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– ¡Hola, David! -lo saludó.

Él levantó los ojos, sobresaltado.

– ¡Dios mío! -Sonrió y se acarició la barba-. Me has asustado.

– Lo siento.

David se dirigió hacia ella con los brazos abiertos; vestía una sobria chaqueta de dril y unos viejos pantalones de algodón. Alex sintió que la barba de su marido le hacía cosquillas en la cara y notó la fría humedad de sus labios.

– ¿No te hielas aquí?

– ¿Hace frío? No me he dado cuenta.

Alex le miró los pies.

– Yo creía que los granjeros llevaban botas de goma… no zapatillas de casa.

– Yo no soy un granjero -replicó con expresión herida-, sino un castellano.

Se sonrió.

– Lo siento, lo había olvidado.

– De todos modos las zapatillas conservan mis pies calientes. Ven, quiero que pruebes esto. -Se dirigió a una de las tinajas grandes y llenó a medias el vaso en el grifo que había en uno de sus lados-. Olvídate del color, es muy joven, se aclarará con el tiempo.

Alex miró con desconfianza el sucio líquido grisáceo y lo olfateó. Tenía un olor suave, afrutado.

– Buen aroma, ¿no?

Ella afirmó con la cabeza.

– Ganará en fuerza, pero no está mal, ¿eh?

Probó el vino y el frío la obligó a hacer una mueca. Como quien cumple con un deber, conservó el vino en la boca y miró a su marido, como pidiéndole instrucciones sobre si debía tragarse el vino o escupirlo en el cubo. Vio la desesperada urgencia en sus ojos, como los de un niño que espera una alabanza. En contraste con su agradable aroma el vino tenía un sabor metálico, espeso, casi mantecoso. Se tragó el vino preguntándose si era eso lo que debía hacer.

– Uhm… -dijo con aire pensativo, pero vio cómo la ola de entusiasmo desaparecía del rostro de David y dudó-. Es bueno, muy agradable.

Se frotó las manos con júbilo como si aquella opinión le aportara la mayor felicidad.

– Creo haber acertado, ¿no te parece?

– Todos tus vinos son muy agradables, David.

Él negó con la cabeza.

– Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido una porquería. Una copia, una imitación de otros vinos; un vino de Alsacia de segunda clase. Traté de imitar el Breaky Botton de St. Cuthman o cualquier otro tipo que me parecía bueno. -Sacudió la cabeza y palmeó-. Originalidad. Quiero crear un buen vino inglés, algo diferente, único. -Formó un círculo con el pulgar y el índice-. Y de producción limitada; ése es el secreto. La gente hará cola aquí para adquirirlo.

– Si es que pueden resistir el olor de los cerdos.

La miró ofendido y Alex sintió haber hecho aquella observación.

– De veras… ¿de veras te gustó?

Alex asintió.

– Aún me queda un largo camino por recorrer, te das cuenta, ¿verdad?

– Sí -mintió y le dedicó una sonrisa de ánimo.

David pareció aliviado.

– Sabía que lo harías; aun cuando no captaras otras cosas en el tiempo que estuviste casada conmigo, al menos aprendiste a conocer un buen vino.

Alex sonrió de nuevo, dándole ánimos.

– Creo que Fabián hubiera estado orgulloso de este vino. Estuvo aquí el año pasado, durante la vendimia; me ayudó a recoger estas uvas. Será algo especial, ¿no?

Alex afirmó con un gesto.

– ¡Chardo

La palabra resonó con su eco por todo el frío y húmedo granero. Los dientes de David brillaron entre su barba con una expresión maníaca.

Alex se estremeció al darse cuenta de que en esos momentos, de repente, su marido le parecía un completo extraño.

– Montrachet, Cortón Charlemagne. -David se besó la punta de los dedos.

– Tengo que hablar contigo -dijo Alex.

– Puedo producir veinticinco mil botellas este año; no está mal, ¿verdad?

– Tengo que hablar contigo, David -insistió.

Su marido extendió las manos.

– Mira, mira esto.

Alex vio la suciedad de sus uñas y en los poros de la piel.





