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—¡Regalos! ¡Santo Dios!

Una carcajada incontenible me sacudió; aullaba de risa.

—¡Cálmate!

Snaut me tomó la mano, y yo apreté hasta oír un crujido de huesos. Impasible, entornando los párpados, Snaut desafiaba mi mirada. Me aparté y fui a refugiarme en un rincón del taller.

— Trataré de dominarme — dije.

— Sí, claro… comprendo. ¿Qué les pedimos?

— Decídelo tú… Yo no puedo concentrarme ahora… Dijiste algo antes de…

— No, nada. Si quieres conocer mi opinión, ahora tenemos una posibilidad.

—¿Una posibilidad? ¿Qué posibilidad? — Lo miré un rato y de súbito comprendí.— ¿El contacto? Entonces ¿no estás harto de este manicomio? ¿Qué más te hace falta? No, de ningún modo, no cuentes conmigo.

—¿Por qué no? — dijo Snaut con calma—. Tú mismo, instintivamente, lo tratas como a un ser humano, y ahora más que nunca. Lo odias.

—¿Y tú no?

— No, Kelvin. Es ciego…

—¿Ciego? — repetí; no estaba seguro de haber oído bien.

— O mejor dicho, no « ve » como nosotros. Yo no existo para él como para ti. Nosotros nos reconocemos por el aspecto de la cara y el cuerpo. Para el océano, esa apariencia es un cristal traslúcido. Se mete directamente dentro del cerebro.

— Bueno ¿y entonces? ¿A dónde quieres llegar? Si ha logrado recrear a un ser humano que sólo existe en mis recuerdos, y de modo tal que los ojos, los gestos, la voz…

— Continúa. Habla.

— Estoy hablando… La voz… Bien, es capaz de leer en nosotros como en un libro… ¿Comprendes lo que quiero decir?

— Sí, que podría entenderse con nosotros.

—¿No es evidente?

— No. No es evidente. Quizá empleó una fórmula que no puede expresarse en palabras. Quizá la tomó de una huella registrada en la memoria, pero en el cerebro no hay palabras, no hay sentimientos; la memoria del hombre es un repertorio de ácidos nucleicos grabado en cristales asincronos macromoleculares. El océano tomó la huella más profunda, la más aislada, la más « asimilada », y no tiene por qué saber lo que significa para nosotros. Admitamos que yo pueda reproducir la arquitectura de una simetríada, que conozca los materiales que la componen, y disponga de los recursos tecnológicos necesarios. Creo una simetríada y la arrojo al océano. Pero no sé por qué lo hago, no sé para qué sirve, no sé qué significa esa forma para el océano…

— Sí —dije—. Quizá tengas razón. En ese caso, no quería hacernos daño, no trataba de destruirnos… Sí, es posible. Y sin ninguna intención…

Sentí que me temblaban los labios.

—¡Kelvin!

— Sí, sí, no te preocupes. Tú eres bueno, el océano es bueno. Todo el mundo es bueno. Pero ¿por qué?… ¡Explícame! ¿Por qué, por qué lo hizo? ¿Qué le dijiste.. a ella?

— La verdad.

—¿La verdad? ¿Cuál verdad?





— Tú lo sabes. Ven a mi cabina, redactaremos el informe.

— Espera. ¿Qué buscas exactamente? No querrás quedarte en la Estación.

— Sí, quiero quedarme.

El viejo mímoide

Sentado a la ventana, yo miraba el océano. No tenía nada que hacer. El informe, redactado en cinco días, era ahora un haz de ondas que atravesaba el vacío, más allá de la constelación de Orion. Cuando se aproximara a la nébula oscura que absorbe todas las señales y rayos luminosos en una masa de cinco trillo-nes de kilómetros al cubo, una primera antena recogería el informe. Luego, describiendo un arco gigantesco, pasando de una radiobaliza a otra en saltos de miles de millones de kilómetros, llegaría por fin a la terminal, bloque metálico atiborrado de instrumentos de precisión; y el pico alargado de la antena de retransmisión captaría el haz de ondas, concentrándolo para lanzarlo de nuevo al espacio, hacia la Tierra. Transcurrirían meses antes que otro haz de energía partiera de la Tierra, perturbando el campo de gravitación de la galaxia, eludiendo la nube cósmica, en camino hacia los dos soles de Solaris.

