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Con un sentimiento extraño, casi de respeto, metí cuidadosamente el delgado folleto en el estante, en la apretada hilera de libros. Acaricié con las yemas de los dedos la encuademación verde-bronce del Anuario de Solaris.Era ahora evidente que en unos pocos días habíamos obtenido información cierta respecto a cuestiones fundamentales que en otro tiempo hicieron correr ríos de tinta y alimentaron demasiadas disputas, estériles al fin por falta de argumentos. Hoy, aunque el misterio nos cercaba aún por todas partes, nos sobraban argumentos de peso.

¿Era el océano una criatura viviente? Sólo un empecinado o un enamorado de las paradojas se atrevería ahora a ponerlo en duda. Imposible negar las « funciones psíquicas » del océano; poco importaba lo que el término significara exactamente. Era demasiado obvio, en todo caso, que el océano nos había « visto ». Esta sola comprobación invalidaba las teorías solaristas que definían el océano como un « mundo introvertido », una « entidad reclusa », privada por un proceso degenerativo de los órganos de pensamiento, que había poseído una vez, que ignoraba la existencia de objetos y fenómenos exteriores, inmerso en un torbellino gigantesco de corrientes mentales creadas y confinadas en los abismos de ese planeta monstruoso que giraba entre dos soles.

Más aún, habíamos descubierto que el océano podía reproducir lo que ninguna síntesis artificial había conseguido nunca: un cuerpo humano perfeccionado, donde la estructura subatómica había sido modificada para que sirviera a propósitos que desconocíamos.

El océano vivía, pensaba, actuaba. El « problema Solaris » no podía desecharse como absurdo. Nos encontrábamos al fin con una Criatura. La partida « perdida » ya no estaba perdida… Ya nadie podía dudarlo. De buena o mala gana los hombres tendrían que prestar atención a ese vecino a años luz de distancia, situado no obstante dentro de nuestra esfera de expansión, y más inquietante que todo el resto del universo.

Acaso habíamos llegado a un hito histórico. ¿Qué decidirían los gobernantes? ¿Nos ordenarían renunciar y volver a la Tierra, inmediatamente o en un futuro cercano? ¿Era posible que quisieran anular la Estación? No era inverosímil al menos. Yo no creía, sin embargo, en la retirada como solución. La existencia del coloso pensante no dejaría de atormentar a los hombres. Aun cuando el hombre hubiese explorado todos los rincones del cosmos, aun cuando hubiese encontrado otras civilizaciones, fundadas por criaturas semejantes a nosotros, Solaris seguiría siendo un eterno desafío.

Descubrí, perdido entre los gruesos volúmenes del Anuario,un librito pequeño encuadernado en piel. Miré un instante la gastada cubierta; era un libro viejo, la Introducción a la Solaristica,de Muntius. Lo había leído en una noche; Gibarían, con una sonrisa, me había prestado el ejemplar, y cuando volví la última página, la aurora de un nuevo día terrestre entraba en mi cuarto. La solarística, escribía Muntius, es la religión de la era cósmica; una fe disfrazada de ciencia. El Contacto, la meta de la solarística, no es menos vago y oscuro que la comunión de los santos o la vuelta del Mesías. La exploración de una liturgia que se sirve de un lenguaje metodológico; los sabios trabajan humildemente esperando una consumación, una Anunciación. No hay ni puede haber ningún puente entre Solaris y la Tierra. La comparación es subrayada con paralelismos obvios: los solaristas rechazan ciertos argumentos — no hay experiencias comunes, no hay nociones transmisibles— así como los creyentes rechazaban los argumentos contra la fe. Por lo demás ¿qué pueden esperar los hombres de una « vía de información » con el océano vivo? ¿Un catálogo de vicisitudes que se extienden indefinidamente en el tiempo asociados a una existencia tan antigua que ya no recuerda lo que fue en un principio? ¿Una descripción de las aspiraciones, pasiones, esperanzas y sufrimientos que el océano expresa creando montañas vivientes? ¿La promoción de la matemática a existencia encarnada, la revelación de la plenitud en la soledad y el renunciamiento? Pero todo esto sería incomunicable: traspuestos a un lenguaje humano cualquiera, los valores y significaciones complicados pierden toda sustancia; no pueden cruzar la frontera. Los « adeptos » no esperan por lo demás tales revelaciones — más del orden de la poesía que de la ciencia— pues lo que ellos buscan es la Revelación misma, una revelación que les explique el sentido del destino del hombre. La solarística resucita mitos desaparecidos hace tiempo; expresa una nostalgia mística que los hombres ya no se atreven a confesar abiertamente; la piedra angular, profundamente enterrada en los cimientos del edificio, es la esperanza de la Redención.

Incapaces de reconocer esta verdad, los solaristas evitaban prudentemente toda descripción del Contacto, presentado siempre como un resultado último, aunque en los primeros tiempos se lo consideraba un comienzo, una apertura, una nueva vía, entre muchas otras posibles. Pasaron los años y el Contacto fue santificado, convirtiéndose en el cielo de la eternidad.





Muntius analizaba muy sencillamente, y con amargura, esta « herejía » de la planetología, desman-telando el mito solarista, o más bien el mito de la Misión del Hombre.

Primera voz discordante, la obra de Muntius había tropezado con el silencio desdeñoso de los hombres de ciencia, que confiaban aún en el desarrollo de la sola-rística. ¿Cómo, en efecto, hubieran podido aprobar una tesis que socavaba las bases mismas de toda posible investigación?

La solarística continuó a la espera del hombre capaz de levantarla sobre sólidos cimientos y de trazar con rigor las nuevas fronteras. Cinco años después de la muerte de Muntius, cuando su libro era el mirlo blanco de los bibliófilos — casi inencontrable, tanto en las colecciones de solariana como en las bibliotecas de obras filosóficas— un grupo de investigadores noruegos fundó una escuela que llevaba su nombre; en contacto con la personalidad de diversos herederos espirituales, el pensamiento sereno del maestro se transformó de muchos modos: derivó en la ironía corrosiva de Erle E

En el libro de Muntius encontré una separata de la revista trimestral Parerga Salariaría,un pliego de dos hojas amarillentas, uno de los primeros artículos escritos por Gibarían antes que lo nombraran director del Instituto. El artículo, titulado Por qué soy solarista, comenzaba enumerando sucintamente todos los fenómenos materiales que justificaban las posibilidades de un contacto. Gibarían pertenecía a esa generación de investigadores que se atrevió a revivir el optimismo de la época de oro, sin renegar de una fe que trascendía sin duda las fronteras impuestas por la ciencia, pero que se mantenía de algún modo en el dominio de lo correcto, pues implicaba la necesidad de esfuerzos perseverantes.