– Cuando vivía en Londres acostumbraba a ir a la manicura, ¿te acuerdas?

Alex respondió afirmativamente.

– Mis manos eran muy bonitas… pero todo lo que hacía con ellas no valía nada. Ahora mis manos están sucias, pero con ellas creo una gran belleza. ¿No es maravilloso este vino?

– Sí. Y espero que todo resulte bien para ti. ¿Podemos ir a la casa para hablar?

– Claro. -Tomó el vaso de Alex y se dirigió a la puerta; se detuvo en el camino para dar un golpecito cariñoso a un gran tanque de acero inoxidable.

– Para la fermentación -explicó con orgullo-. Ningún otro cosechero en Inglaterra tiene otro como éste.

Miró a Alex y ella le devolvió la mirada con sus tristes ojos pardos. Éste era el mundo por el que había rechazado Londres, su vida de ejecutivo, su elevado sueldo, sus rápidos automóviles deportivos, sus trajes caros y elegantes y sus caras manicuras; pero él lo había dejado todo para hacer lo que le gustaba en ese frío edificio con su acre olor, sus máquinas extrañas, los viñedos, las ovejas y la soledad.

– ¿Eres feliz? -le preguntó.

– Estoy haciendo lo que me gusta.

– Pero ¿eres feliz?

Se encogió de hombros y siguió andando. Ella lo siguió fuera del edificio a la clara luz del día, cruzó el patio con el olor a barro, a perros y a estiércol y se agachó detrás de su marido para cruzar la baja puerta de entrada de la casa.

Llenó de agua la cafetera en el grifo del fregadero de piedra y lo puso sobre el hornillo de gas. Alex se sentó junto a la mesa de pino e instintivamente apartó algunas migas de pan con la palma de la mano.

– ¿Quieres comer algo?

Ella movió la cabeza y tiró las migajas en una gran bolsa de papel marrón que servía de cubo de la basura.

– Me alegro mucho de verte. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí.

Vio el montón de platos y fuentes sucias sobre el fregadero y sonrió.

– Deberías comprarte un lavavajillas.

David movió la cabeza.

– No sirven para lavar los vasos de vino, dejan residuos en el fondo.

– Pones las cosas difíciles.

– Después del anochecer no suelo tener mucho que hacer, así que puedo lavar la vajilla.

La cafetera produjo un débil silbido, «como un suspiro», pensó Alex, quien le dijo a David:

– Fui a ver a un médium.

Cuidadosamente, secó con un trapo una taza alta y miró a Alex.

– ¿Y bien?

– Se puso en contacto con Fabián.

David dejó la taza y sacó una lata de tabaco de su bolsillo.

– Ya sé cuáles son tus sentimientos sobre el tema, pero es posible que hayan sucedido algunas cosas, algunas cosas muy extrañas.

– ¿Qué tipo de cosas?

Alex contempló el viejo reloj de madera que había sobre una estantería: las cuatro y quince.

– ¿Es esa hora? -preguntó con voz débil mirando su propio reloj para confirmarlo.

– Normalmente va unos minutos adelantado.

– Tenía que estar en Penguin a las cuatro. -Movió la cabeza.

David se la quedó mirando.

– ¿Era importante?

– Me costó un mes arreglar el asunto.

– ¿No puede ir nadie en tu nombre?

– No.

– Pensaba que tenías algunos buenos colaboradores.

– Así es, pero en esta ocasión tenía que estar yo personalmente. -Miró su reloj-. Tendré suerte si estoy allí a las seis.

Se dio cuenta de que estaba culpando a David, como si fuera él la causa de que se hubiera olvidado de su cita, de que estuviera allí, en aquella sucia cocina, en medio de una maldita tierra de nadie, y de que, posiblemente, hubiera estropeado uno de sus mejores negocios.

– ¿Puedo usar tu teléfono? -dijo dócilmente.

– No tienes que preguntarme, la mitad es tuyo.

– No quiero un discurso -replicó con acritud-, sólo usar este jodido… -Se detuvo y se mordió el labio; no tenía razón para ponerse furiosa ni para culpar a David… ni a nadie.

David sonrió cuando Alex colgó el teléfono.