Bajo el sol rojo, el océano estaba más negro que nunca. Una bruma escarlata velaba el horizonte. El aire, excepcionalmente pesado, parecía anunciar uno de esos terribles huracanes que se desencadenaban dos o tres veces al año en el planeta, cuyo único habitante — cabe suponerlo— gobernaba el clima y ordenaba las tempestades.

Pasarían meses antes que yo pudiera irme. Desde lo alto de mi observatorio contemplaba el nacimiento de los días: un disco de oro blanco o púrpura apagada. De vez en cuando veía la luz del alba que se movía entre las formas fluidas de algún edificio brotado del océano, descubría el reflejo del sol en la burbuja plateada de una simetríada, seguía con los ojos las oscilaciones de los graciosos agilus que se curvaban en el viento, me entretenía en observar unos viejos y polvorientos mimoides.

Y un día, en las pantallas de los videófonos aparecería un parpadeo; el equipo de comunicaciones volvería a vivir, reanimado por un impulso que había recorrido miles de millones de kilómetros y anunciaría la llegada de un coloso metálico. El Ulises,o quizá el Prometeodescendería acompañado por el chillido ensordecedor de los gravitadores. Yo subiría a la plataforma, y vería batallones de autómatas macizos, de blanco caparazón, criaturas inocentes que no vacilaban en destruirse a sí mismas o en destruir el obstáculo imprevisto, cumpliendo las órdenes registradas en los cristales de la memoria. Luego, más veloz que el sonido, la nave se elevaría silenciosa, dejando atrás, en la lejanía, una salva de detonaciones; y la idea del regreso iluminaría los rostros de todos los pasajeros.

El regreso… ¿Qué significado tenía para mí? ¿La Tierra? Recordé las enormes ciudades bulliciosas, donde iría de un lado a otro, y me perdería, y pensé en esas ciudades como.había pensado en el océano la segunda o la tercera noche, cuando quise precipitarme en las olas tenebrosas. Me ahogaré entre los hombres, me dije. Seré taciturno y atento, un compañero apreciado. Tendré muchos amigos, hombres y mujeres, y tal vez incluso una mujer. Durante un tiempo tendré que esforzarme en sonreír, saludar con una pequeña inclinación, enderezarme, ejecutar los miles de pequeños gestos que componen la vida en la Tierra, hasta el día en que esos gestos vuelvan a convertirse en hábitos. Encontraré nuevos intereses y ocupaciones, a los que no me daré por entero. No, nunca más me daré por entero a nada ni a nadie. Y quizá de noche miraré allá arriba la nebulosa oscura, cortina negra que vela el resplandor de dos soles. Y recordaré todo, hasta lo que pienso en este momento; con una sonrisa condescendiente, un poco pesarosa, rememoraré mis locuras y mis esperanzas. Y ese Kelvin del porvenir no valdrá menos que el otro Kelvin, aquél que estaba dispuesto a todo en nombre de un proyecto ambicioso llamado Contacto. Y nadie se atreverá a juzgarme.

Snaut entró en la cabina. Miró alrededor y luego se volvió hacia mí. Yo me levanté y me acerqué a la mesa.

—¿Me necesitas?

—¿No tienes nada que hacer? — dijo Snaut—. Podría darte trabajo… cálculos. Oh, no un trabajo muy urgente…

Sonreí.

— Gracias, pero no vale la pena.

Snaut miraba por la ventana.

—¿Estás seguro?

— Sí… Pensaba en algunas cosas y…

— Preferiría que pensaras un poco menos.

—¡Pero no sabes en qué estaba pensando! Dime, ¿tú crees en Dios?

Snaut me echó una mirada inquieta.

—¿Qué?… ¿Quién cree todavía?…

Yo adopté un tono desenvuelto.

— No es tan sencillo. No se trata del Dios tradicional de las religiones de la Tierra. No soy especialista en historia de las religiones y tal vez no haya inventado nada. ¿Sabes, por casualidad, si existió alguna vez una fe en un dios… imperfecto?

Snaut frunció las cejas.

—¿Imperfecto? ¿Qué quieres decir? En cierto sentido, todos los dioses eran imperfectos, una suma de atributos humanos magnificados. El Dios del Antiguo Testamento, por ejemplo, exigía sumisión y sacrificios, y tenía celos de los otros dioses… Los dioses griegos, de humor belicoso, enredados en disputas de familia, eran tan imperfectos como los hombres.