitación, del crujir de las sillas, del respirar de los presentes y del rasguear de las ropas. Se relajó la presión de la mano de Ford sobre la suya y después la dejó completamente libre. Se dio cuenta de que Fabián se había ido de modo tan concreto como había llegado. Ya no quedaba nada en la habitación, excepto la oscuridad y el silencio. Libró su mano de la de Milsom y, vacilante, se tocó el rostro con los dedos: estaba empapado de sudor.

– Señor Ford -Alex oyó decir a David-, creo que debe parar. Mi mujer está asustada.

No hubo respuesta; ella miró a su alrededor, tratando de distinguir las siluetas, pero no pudo ver nada; sintió que el corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho.

– ¿Te encuentras bien, querida?

– Sí, yo… -Hizo una pausa-. Estoy bien.

Se produjo una larga pausa y después oyó la voz de Ford, otra vez amable:

– Los espíritus se han ido.

Oyó el crujir de una silla, el sonido de unos pies sobre la alfombra y después se encendió la luz. Alex cerró los ojos para protegerse de la repentina luminosidad. Cuando los abrió de nuevo, Ford estaba de pie, junto a la puerta, con la cabeza ligeramente baja y profundamente sumido en sus pensamientos.

Alex recorrió la habitación con la mirada; nada había cambiado. Temblando aún, se preguntó qué había esperado ver, seguidamente se echó hacia atrás en su silla, totalmente agotada. Frente a ella, Orme seguía sentado, extrañamente contorsionado sobre el brazo del sillón, con la boca entreabierta y la mandíbula adelantada, como un pez fuera del agua, con los ojos muy abiertos fijos en el techo. Durante un momento, Alex pensó que estaba muerto. Después gimió suavemente y volvió a dejarse caer en su silla.

Milsom estaba echado hacia adelante, las manos unidas descansando sobre sus rodillas. Sandy estaba retrepada en el sillón y se secaba la frente con un pañuelo.

Alex miró nerviosa a David, que tenía una mano dentro del bolsillo de la chaqueta y miraba a todos con aire de sospecha. Después sus ojos se fijaron en Ford.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Ford se volvió para mirarla extrañado y no dijo nada.

– Dígamelo, por favor -dijo temblando-. Por favor, dígame qué ha ocurrido.

De nuevo miró a Orme frente a ella, después a Milsom y seguidamente a Sandy. Todos parecían raros, demasiado alejados, como extraños. Se fijó en el retrato de Fabián en la pared y en el frío telescopio de metal junto a la ventana. Pensó qué aspecto tan desolado tenía la habitación sin la cama, qué fría e indiferente era la luz, y cómo, de repente, la habitación recuperó de nuevo su aspecto de normalidad. ¿Había estado en trance?, se preguntó. Quizás ocurrió así y todo no fue más que un sueño extraño, fantástico y sobrenatural. Se relajó un poco y de nuevo miró a los presentes. «¿Por qué nadie quiere mirarme? -Fijó los ojos en Milsom, en Sandy, en David-. ¡Que alguien me mire, por favor, que alguien me sonría, que alguien me diga que todo esto no fue más que un mal sueño; decidme que todos estuvisteis sentados aquí y nadie vio nada! ¡Por favor, por favor, habladme!»